Buzón de Voz

Confesiones de un 'baby boomer' (harto y perplejo)

Jesús Maraña nueva.

Vaya por delante la obviedad de que no soy un técnico experto en pensiones o en Seguridad Social. Todo mi respeto hacia la sabiduría de José Luis Escrivá, su solvencia intelectual y su capacidad (me consta) de trabajo y de esfuerzo para obtener los consensos necesarios que exige en democracia la búsqueda del bien común. Pero, como él mismo ha dicho, el jueves no tuvo su mejor día. Y lo peor es que pudo haberlo sido. Lo digo como simple ciudadano, como periodista, como contribuyente, como cotizante… y como baby boomer, rasgo este último no elegido y del que me declaro tan harto como perplejo.

Pudo ser el jueves uno de los mejores días del ministro Escrivá, del Gobierno de coalición de izquierdas y de todos los protagonistas de un acuerdo sobre pensiones que, por encima de todo lo demás, debía terminar de una vez con el falseado debate sobre la sostenibilidad de las pensiones públicas. Llevamos casi tres décadas (desde los noventa al menos, cuando el entonces ministro Solbes vaticinó la catástrofe financiera de la Seguridad Social para 2020) cayendo en la trampa permanente de discutir si es o no es sostenible el sistema público de pensiones. Ya era hora de zanjarlo, con o sin un Pacto de Toledo herido de muerte desde que la apuesta por las políticas cerriles del neoliberalismo impiden que la derecha española acepte las bases de un Estado del Bienestar que exige ciertos principios incompatibles con el turbocapitalismo. Por si hiciera falta algún aviso más, la pandemia del covid ha desnudado el fracaso de ideologías que demonizan y desprecian todo lo común disfrazando como “libertad” la defensa de privilegios y el uso de recursos públicos para maximizar el beneficio privado. Llaman socialcomunismo a lo que antes y después del baby boom se ha llamado socialdemocraciababy boom. Llegó el virus y demostró (aunque se olvide demasiado pronto) que sólo juntos salimos adelante.

El acuerdo firmado por el Gobierno, empresarios y sindicatos garantiza la revalorización de las pensiones según el IPC y suprime ese eufemismo denominado “factor de sostenibilidad” que introdujo la reforma aplicada por el Gobierno del PSOE en 2011 y que, tras la reforma impuesta por el PP en 2013 para establecer el suelo de subida anual en el 0,25%, suponía una progresiva reducción de las pensiones entre un 20% y un 30%. De modo que este jueves se trataba de celebrar que el diálogo social (no un decreto ley del Ejecutivo) se comprometía no sólo a sostener el sistema público, vía cotizaciones y vía impuestos, sino además a hacerlo sin precarizar (aún más) la vida de los jubilados presentes y futuros.

Y en esto llegó Escrivá y oscureció un día claro sembrando la incertidumbre: “Los baby boomers podrán elegir entre un ajuste pequeño en su pensión o podrán trabajar algo más” (ver aquí). Reconozco mi perplejidad como periodista y mi hartazgo como baby boomer. Agradezco al ministro que haya reconocido su grave error unas horas después (ver aquí), pero como él mismo ha explicado que su fallo fue anticipar ideas sobre “algo que todavía está por definir”, me permito la osadía de compartir unos breves apuntes personales:

1.- Confieso mi hartazgo sobre clasificaciones generacionales que comprendo desde un punto de vista estadístico, sociológico o antropológico, pero que me resultan ofensivas cuando de lo que hablamos es de vivir dignamente después de décadas de esfuerzo laboral. Ana Patricia Botín y yo somos baby boomers, pero sospecho que no compartimos la misma preocupación personal por el futuro de nuestras respectivas pensiones. El sistema público se basa en un pacto intergeneracional que debe cumplirse independientemente del número de quienes nacen en una o en otra. Penalizarnos a los llamados baby boomers porque seamos más o tengamos más esperanza de vida (cosa que individualmente algo tiene que ver también con el tipo de trabajo que cada cual desempeña, entre otras muchas cosas) me resulta ofensivo.

2.- Confieso que me parece bastante lógico acercar lo más posible la edad real de jubilación a la legal, puesto que obviamente permitirá una mejor proporción entre quienes perciben una pensión y quienes trabajan para sostenerla en cada periodo. Con esta base cuesta entender la facilidad con la que grandes empresas y bancos, especialmente, prejubilan a sus empleados con edades muy alejadas de esa fecha legal. Me dirán que la diferencia la pagan quienes despiden, pero sobre los detalles de ese axioma habría mucho que discutir. Y ante todo, ¿alguien puede explicar cómo cuadra lo de “trabajar algo más” con el dato de parados de larga duración? Salvo en profesiones con un componente intelectual claro o con otras circunstancias excepcionales, los baby boomers que han perdido o pierden su trabajo después de cumplir 50 años tienen tantas o mayores dificultades para encontrar otro empleo que los millenials, la generación X o la Z.

3.- Confieso que me siento tan orgulloso de esos miles de pensionistas que llevan años saliendo a la calle en defensa de unas pensiones dignas como avergonzado de mí mismo y de varias generaciones de españoles que no hemos expresado con suficiente rotundidad que no vamos a aceptar esa broma macabra de que no se pueden sostener las pensiones. Por fin se ha firmado un acuerdo en el que se aporta vía Presupuestos cada año una parte importante de las necesidades de caja, y se extraen del gasto partidas que no tenían ningún sentido. Y se garantiza que las pensiones se revalorizan tanto como los precios, sin trampas edulcoradas como “factores de sostenibilidad” que significan exactamente lo contrario de lo que nombran.

4.- Confieso que no entiendo como ciudadano la obsesión por tratar el asunto de las pensiones como si fuera una burbuja aislada de todo lo demás. Si una inmensa mayoría estamos de acuerdo (y así lo indican todas las encuestas) en que queremos disfrutar un Estado del bienestar, tendremos que aceptar también lo que supone y lo que exige. Del mismo modo que uno no puede defender la necesidad de fortalecer la sanidad pública y a la vez justificar que se cierren centros de salud o se privaticen hospitales (lo cual no demoniza la sanidad privada sino la extracción interesada de recursos públicos), tampoco se puede pretender una pensión digna si toda la vida laboral previa es precaria. Si hablamos de pensiones hay que hablar de calidad del empleo, inmigración, brecha de género, conciliación, reparto de la jornada laboral, etc, etc. Es algo ya suficientemente demostrado académicamente: para garantizar mejores pensiones hay que empezar por abrir más guarderías públicas accesibles. Se fomenta así la natalidad de verdad y de manera estable, no con “cheques-regalo” al estilo Ayuso. Y hay que hablar de impuestos. Sí. Mientras España tenga siete puntos menos de ingresos fiscales que la media europea estamos renunciando a 70.000 millones anuales para pensiones, para sanidad, para educación, para carreteras…

Como ciudadano me confieso harto de escuchar a españoles de muy diversas generaciones que vociferan en defensa de su pensión, pero que a la vez siguen preguntando si el precio de lo que contratan es “con IVA o sin IVA”. Harto de empresarios a los que no se les cae de la boca su gran capacidad de crear empleo, pero que despiden a muchos de sus empleados los fines de semana o dos meses en verano, para ahorrarse el pago de cotizaciones. Y perplejo ante tantos 'patriotas' que consideran obvio su derecho a la mejor pensión, los mejores hospitales, excelentes colegios, pero no admiten que lleguen inmigrantes con todo el derecho a huir de las guerras o de la pobreza (como emigraron muchos padres del baby boom hacia Suiza, Alemania, Bélgica o Francia), y cuyo trabajo e impuestos además necesitamos para sostener España.

Como baby boomer, declaraciones tan desafortunadas como la de Escrivá me recuerdan siempre aquella mítica viñeta de El Roto: “Para garantizar el futuro de las pensiones hay que hacer coincidir la edad de jubilación con la de defunción”. Para tranquilidad de las siguientes generaciones, no se apuren. En cuanto muramos los abajofirmantes, la pirámide poblacional volverá a su lugar y se habrá acabado el problema. Pero apostaría la cotización máxima a que el neoliberalismo (o como se autodenomine en 2050) encontrará otra excusa para debilitar el Estado del bienestar y fomentar el sálvese quien pueda.

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(Este artículo ha sido actualizado un día después de su publicación para corregir un dato: el factor de sostenibilidad fue introducido por la reforma aplicada en 2011 por el Gobierno del PSOE, mientras la del Gobierno de Rajoy en 2013 estableció el suelo de subida anual en el 0,25%. Gracias a los socios de infoLibre Marisa González Salgado y Marceliano Llorente, que me lo han señalado).

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