Desde la casa roja

Herencia siniestra

Aroa Moreno

El día en que fueron asesinados José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz y Humberto Baena, los últimos fusilados del franquismo, el famoso Antonio González Pacheco, Billy el niño, recibió una felicitación pública y 20.000 pesetas, según consta en su hoja de servicios policiales. Era 1975. La razón: desarticulación del aparato de propaganda del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (F.R.A.P).

Los tres hombres ejecutados, de entre 21 y 27 años, habían sido detenidos por el asesinato de un Guardia Civil y un policía armado, Antonio Pose, de 49, y Lucio Rodríguez, de 21 años, y condenados en Consejo de Guerra Sumarísimo por militares en una simulación de justicia mediante un proceso injusto e irregular. No se presentó ni se aceptó ninguna prueba. Aun así, se dictaron penas capitales. Antes, fueron torturados durante días y días en la Puerta del Sol para ser después enviados a la cárcel de Carabanchel y de ahí a un campo de tiro militar donde fueron ejecutados. González Pacheco los sobrevivió cuarenta y cinco años, hasta que, en marzo de 2020, el covid-19 se lo ha llevado por delante con todas las medallas puestas. Aquella misma madrugada del 75, mataron también a dos miembros de ETA, a Juan Paredes, Txiki, en Barcelona, de 21 años, y en Burgos a Ángel Otaegi, de 33 años, tras juicios similares.

Solo dos años después de aquellos hechos, los últimos con el dictador vivo, salvados de sus procesos pendientes funcionarios y cargos públicos de la dictadura en 1977 –quedaban comprendidos en la amnistía los delitos de autoridades, funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas–, todas aquellas torturas quedaron para siempre impunes y las macabras condenas grabadas en archivos de difícil acceso que a día de hoy siguen custodiados por el mismo ejército que los dictó. Todo atado. Cuarenta y tres años después de aquella ley, no podemos saber cuánta gente pasó por los oscuros subterráneos de comisarías y edificios oficiales para ser humillados y golpeados, algunos hasta la muerte sin ningún control.

Toda aquella oscuridad la heredó este país para su futuro. No es ninguna frivolidad decirlo, yo nací en 1981 (afortunadamente, en una democracia), pero por qué tengo que asumir estos sótanos inhabitables como parte de una secreta mitología patria y no como parte del estudio de la historia y la justicia.

Hace diez días, la desclasificación del informe de la agencia de la CIA acerca de los GAL trajo otro fantasma del pasado. En un documento de 1984, la agencia admitía la guerra sucia y apuntaba directamente a los gobiernos de Felipe González por su implicación en el montaje de esta banda parapolicial fuera de la ley. Ayer mismo, PSOE, PP y VOX tumbaron la investigación al ex presidente González por su supuesta participación en estos hechos.

Axun Lasa, hermana de Joxean Lasa, asesinado por los GAL junto a Joxi Zabala, dice: «Para hablar de la cal viva, debemos seguir escarbando hasta encontrar los muertos de las cunetas». Y en ese hilo invisible que une todos los sufrimientos, víctimas jóvenes de fuegos cruzados, deberíamos quedar siempre del lado de los que intentan encontrar un relato lo más veraz y justo de todo lo que, como país, nos ha sucedido. Sin inesperadas puñaladas dialécticas de los políticos.

¿De qué lado se están poniendo los que impiden la reparación de tantos nombres?

Pili Zabala, exparlamentaria de Elkarrekin Podemos y hermana de Joxi Zabala, anunció el lunes la creación de una plataforma para investigar a los GAL. Y recuerda inevitablemente a otras plataformas y asociaciones que han tenido que buscar por sus medios o fuera de España los cauces jurídicos necesarios para desentrañar la violencia.

No sé en qué leyes se ampara esta oscuridad, pero resolver el pasado no debería ser un asunto ideológico que pueda o no votarse. Somos un extraño Estado de derecho donde algunos nombres son intocables. Si damos la memoria por supuesta, convocaremos repetidamente el pasado de forma selectiva y según nuestros intereses. La memoria de las víctimas no se explica sola y debe contener también en el relato de los que apretaron el gatillo, de los que torturaron, de los que dinamitaron derechos humanos. Justicia y verdad no van de la mano de intereses protegidos. Yo pensaba que ya no seríamos los mismos que protegieron a aquellos que solo contaron con la fuerza como mecanismo contra los hechos delictivos. Es la condena de la historia que se desconoce. La lucha contra un virus no es incompatible con otros procesos que también nos sanarán, y mucho, como nación.

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