Desde la tramoya
La foto y el lenguaje sobre los refugiados
Un refugiado es una cosa, y un inmigrante otra. Los estados, de hecho, tratan con cierta deferencia a los refugiados, pero desprecian a los inmigrantes que entran en el país sin la documentación en regla. Suelen llamarlos “inmigrantes ilegales”. La alcaldesa de Madrid ha puesto en el Ayuntamiento un bonito cartel que con letra grande dice “Refugees welcome”. No habría sido tan agradable a los ojos de los madrileños y los visitantes, si hubiera dicho “Inmigrantes bienvenidos”.
El lenguaje que se utiliza al referirse a los cientos de miles de refugiados sirios que huyen del desastre de su país, importa y mucho. Como en todo lo demás, el lenguaje es intrínsecamente político. Y la política en sí misma un juego de significantes. Política y lenguaje son inseparables. Con una torpeza inaudita, Cameron dijo en julio que los miles de refugiados sirios que trataban de entrar en el Reino Unido por el Canal de la Mancha eran un “enjambre de migrantes”.
... y rectifica después
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Con mucha más sutilidad, y quizá peor intención, el Gobierno español, por boca del ministro de Interior, ha dicho que hay peligro de infiltración del Estado Islámico entre los sirios que están tratando de llegar a Europa. El muy conservador Fernández Díaz sigue las enseñanzas de José María Aznar y Angel Acebes, que se empeñaron en identificar sistemáticamente la inseguridad creciente de los primeros años 2000 con la llegada de “inmigrantes ilegales”. De esa manera, a través del miedo a los terroristas o a los delincuentes, se genera miedo al inmigrante, o incluso al refugiado. Zapatero trató de re enmarcar el debate y recordó que los inmigrantes en España son quienes cuidan a nuestros mayores y nuestros niños, quienes construyen nuestras carreteras o quienes nos sirven el café. Es evidente que el uso de un marco u otro influye directamente en la percepción social del asunto, y en las fórmulas para abordarlo.
Por eso nada ha beneficiado más al cambio en la opinión mundial sobre el desastre humanitario y la acogida de los refugiados, que las imágenes de toda esa pobre gente recorriendo a pie cientos de kilómetros buscando un lugar donde vivir, las fotografías de niños y mayores tratando de cruzar alambradas de espinas, o, por supuesto, esa foto de Aylan Kurdi, el pequeño de tres años muerto en la playa. Porque nadie ve en ellos a terroristas del ISIS ni a delincuentes. Y con su imagen a pie de calle contradicen con fuerza la fría crueldad y la soberbia con que se habla desde los palacios y los hemiciclos.
Es un error de libro despreciar esas fotografías que personalizan el drama, y peor error aún cuestionar la conveniencia de su publicación como han hecho algunos. Aunque la cita no es exacta, atribuyen a Stalin la frase “un millón de hombres muertos es una estadística; un hombre muerto es una tragedia”. Así es: Aylan, como antes el ciudadano chino anónimo delante del tanque en la Plaza de Tiananmen, o el pequeño niño cubano Elian, o aquí el tetrapléjico Sampedro, o tantos otros, personalizan asuntos complejos con su propia vida, y también con ella ponen a prueba el juicio público. Dar la vida por una causa es exactamente eso.