¡A la escucha!

Adiós Pau, adiós Rosa, adiós Chicho

Rosa María Sardá, en una imagen de archivo.

Escribo esto antes de salir hacia el tanatorio. Toca despedir a un amigo. El cáncer, el maldito cáncer, se lo ha llevado demasiado pronto. Cuando no tocaba, cuando quedaba mucho por compartir, por reír y por crear. A Chicho, como le conocían sus amigos, la vida le guardaba un último acto, una última escena, una última cerveza. La que compartió de forma virtual con sus amigos desde el hospital, cuando ya sabía que “esto se ha acabado”. Ésas fueron sus palabras. Y las dijo con la misma sonrisa de dientes grandes, de oreja a oreja, con la que te recibía siempre. “Esto se ha acabado”, aunque el final hubiese llegado así, de repente, sin avisar.

Hay semanas que te gustaría borrarlas de un plumazo, quitarlas del calendario, hacer como que no han existido. Semanas en las que la vida, ésa a la que le cantaba Pau Donés, pesa demasiado. Pau el miércoles, Chicho el jueves y la Sardà, la inmensa Sardà ayer. Una semana que se cobra demasiado caro su precio, que nos deja huérfanos de demasiada ironía, ingenio, genialidad, porque los 3, créanme, eran así de grandes, cada uno en lo suyo.

A Pau y Rosa todos los conocen. A Chicho, seguramente no si no son de Las Palmas o si no han jugado o vivido el rugby. Chicho, Johny, llegó a Madrid con su balón ovalado bajo el brazo, amando este deporte y convirtiéndolo en su forma de vida, en la religión a la que no defraudar. Tras colgar la camiseta siguió manchándose de barro entrenando a los más pequeños y arbitrando partidos. Pero conforme pasaban los años, el gusanillo de la interpretación le picaba cada vez más. Y desde hacía un tiempo había logrado hacer sus pinitos. Empezaba a encadenar papeles importantes pero el cáncer, el maldito cáncer, no le dejó crecer más.

Rosa María Sardà decía que al cáncer no se vence, no se lucha. Ello lo sabía bien, era su compañero de viaje desde hace un tiempo. Pau dijo que no quería que hablaran tampoco en términos de lucha cuando se referían a su enfermedad. Y eso me ha hecho pensar mucho estos últimos días. Creo que afrontar así un diagnóstico es toda una declaración de intenciones: la vida se vive, con lo bueno y con lo malo, no se lucha contra nada, ni siquiera contra una enfermedad que amenaza con robarte el tiempo demasiado pronto. Lo que ellos nos dejan, además de una gran tristeza y un enorme vacío, es también una forma de entender la vida y la muerte.

A Chicho también le dio tiempo a entender lo que estaba a punto de pasar y le dio tiempo a despedirse. A decirle a sus amigos, a su pareja, a su familia, lo mucho que los quería. Tuvo tiempo de decir adiós con serenidad, con su enorme sonrisa. Y me quito el sombrero: en su lugar el miedo y la tristeza me hubieran paralizado, me hubieran bloqueado.

Alguien cercano me confesaba que lo que más va a echar de menos es reírse con él. Llamarle y que te soltara una tontería, les quitara hierro a tus problemas o te hiciera una de sus onomatopeyas imposibles.

Me gustaría borrar esta semana, sí. Darles más tiempo a Pau, a Rosa y a Chicho para escucharlos, para aprenderme las letras de sus canciones, para ir a sus conciertos; para charlar con ella sobre cómo ve todo esto, cómo cree que superaremos todo este ruido, cómo aprenderemos de una vez a superar las diferencias y a remar juntos; más tiempo para reírme con Chicho y que me cuente su último viaje.

Mientras, me pongo de fondo la última canción de Pau, y repaso su letra: “Vuelvo hoy para quien quiera escucharme, vuelvo hoy mientras el cuerpo aguante, vuelvo y aquí pienso quedarme”.

La madre de Chicho me ha hecho prometerle algo: “No le olvidéis nunca porque mientras viva en vuestra memoria, nunca morirá”. Prometo hablar mucho de él, también de Rosa y de Pau. Prometo no olvidarlos, hablarles a mis hijos de quiénes eran, prometo convertirlos en la banda sonora de mi vida, esa vida que a veces, como hoy, pesa tanto.

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