Desde la tramoya

Vergüenza

El hemiciclo principal del Congreso de los Diputados es, como el resto de los espacios públicos que vemos en la televisión, más pequeño de lo que parece. Y tiene además una acústica muy particular. Diseñado en tiempos en los que no existían los micrófonos, se construyó para que las intervenciones de los diputados pudieran oírse lo mejor posible. De manera que todo lo que allí se dice con un tono de voz relativamente alto, se oye a la perfección. El diario de sesiones no siempre lo recoge, aunque se escuche bien.

Por ejemplo, nada dice la transcripción del famoso “¡Que se jodan!” de Andrea Fabra, la que fue diputada del PP. Se recordará que en medio de una intervención del nuevo presidente Mariano Rajoy, en la que iba describiendo las nuevas políticas económicas de ajuste, justo cuando él se refería a los recortes en las prestaciones para los parados, la hija del famoso presidente de la Diputación de Castellón, gritó: “Muy bien, muy bien… que se jodan”. Allí lo oyó hasta el diputado del último escaño. Y las cámaras lo recogieron tan claramente como los micrófonos. Pero las estenotipistas (son mayoría aplastante de mujeres), aleccionadas a hacer la vista gorda con la literalidad de los insultos que vienen de los escaños, no lo recogieron en el diario de sesiones y se limitaron a poner el consabido “rumores y aplausos”, del que los diarios están tan llenos como del “el diputado x pronuncia palabras que no se perciben”.

Hay algo extraño en el comportamiento opaco con que se rige el Congreso. Este mismo miércoles, sin ir más lejos, se ha producido un suceso similar. Cuando asistimos al enfrentamiento del diputado Rufián con el ministro Borrell, y la presidenta del Congreso, Ana Pastor, decidió expulsar al diputado de ERC, hecho sólo precedido por la expulsión de Martínez Pujalte hace doce años, la propia presidenta ordenó que se retiraran las palabras “fascista” y “golpista”. La presidenta de las Cortes, la tercera autoridad del Estado, explicó muy bien por qué quería que esas palabras fueran retiradas:

“El Diario de Sesiones lo leerán no mañana, sino dentro de cien años, y esta generación, que posiblemente tendríamos que representar lo mejor de la historia de España después de estos cuarenta años de democracia, estamos demostrando, especialmente en el Pleno del miércoles, que no utilizamos bien la palabra que nos han dado los españoles para representarles y tampoco utilizamos bien nuestro modo de estar, porque no solo hay insultos verbales en este hemiciclo, hay falta de respeto a la Presidencia, hay actitudes que son absolutamente impresentables”.

En pocas palabras, la presidenta se avergüenza del comportamiento de sus señorías, y, además, intenta que esa vergüenza no se extienda a las generaciones futuras.

Discutir con el cuñado de Vox

Es justo y necesario decir que no todos se comportan del mismo modo. De hecho, la inmensa mayoría de los 350 diputados y diputadas se comporta con cortesía y con educación. Gabriel Rufián ha logrado convertirse en el previsible gracioso del Congreso. Sus aspavientos, sus numeritos y los cachivaches que lleva al trabajo son como las gracietas del niño malote de la clase, del rebelde al que todos esperan. Lo malo es que cuanto más irreverente o más payaso es uno, más se le prima en las televisiones, en las radios y en Twitter.

Rufián está entre los políticos más conocidos del país por sus tonterías. Nuestro tiempo, me temo que más que otros pretéritos, premia al que es capaz de dar el corte, el total, el titular, el meme más corto, más curioso, más irreverente, más excéntrico. Y Rufián y otros rufianes lo saben. Hacen de esa habilidad su activo y su seña de identidad. Como Trump o decenas de otros líderes políticos de ayer y de hoy, se recrean en su supuesta espontaneidad. En su intención de decir las cosas “como son”, para eructar simplificaciones, engaños y ataques que activan la bilis de los hooligans que les siguen.

No sé que merece más vergüenza en realidad: si el hecho de que dentro de cien años nuestros nietos lean lo que decían sus abuelos en la sede de la soberanía popular, o que descubran que hubo millones de ciudadanos dispuestos a creer y a seguir a los más imbéciles de la pandilla.

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