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La dignidad de un desnudo

La semana en que otro ciudadano que se creyó intocable desciende a los infiernos en un furgón policial, y el partido afectado y que nos gobierna se divide entre los que contienen la respiración y los que resoplan; la semana en que los buenos de las películas de espías acusan de espía al espía que denunció que nos espían; la semana en que la Selección de Fútbol vuelve a empitonar a los italianos en los penaltis para poder cumplir el sueño de jugar en Maracaná; en estos días en que Montoro sacrifica a la directora de la Agencia Tributaria por el asunto de la infanta, la imagen con que me quedo, que se clava en la retina y en el alma, es la del jubilado Antonio Orts, estafado con el cuento de las preferentes, desnudándose ante el presidente del banco que le ha dejado sin nada.

A Antonio, que es ciego, le quitaron 45.000 euros, sus ahorros de toda la vida vendiendo cupones de la ONCE, mediante esa trampa legal pero inmoral de compraventa de títulos fuera de mercado, con precios que fijaban los propios bancos y cajas de manera interesada y tramposa en perjuicio de los compradores, tal y como dijo ya hace tiempo la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que tampoco es que anduviera muy fina a la hora de vigilar estos comportamientos indecentes.

Antonio fue uno de los accionistas a la fuerza que quisieron hacerse oír en la junta de Bankia el pasado martes en Valencia. Hacerse oír y también ver. Y lo consiguió. Obsérvese en la imagen cómo el presidente de Bankia, el señor Goirigolzarri –a quien le toca lidiar un toro que él no sacó a la plaza, arreglar una situación que él no ha provocado– parece no prestar atención a la indignada alocución del señor Orts, hasta que éste anuncia, y procede: “Mire cómo me ha dejado Bankia…” y el presidente mira, y los accionistas miran, y los estafados por las preferentes aplauden y animan y Orts, desde su ceguera compatible con una lúcida idea del valor de la imagen, se despoja de su ropa y se queda en calzoncillos.

Antonio ha ofrecido al mundo el dibujo preciso de lo que los bancos que vendieron preferentes han hecho con cientos de miles de personas: dejarles desnudos, sin recursos, sin salida. Engañados por aquellos en quienes confiaron lo más valioso que tenían después de su vida y de su gente, los ahorros de años de esfuerzo y sacrificio.

Esta cuestión de las preferentes, a la que espero quede aún mucho recorrido en el territorio de las cuentas por saldar, es la más intolerable desvergüenza de una parte de la banca española hacia los ciudadanos de este país desde que existe el negocio bancario. La mayor parte de los 300.000 afectados son jubilados y personas de no demasiada capacidad para defenderse –nunca mejor traido el término– en el complicado universo de los productos financieros. Eran presa fácil, por tanto, y esa banca se aprovechó de ellos como hacían los antiguos timadores de la estampita o el toco-mocho… o peor, porque las víctimas de los timadores a menudo eran personas que se creían más listas, y las víctimas de las preferentes confiaban en un producto bancario que les vendían como de poco riesgo aunque no fueran a ganar mucho.

Quizá me falle la capacidad de escrutinio, pero veo poca solidaridad y no mucho compromiso de este país, de todos nosotros, hacia ese grupo de ciudadanas y ciudadanos estafados con las preferentes por aquellos a quienes confiaron todo lo que tenían. Eso es robar, por mucho que el rigor legal me vaya a afear esta apreciación, y hasta me arriesgue a que me lleven a los tribunales por faltarles al honor (gracioso sería, ¿verdad?). Y ese robo tiene hoy su imagen en la protesta de Antonio en la junta de accionistas.

Él no ve, pero, tal y como quería, su gesto permite que el mundo, al verlo, se pregunte por lo que han hecho con ellos. Es el desnudo más digno, necesario y eficaz con que me he encontrado jamás. Gracias, Antonio.

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