Telepolítica

¿Por qué siempre ganan los malos?

Quienes hemos colaborado de una manera u otra a promover la creación de series y películas tenemos una deuda pendiente con la sociedad. Hemos cometido un grave error. Con el deseo de agradar al espectador y de buscar empatizar con sus ilusiones y esperanzas, se ha recurrido habitualmente a buscar finales felices para cerrar las historias de ficción. Especial daño se ha hecho a los niños y jóvenes a quienes hemos educado de forma equivocada en un modelo de vida inexistente. La verdad hay que decirla bien clara: en realidad, son los malos los que siempre ganan. O al menos, casi siempre.

No es casual que todas las culturas represoras, desde el macartismo estadounidense hasta el mismo franquismo, además de censurar cualquier atisbo de activismo social, impusieran la obligación de incluir finales felices en las películas. Se intentaba transmitir la sensación de vivir en un mundo justo en el que después de todo conflicto o sufrimiento, la justicia se imponía y los buenos salían victoriosos. Sabían perfectamente lo que hacían.

Lo de estos últimos días en España se ha convertido en un inesperado festival de exhibición del malismo como forma de vida imperante. Hay quien pretende vendernos que todo esto no es más que la prueba de que el sistema funciona y que quien la hace la paga. Aunque soy un optimista empedernido, creo que estamos ante la evidente constatación de que los corruptos profesionales son los que tienen el control. Tanto es así, que sólo se les descubre cuando, en pura práctica de la impunidad, cometen algún error por exceso de confianza o porque alguien de su entorno decide delatar la actividad en venganza por alguna cuita pendiente.

La verdad es que viendo cómo funcionan estas tramas mafiosas resulta realmente meritorio poder acabar con ellas. La parte decente de la policía, Guardia Civil, fiscales y jueces tiene muy bajo reconocimiento social para la titánica tarea que desarrolla. Lo normal es que salieran derrotados en la mayor parte de ocasiones. De los malos, conocemos algunas de sus fechorías cuando son descubiertas y, en ocasiones, llegamos a sacar a la luz algunos de sus métodos de trabajo. Personalmente, tengo que reconocer que me impresiona y me asusta su absoluta dedicación a las tareas delictivas. Creo que, algunos de ellos, si ocuparan la mitad del tiempo que dedican al pillaje a desarrollar actividades legales podrían llegar a ganar aún más dinero.

Nuestros corruptos más destacados delinquen desde la mañana a la noche. Se reúnen a diario con personajes de calaña similar para tramar sus fechorías. Planifican los golpes con altos grados de sofisticación. Es verdad que, a la vez, siempre subsisten chapuceros en el negocio como parece entreverse en las macarras y horteras andanzas de personajes como Granados. Sin embargo, hay auténticas eminencias del saqueo como aquellas de las que se acusa a Rato. Toda una vida dedicada al robo y al camuflaje de los golpes, pero a la vez manteniendo las apariencias hasta como vicepresidente de Gobierno o dirigiendo el Fondo Monetario Internacional. O qué decir de las acusaciones contra la familia Pujol, donde su pasión por el latrocinio tendría que aparecer con seguridad en el ADN de todos sus miembros.

Especialmente asombroso es todo lo que rodea a Ignacio González. Según los indicios que se presentan estos días, su entrega al delito muestra una auténtica pasión por el ejercicio del hurto organizado. Por lo que empieza a aparecer en las informaciones que se filtran, estamos ante una eminencia de la extorsión. Sería un Ironman de la corrupción. Ha cultivado la delincuencia en casi todas sus modalidades. Presuntamente, ha manejado como nadie sus contactos políticos, judiciales, empresariales, policiales y mediáticos al servicio de un único fin, la apropiación de bienes ajenos. Cada día busco con expectación la reproducción de sus apasionantes conversaciones grabadas. Son espectaculares. Sólo espero poder escucharlas con su propia voz para admirar los matices que su conocida y proverbial desfachatez deben aportar.

Todas las informaciones que se han ido difundiendo en estos últimos años componen un completo curso sobre técnicas de corrupción política. Algunas de las materias que formarían parte de este auténtico máster universitario resultan especialmente complejas. No están al alcance de cualquiera. Por eso, es necesario contar con la colaboración constante de profesionales de un elevado nivel de conocimientos y, consecuentemente, muy bien pagados: Bufetes de abogados, especialistas en ingeniería fiscal, manipuladores de la contabilidad financiera, expertos en creación de empresas off-shore, reclutadores y adiestradores de testaferros, eminencias en la fabricación de laberintos societarios inaccesibles, etc. Para delinquir a este nivel es evidente que se requiere un alto grado de amoralidad al alcance de muy pocos. Pero, además, hay que asumir que para jugar las ligas mayores de las que hablamos, hay que tener auténtica vocación, ambición y dedicación a esta peculiar tarea.

Por estos motivos, defiendo que lo normal es que casi siempre ganen los malos. Pensemos un momento en la desproporcionada batalla que se plantea. En una de las grabaciones de Ignacio González se lamentaba, con toda lógica, de cómo era posible no poder seguir actuando si controlaban el Gobierno, las instituciones del estado y los medios de comunicación. No resultaba coherente que todo se viera dificultado por la insistencia de un simple juez suplente empeñado en entrometerse. Por supuesto, ya se estaba diseñando un plan para ponerle freno en el que se esperaba contar con la estrecha colaboración del Ministro de Justicia y del fiscal Anticorrupción.

Desde que nacemos, el sistema nos enseña qué debemos hacer para ser buenos conciudadanos. Formar parte de la mayoritaria sociedad de la gente buena consiste, según los cánones establecidos, en levantarnos cada mañana, interesarnos por nuestra familia y dedicarnos a estudiar o a trabajar. Es importante cuidar de los nuestros, atenderles en sus necesidades y proveerles de aquello que requieran para subsistir. Además, debemos no crear problemas, no alterar el orden establecido y no acercarnos a lugares conflictivos. Al acabar la jornada, debemos volver a casa, cenar, ver un rato la tele y no acostarnos tarde que hay que madrugar al día siguiente. Si queremos ser buenos con nota, el sistema nos aconseja dar parte de nuestro dinero a causas nobles que luchan por ayudar a resolver los problemas que el propio sistema crea, como la pobreza infantil, la destrucción del medio ambiente o la ayuda a las víctimas de los conflictos bélicos. Y ya, para los que busquen un reconocimiento post mortem existe la posibilidad de la práctica religiosa que requiere cierta dedicación de tiempo y la aceptación de unos principios morales más o menos complicados de seguir ¿Alguien en su sano juicio puede creer que de esta manera podemos ser capaces de crear un ejército de personas nobles y bondadosas capaces de enfrentarse a los malos de verdad? ¿Con semejante entrenamiento? Lo normal es que nos arrasen.

La sucesión de escándalos de corrupción sacados a la luz por la eficacia de los cuerpos de seguridad del Estado y de algunos jueces y fiscales ejemplares, con la colaboración de algunos medios de comunicación, ha extendido una evidente situación de alarma social que reúne tres sentimientos aparentemente contradictorios:  

  •  Un cierto alivio derivado de ver que algunos corruptos de altos vuelos están en el foco de la ley.
  •  La profunda indignación generalizada empieza a ser sustituida por un preocupante hartazgo de buena parte de la población, cansada de la reiteración de escándalos protagonizados por políticos corruptos y empresarios corruptores que hacen una execrable utilización de su privilegiada situación.
  •  Una creciente preocupación de cara a los procesos judiciales venideros derivada de la falta de seguridad de que el sistema judicial sea capaz de castigar con justicia a los delincuentes implicados en tantos escándalos.

Estos tres sentimientos entremezclados de alivio, hartazgo y preocupación completan un estado general de esquizofrenia social que nos impide ser capaces de superar racionalmente la extendida crisis de confianza en el modelo político que nos gobierna.  La sociedad civil no tiene procedimientos adecuados para hacer frente a la maldad organizada. Los estamentos dedicados a la persecución y castigo del delito carecen de los recursos necesarios para afrontar esa batalla. Supongo que no es casual. Lo más dramático del asunto es que acabar con la corrupción no debería ser especialmente complejo. Bastaría con contar con poderosas instituciones independientes dotadas de elevados recursos económicos. Además de su eficacia social, sería de una gran rentabilidad económica. Esos recursos los cubriríamos sobradamente con los bienes que evitáramos que robaran.

Pero este tipo de medidas no van a tomarse si no hay una presión social que lo empuje. Se hace necesaria más que nunca la participación en la vida política a través del voto, la presión a los partidos y, en definitiva, una sociedad más activa y reivindicativa dispuesta a enfrentarse a los problemas, en contra de lo que nos han enseñado a hacer. Tenemos que crear fuerzas del bien capaces de vencer a los ejércitos del mal.

Martin Luther King, antes de que lo asesinaran, realizó una intensa actividad de protesta y lucha frente a la injusticia. Han quedado para la historia muchas de sus frases más célebres. En una ocasión, defendió lo siguiente: “Aquellos que aman la paz deben aprender a organizarse tan eficazmente como hacen aquellos que aman la guerra”. Estos días, cuando termino de ver las noticias en televisión, se me viene a la cabeza obsesivamente ese pensamiento.

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