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Será demasiado tarde

El tosco ignorante que ocupa la presidencia de los Estados Unidos no ha rectificado aún –al menos que uno sepa– aquello que dijo de que el cambio climático era un invento de los chinos. Ni siquiera la más que razonable sospecha por la Administración Oceánica de los Estados Unidos de que la acción de los huracanes de este año se ha visto reforzada por el cambio climático, nos regala una rectificación de ese generalote de paisano que hace llorar a la viuda de un militar muerto en una acción de guerra y echa migas a los portorriqueños después de afearles que se le coman el presupuesto tras el paso del María por el estado asociado.

La Historia de la Humanidad está llena de grandes errores colectivos fruto de algunas fallas del sistema democrático, sin las cuales éste sería demasiado perfecto para ser real y, por tanto, justo. Infalible sólo es Dios, y tampoco mucho, según se sea de una u otra religión o se hable desde una cultura o una sociedad diferentes.

Uno de esos errores que necesariamente hay que aceptar es el encumbramiento de gente como Trump y otros populismos. Error grave que, sin embargo, tiene solución. Puede ser revocado en las mismas urnas que les auparon. Siempre, por supuesto, que las conserven y no les dé por destruirlas o congelarlas. Frente a la realidad de la imperfección está la de la impermanencia.

Pero hay un error colectivo, presente desde siempre aunque más difícil de justificar en este tiempo de información global y de muy difícil corrección; imposible de corregir, en realidad: nuestra huida de la Naturaleza con todo lo que lleva de incomprensión y rechazo. Nos hemos vuelto casi insensibles. Desde luego, como especie, sin el casi.

No me podré rusoniano reivindicando la vuelta a la Naturaleza ni levantaré la bandera del radicalismo vegano –que me parece muy bien, ojo, pero ni comparto ni veo saludable–, pero conviene que en algún momento nos detengamos a mirar alrededor y seamos capaces de contemplar nuestro entorno no urbanita y cómo nos estamos relacionando con él.

Los montes de Portugal, Galicia o Asturias despoblados a fuego rápido el pasado fin de semana son un buen escenario. Y aunque llevan décadas de tradición incinerante, parece que es ahora, a la vista de la brutalidad de lo allí vivido, un buen momento para ese vistazo aunque sea figurado, mental, aunque no podamos estar allí para oler y tocar la desolación y la muerte.

Muerte de seres humanos, pero también de vida animal y vegetal que tiene tanto derecho a ocupar la tierra como nosotros aunque no sea capaz de roturarla, cultivarla y repartirla.

La explotación incontrolada, la industrialización sin criterio, el cultivo turístico capaz de matar la gallina de los huevos de oro con su miopía insostenible son origen y muestra a la vez de la insensibilidad ante la Naturaleza. Tan cortos somos que nos cargamos nuestra despensa sin darnos cuenta que la única alternativa al hambre puede llegar a ser la intoxicación.

Ahora, ante los fuegos del norte, nos echamos las manos a la cabeza, pero llevamos décadas de maltrato ciudadano, de egoísmo de especie y de pésima gestión política de lo que de forma tan rimbombante llamamos recursos naturales, que no es otra cosa que lo que nos da y mide nuestra calidad de vida.

Quien llama terroristas a los que queman los montes acaso debió pensar ya hace años en gestionarlos con una protección verdaderamente eficaz, en proponer leyes que castigaran de verdad los atentados contra la Naturaleza, en preservar la riqueza de todos de los que la destruyen para aumentar la suya. Y los negacionistas tirarse del guindo o de la cómoda palmera y romperá con esa visión optimista que ha dado hilo argumental a quienes son incapaces de comprometerse a limitar los daños de nuestra civilización excesiva para poder preservar la tierra del cambio climático.

Un cambio que está aquí ya, que tiene que ver con la virulencia de los incendios de estos días por el ambiente seco insólito en estas fechas y por el viento arrastrado por la cola del huracán Ofelia, anotado junto a otra decena de grandes huracanes de este año mucho más dañinos que nunca precisamente por ese cambio climático ya innegable. Y, lamentablemente, imparable.

Perdemos el tiempo en intensas y estériles polémicas políticas. Todos caemos en esa trampa de lo que consideramos trascendente e inmediato. La mirada a lo urgente nos está apartando de lo importante, que es la tierra. O mejor, la Tierra con mayúsculas, el planeta, su futuro, su supervivencia, la nuestra.

Debe ser que los tiempos de la Naturaleza son más largos y sus espacios inmensos, debe ser que nos falta la perspectiva. Pero como no nos pongamos las pilas, vamos a terminar contándole a nuestros nietos que por aquel arenal en cuesta hubo un día árboles y por el fondo del barranco corría agua clara. Ante sus ojos de estupor nos arrepentiremos de haber perdido el tiempo. Pero ya será demasiado tarde.

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