Vivir al borde del colapso Víctor Guillot
Vivimos al borde del colapso. La idea de que el sistema reviente ha formado parte de nuestra visión del futuro más apocalíptico. Está en nuestros relatos fundacionales, desde San Juan de Patmos, pasando por El Bosco, hasta llegar a nuestros días con momentos cinematográficos como la luterana Melancolía de Trier, la católica 4:44 último día en la tierra de Abel Ferrara o la ecuménica y nunca suficientemente reconocida El día de mañana de Roland Emmerich. Nuestra civilización ha venido anticipando recurrentemente el colapso de la humanidad con la caída de Babilonia o la destrucción de Kripton. El fin del mundo nos persigue desde el Génesis. Como diría el desaparecido Fredric Jameson, podemos imaginar el fin del mundo antes que el final del capitalismo. El cine y la ciencia ficción nos han contado este relato de millones de maneras diferentes y todas similares y lo seguirán haciendo, afortunadamente, con la misma vocación original de profecía autocumplida.
Pero la idea de vivir en colapso, además, ha ido tomando las maneras de lo cotidiano. El colapso ya no es solo una trágica suspensión del tiempo como sucedió con el atentado de las Torres Gemelas, o un reseteo del sistema, tal y como ocurrió con la caída de Lehman Brothers y la crisis económica que le siguió. A diferencia de entonces, el colapso parece coexistir con nosotros, como si viviera adherido a nuestro tiempo. En su último single, Poquita fe, el músico Ángel Stanich nos habla de su colapso personal que es, por extensión, un colapso colectivo, global y, sobre todo, sentimental. Este tiempo colapsado que produce efectos secundarios. Como diría el pucelano, vamos por la vida cual Miyazaki mal dibujado. El armageddon ha conquistado disimuladamente las colinas de la costumbre. Participa de cada instante con un “ya pero todavía no" que produce una enorme frustración. Lo padecemos en las colas que se forman en las calles para poder entrar a un bar o acceder a una tienda de ropa; es el mismo que nos impide caminar por las aceras, nos envuelve en masivas aglomeraciones empujadas por un instinto ferozmente consumista, la misma que convierte las plazas en gigantes sentinas donde la ciudadanía está a un paso de comerse a sí misma (como zombis) o dispuesta a huir en estampida hacia la nada, movida por el pánico. Poquita fe…
Del pequeño colapso al colapso en toda su grandeza. La invasión rusa de Ucrania, el genocidio en Gaza, el sabotaje de los gasoductos de Nord-Stream, la guerra blanca que se avecina en el Ártico y la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Donald Trump definen un cambio de época. El colapso se acelera. Es por eso que vivimos en un estado de crisis latente y constante, merced a la revolución digital, la guerra híbrida y la aceleración de la IA. Los grandes capitales han logrado construir una sociedad que ha asimilado como posible el riesgo real del fin de todo, incluso, de nuestra democracia. El colapso es también la manera con la que una ola reaccionaria global busca tumbar al sistema. Recuerden a Thanos: “Yo soy inevitable”.
En el mapa político español también han sucedido cosas. La moción de censura que llevó a Pedro Sánchez al Gobierno fue la expresión de un momento político que respondía a una seria amenaza de colapso institucional tras la declaración del 1 de octubre de 2017. El bipartidismo, con Mariano Rajoy en el Ejecutivo y el PP condenado por corrupción, también colapsó inmediatamente después. Durante los últimos siete años y medio, la democracia española se ha decantado por un país plurinacional que vio en la Ley de Amnistía su mayor cristalización y un motor de progreso. La sensación de vivir al borde del colapso, sin embargo, no dejó de sentirse y creció de otros modos y maneras. Comenzó con una pandemia a la que siguió un volcán y después una guerra; continuó con el aumento acelerado de la inflación, le sobrevino una helada que paralizó Madrid y una dana mortal de la que germinó una enorme poltergeist en Valencia; en abril prosiguió con un apagón eléctrico que llevó a negro a todo un país y anticipó una guerra judicial con las principales compañías del sector energético.
El ciclo de catástrofes concluyó este verano, finalmente, con los incendios que arrasaron el Bierzo. Pero el colapso siguió su curso con formas más abstractas, oscuras y perversas: desde las más institucionales a través de un Poder Judicial que volvió a asesinar a Montesquieu este martes publicando 20 días después de conocerse el fallo la sentencia que condenó al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. Los sondeos amenazan con la venida del futuro terror de PP y Vox si los dos partidos logran superar juntos el 47% de los votos en las próximas elecciones generales. El colapso, querido y desocupado lector, aterrizó en las comunidades que han anticipado sus comicios con un nuevo ciclo electoral, surgido de la parálisis política y presupuestaria inducida por Vox y llegará también a las ciudades en las elecciones municipales de 2027.
En este 2025, hemos aprendido a vivir en el colapso: todo el mundo quieto, paralizado, bajo amenaza de estampida (…) El colapso judicial ha tomado cuerpo con esta condena al fiscal general, Álvaro García Ortiz, caballero sin espada
El colapso judicial ha tomado cuerpo con esta condena al fiscal general, Álvaro García Ortiz, caballero sin espada. Como anticipamos en esta guillotina hace unos meses, Manuel Marchena y su tribunal terminarían condenando al Caballero Blanco, provocando un colapso de nuestro sistema judicial que sólo encuentra maneras de resolver el crimen a través del Tribunal Constitucional, el órgano de garantías que preside Conde Pumpido y que no tardará en recibir otra amenaza del Supremo si decide dar amparo a su última víctima por indefensión y vulneración de la tutela judicial efectiva. Los testimonios de los seis periodistas que declararon y, especialmente, el del compañero Miguel Ángel Campos, no han convencido a cinco de los siete magistrados que ajusticiaron a García Ortiz. Marchena se escribe con M de Moriarty, el Napoleón del crimen, según Arthur Conan Doyle.
La sensación de colapso, bloqueo y autodestrucción del país también se ha adherido a la vida interna de los partidos que no son capaces de establecer pesos ni contrapesos a un hiperliderazgo que ha surgido para quedarse en plena revolución digital. Ni PP ni PSOE se escapan al colapso, como no lo lograron Podemos ni Ciudadanos ni tampoco Sumar, cojo de un pie y sin rock and roll.
Feijóo parece vivir permanentemente al borde de la quiebra política. Sucede cuando Aznar afirma que el PP debe gobernar sólo con las siglas del PP y cuando defiende, como Sánchez, que habrá legislatura larga. También ocurre cuando Isabel Díaz Ayuso se asoma a algún ventanal de la Puerta del Sol y asume el papel de lideresa de la oposición a un Sánchez asediado judicialmente. Tiembla el misterio de la derecha clásica cuando Vox crece a costa de la oposición judicial que ha liderado Feijóo y le ha llevado a ser uno de los líderes peor valorados, por detrás, incluso, de Santiago Abascal, o cuando irrumpe en el seno del PP otro nuevo caso de corrupción. Poquita fe.
La sensación de colapso también llama a la puerta de Pedro Sánchez y su partido como un fantasma de Navidad cuando acepta personalmente la responsabilidad política derivada del caso Salazar. La gravedad del monstruo que acosaba a “sus niñas” no debe hacernos perder de vista su vertiente orgánica. Puesto que desde hace siete años los golpes al Gobierno son diarios, estaríamos ante uno que parece hecho de acero inoxidable, aunque este último episodio es, quizá, el que puede abrir una fisura mortal en el PSOE y, por tanto, en el Gobierno. Cuidadito con el fuego amigo.
El colapso provocado por Salazar ha propiciado nuevas y viejas alianzas similares a las de aquellos cinco días. Poquita fe... El feminismo es una bandera necesaria, el manantial del que emanan los votos del PSOE, pero también puede ser una buena cortina de humo que intente distraernos del pretendido intento de derribo a Pedro Sánchez e iniciar un nuevo ciclo político con aquel PSOE caoba que, como Jordi Sevilla, quiere volver otra vez al bipartidismo entregando el voto al PP. Al presidente del Gobierno ya lo están acosando los suyos, o sea, los de siempre, fuego amigo, y otros que se subieron hace siete años y medio a la ola del sanchismo, Adrián Barbón, un suponer, y ahora se han bajado en la última parada ante el miedo que produce el futuro terror, o sea, el factor autoritario.
El binomio PP-Vox funciona como un desestabilizador de la senda plurinacional que tomó la sociedad española en 2018. El factor autoritario rompe consensos, alimenta esquizofrenias, se extiende más allá del Congreso o de las cámaras de representación autonómicas, alcanza al Poder Judicial y a todos sus operadores jurídicos y mediáticos, vacía de contenido el estado de derecho y sus leyes, inflama las heridas personales, se mueve en las periferias del poder con la misma soltura y ligereza que en los núcleos del Madrid D.F, sin que parezca que haya remedio o cura a este desencanto civil.
El factor autoritario empuja a una vida en el colapso, un vivir a la espera, embebida de incertidumbre y algunas pingarataes de resignación. En este 2025, hemos aprendido a vivir en el colapso: todo el mundo quieto, paralizado, bajo amenaza de estampida. El factor autoritario estrangula el sistema mientras el motor plurinacional, en cambio, busca en la resistencia extender una convivencia racional, pacífica y fluida.
Mientras empezaba a escribir este artículo, infolibre ha sufrido un ataque informático. Su cuenta en X ha estado hackeada casi un día entero. Son tiempos de colapso.
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