Verso Libre

Hagamos greguerías

En la guía del teléfono está el nombre del Mecenas posible. ¡Pero cualquiera lo encuentra! Esta greguería de Ramón Gómez de la Serna, un escritor de nervio y vocación desatada, podría aplicarse a la realidad de la cultura española. Tampoco abundan hoy los mecenas, ya sean oficiales o privados, y tampoco falta imaginación para buscar alternativas. Ramón la encontró en el periódico: Artículo de primera necesidad: el que uno envía al diario.

Con motivo de los cincuenta años de su muerte, se ha recordado durante el año 2013 la alegre figura de Gómez de la Serna. Falta todavía por llegar el acontecimiento más importante, la aparición del volumen dedicado a las greguerías que, dentro de las Obras Completas dirigidas por Ioana Zlotescu en el Círculo de Lectores, ha preparado la profesora Pura Fernández. Está anunciado para las próximas semanas y será un acontecimiento editorial. La greguería es la seña de identidad de Ramón, su esfuerzo por ir y venir del aforismo al verso, deteniéndose unos segundos en el espectáculo visual de las palabras.

El escritor llevó en la cartera, a lo largo de los años, las redacciones, los libros y los continentes, el copyright de su invento. Por eso resultaba tan difícil como necesario poner orden en una selva disparatada. Las costillas del esqueleto simulan una jaula rota, de la que se ha escapado el pájaro, escribió. Sin el volumen de las greguerías, las obras completas de Ramón, que empezaron a editarse en 1996, son algo así como una jaula sin pájaro. Los lectores saben que los buenos refranes están hechos con leche de oveja. Pero saben también que Ramón añade un trozo de luna, un escaparate roto, una media de mujer y una esquina del pecado original. En las greguerías, como en el cisne, se unen el ángel y la serpiente.

Gómez de la Serna vivió la religión del instante desde su adolescencia. Vigiló las novedades del mundo, las corrientes y movimientos de vanguardia, asomado a la ventana de un torreón como quien mira por un periscopio. Saludó la vitalidad irresponsable de Nietzsche en sus primeras conferencias y se quitó su conocido sombrero de hongo ante cualquier novedad. Convencido de que el tiempo no es oro, sino purpurina, se mostró muy crítico con los dogmas y las certezas eternas. Prefirió dejarse arrastrar por el fluido vertiginoso de la vida moderna. Amó el cine, aunque nunca olvidó que los que van al cine se alimentan de fantasmas pasados por agua. Siempre supo que en la circulación perpetua y cada vez más acelerada del mundo está escondida la tragedia de un desarraigo, de una nada en forma de circo. Sí, el diablo suele vivir en las alas del espíritu santo.

Su amor por las palabras es una herencia bien gestionada del simbolismo. Los poetas le enseñaron que las palabras son un pozo sin fondo, un río de sugerencias, matices y sedimentos. Pero a Ramón le dio por pensar que, en el mundo de la prisa, no vale una simple metáfora para comunicar las cosas. El poeta que pasa va tan orgulloso que nunca quiere volver la cabeza aunque le chisten para hacerle ver que se le ha caído la inspiración. Decidió entonces caminar por la ciudad como literato, no como poeta, y se dedicó a teatralizar el simbolismo en unas greguerías capaces de llamar la atención. Supo mirar y contar: en el fondo de los espejos hay un fotógrafo agazapado.

En el fondo de su obra no hay una gran novela, un poema inolvidable, una obra de teatro decisiva. Pero están las greguerías, unos destellos que, bajo las aguas del espejo y de la historia, suponen el encuentro de la literatura con las posibilidades y las exigencias de un periódico. Gómez de la Serna se dedicó a twittear literatura, a su debido tiempo, con los lectores de la prensa diaria. Contó que los obispos se sientan en un automóvil como si fuesen recibiendo la confesión del paisaje. Denunció que la mano que pide limosna muestra sin rubor las líneas de un destino aciago. Advirtió que las gaviotas son la posdata del barco. Y recordó que comer en una embajada es comer protocolo con salsa tártara.

Hagamos greguerías. Contemos, denunciemos, advirtamos y recordemos de una sola vez que En el restaurante del Congreso se sirven platos precocinados en los bajos hornos del banquero.

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