MALA HIERBA

Qué está diciendo esta guerra sobre nuestra política

La guerra deja muchas imágenes terroríficas. Este pasado lunes el ejército ucraniano lanzó un misil de fragmentación sobre Donetsk. El arma, que estalla en altura sobre el objetivo, arroja una lluvia de metralla segando la vida de más de veinte civiles. El ataque no tiene mayor propósito militar que el de causar dolor y desmoralización en la retaguardia del enemigo. Una joven llora desconsolada de rodillas ante lo que parece el cadáver de una señora mayor. No hace falta entender su idioma para saber que hace preguntas destinadas al vacío: en momentos así es difícil creer en Dios. Un hombre trata de consolarla, lleva una mascarilla sanitaria por debajo de la barbilla. El detalle conmueve porque remite a esa cotidianidad de una pandemia que allí también sucedió. ¿Quién piensa en contagiarse de coronavirus en una guerra

Veo los bloques de las afueras de Kiev. Presentan diferentes grados de destrucción por los ataques de artillería rusos, puede que de algún bombardeo. Algunos están reventados hasta los cimientos, quedando en pie parte de su fachada, como una cáscara que da la impresión de haber olvidado que no puede sostenerse por sí sola. Otros tienen boquetes precisos en su estructura, de proyectil que los ha atravesado limpiamente, en una destrucción de paso, de visita. Muchos han ardido, ennegreciéndose, dando a las calles un aspecto aún más siniestro. Algunos tan sólo están afectados por ondas de choque, cristales pulverizados, aluminio retorcido en las ventanas. Bloques de nueve alturas, arquitectura soviética de geometría obrera hecha añicos, como aquel proyecto de sociedad. El detalle también conmueve porque lo reconocemos cercano en cualquier barrio de periferia de una gran ciudad española: podrían ser nuestras casas.  

Si no eres capaz de imaginar la guerra en tu ciudad, tratas la guerra con ligereza. Miro cuentas en redes sociales de pretensión izquierdista y parece que han decidido obviar lo que cualquier ciudadano medio entiende: que el causante de la guerra es Putin

Leo las redes sociales y parece que nadie presta atención a estos detalles: eso me inquieta. Si no eres capaz de imaginar la guerra en tu ciudad, tratas la guerra con ligereza. Miro algunas cuentas de pretensión izquierdista y escenografía radical, y parece que han decidido obviar por completo lo que cualquier ciudadano medio entiende: que el causante de la guerra es Putin. Por eso toman el ataque del ejército ucraniano a Donetsk como si cada muerto les cargara de razones en su cruzada, como si existiera una balanza de atrocidades. Piden explicaciones muy airadas por las armas que el Gobierno mandó hace quince días, ya un fetiche en el debate público. Son pocos, pero hacen ruido y estos días arrastran público: la desorientación vuelve atractivos los discursos que te hacen parte de algo, aunque no sepas muy bien el qué. 

Este izquierdismo no parece entender que la necesidad de configurar poderes alternativos al de Estados Unidos, el multilateralismo, no otorga a Rusia la capacidad de desencadenar guerras ilegales. Tampoco que el conflicto en el Donbás se enquistó porque, tanto desde Kiev como desde Moscú, interesaba mantener la tensión de un enemigo cercano, precisamente la que más cohesiona. Que esto no se parece a 1947, el inicio de la guerra fría con la URSS como contendiente, sino a 1914, con el águila bicéfala del imperio ruso ondeando. No es una cuestión de nostalgia, ni siquiera propaganda a favor de Putin. Se trata tan sólo de un juego de rol que requiere mantener la impostura de que tras la invasión a Ucrania hay líneas ideológicas dignas, cuando no es cierto. En esta guerra tan sólo se libra una reconfiguración del área de influencia dentro del proyecto euroasiático de Rusia. 

La consecuencia es que el mundo occidental parece más cohesionado que nunca tras el 24 de febrero. Y eso se nota también en el escenario mediático, donde algunos periodistas transigen con explicaciones tan pueriles a este desastre como la locura de Putin o que esta confrontación, sentenciada desde el primer tiro, puede resolverse favorablemente para el lado ucraniano. Los ciudadanos del país agredido tienen el deber de defenderse, pero también el derecho de que nadie les utilice, les engañe y les sitúe en un punto de no retorno, como así ha ocurrido en estos últimos años. Lo peor no es que en las informaciones sobre Ucrania se omitan puntos ciegos como su imposible inclusión en la OTAN, sino que se imponga la idea de que todo lo que tenga que ver con esta guerra debe aceptarse sin mayor cuestionamiento. El problema, como ya dije en estas mismas páginas, es que hay mucho aprendiz de senador McCarthy con ganas de utilizar la necesidad de seguridad en función de sus intereses.

La ultraderecha, por contra, está hablando muy poco de esta guerra porque sabe que constituye un polo de fricción interna en su ecosistema. Dentro de Vox, por influencia de sus aliados europeos, existe una clara simpatía por el autoritarismo de Putin y su confrontación contra lo que denominan globalismo. Si bien su votante medio ha permanecido ajeno a estos debates, la parte ultra más decidida de la organización defendía esta postura con entusiasmo: lo contrario a George Soros, los nuevos Protocolos de los sabios de Sión, como forma de posicionarse en el escenario internacional. Con el estallido del conflicto ha habido que enterrar, deprisa y corriendo, este discurso y aceptar el encuadre otanista, algo que no ha gustado demasiado entre los que ven en Espinosa de los Monteros a un desviacionista más pendiente de ser respetable en Wall Street que en el Valle de los Caídos. A esto hay que sumar que a los ultras también se les ha roto el discurso velado contra la Unión Europea, convertida en vanguardia desde que Rusia decidió romper la baraja.

¿Cómo se está solventado esta fricción dentro de la extrema derecha? Pues, además de recuperar un cierto espíritu divisionario, sabiendo leer la inquietud social por la subida de precios de forma bastante exitosa. De lo que se trata no es de tener una postura teórica acabada, de nulas consecuencias en la práctica, sobre Putin, Rusia, la guerra, la diplomacia y el pacifismo, sino de encabezar y dirigir el miedo de la crisis contra el Gobierno. Ni es casual el paro patronal de una asociación minoritaria del transporte, ni lo es cierto pánico inducido a través de Whatsapp por la carestía de alimentos. Ya lo vimos en el primer confinamiento donde Ayuso, que no es de Vox pero forma parte de la misma trama, actuó de forma paralela a los de Abascal. En esta ocasión, la presidenta madrileña ha lanzado la campaña de los 20.000 millones, esos que despilfarrará Irene Montero en hechicería feminista. Lo cierto es que lo que Ayuso propone es eliminar los impuestos a las eléctricas y pagar la broma con el dinero destinado a las escuelas infantiles, el permiso por maternidad o las ayudas a los críos con cáncer. Lo cierto es que, más allá de las maniobras discursivas del populismo ultra, ya teníamos un problema con el precio de la energía. 

El viernes se reunirá en Roma el frente de países europeos favorables a reformar el sistema de precios eléctricos, antes del próximo Consejo Europeo. Italia, Portugal, Grecia y España, que lleva desde el verano presionando en este sentido. Si Sánchez consigue su objetivo, romper el sistema marginalista que otorga al gas la capacidad de marcar el costo del resto de energías baratas, puede apuntarse un tanto decisivo en esta crisis. El lunes por la noche, en su entrevista en laSexta, se vio a un presidente que a fuerza de circunstancias extraordinarias, parece resuelto en los momentos históricos. Es cierto que la inflación puede reventar cualquier Gobierno, tan cierto como que la nuestra parece venir inducida, en gran parte, por el precio del gas. Mientras, Feijóo, que se ha vuelto de repente pequeñito con su salida de Galicia, ha retomado el discurso de Casado de 2018. De momento este señor no pinta nada, con guerra o sin ella.

Sánchez apuntó en la entrevista una idea a tener en cuenta: la invasión rusa de Ucrania se debe a la necesidad de Putin de evitar su integración en la Unión Europea, es decir, a que el modelo de democracia liberal europea sea un contrapeso diferente al proyectado por el autoritarismo ruso. La sentencia, atractiva en su idealismo, es susceptible de ser corregida en varios aspectos. El primero, que la UE y Rusia se han entendido un buen número de años, al menos hasta 2014. El segundo, que la UE aspira ahora a una autonomía, energética y militar, que no parece haber sido prioritaria en los años precedentes. Sin embargo, la cuestión esencial no es tanto sacarle peros a la idea apuntada por Sánchez, sino advertir de que, para ser cierta, la UE debe decidir si quiere dejar de intentar cuadrar el círculo, es decir, luchar contra la amenaza autoritaria de Putin y la ultraderecha manteniendo la ortodoxia neoliberal como guía en lo económico.

No se trata de que la democracia deba ser utilitarista, sino de que un sistema político deja de ser percibido como preferente cuando no es capaz de otorgar certezas entre sus ciudadanos. Si el cambio en la crisis de la pandemia fue ostensible en la UE, la respuesta a la inflación no puede ser la vuelta a la austeridad, sino la intervención pública en los mercados estratégicos. Sin políticas sociales, con la tentación de volver al escenario de la Gran Recesión, la Unión Europea no verá el 2030. Hace casi cien años, en Europa, nos enfrentamos a una pregunta similar. El resultado no fue bueno. Esperemos que no vuelvan a cometer el mismo error.

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