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Ideas Propias

Compasión

Baltasar Garzón Ideas Propias.

El sentimiento de tristeza que produce el padecimiento de alguien, que impulsa a aliviar su dolor, a remediarlo o a evitarlo, se denomina compasión. Hay otra emoción que es la que lleva a interesarse por los demás y desear ayudarles, sobre todo si están muy necesitados. Se llama caridad. Ocurre que, en ocasiones, la caridad se mercantiliza y se convierte en moneda de cambio para conseguir bienes mayores, como la salvación en el caso de determinadas religiones o una repercusión en la imagen personal. Por supuesto, hay muchas personas verdaderamente caritativas que sostienen a gran número de ciudadanos en situación precaria y que hacen realidad aquel mandato bíblico que reza: "No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha". Se trata de no jactarse de las buenas obras ni enrostrárselas a nadie en búsqueda de favores. La verdadera caridad no espera recompensa, pues precisamente proviene de la compasión. Estos son, entonces, dos elementos genuinos de lo mejor del ser humano, la caridad, en el puro significado de amor, y la compasión, que proviene de la empatía.

Basta con mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta que de compasión estamos muy necesitados en la sociedad actual, en la española y en la internacional. Sin esta emoción que lleva a que nos pongamos en la piel del otro (mi patria es el otro) no sería posible la solidaridad, y la justicia se convertiría en una cáscara de nuez vacía, ya que la aplicación elemental del Derecho, sin alma, convierte en un mero tecnicismo la acción de los jueces, un simple enumerado de artículos y normas deslavazadas, interpretadas según el sesgo ideológico de unos u otros, y aplicadas atendiendo más a la oportunidad que al bien general de la ciudadanía.

Soy incapaz de seguir las sesiones de control parlamentario, donde se comprueba la ramplonería de un grupo de políticos sin liderazgo moral alguno, que se conducen a golpe de impulsos, de insultos y descalificaciones mutuas y olvidan la razón por la que están ahí. No son compasivos, ni siquiera se plantean la defensa de los intereses de quienes representan, sino los propios. Mientras tanto, leo en la prensa asuntos que me estremecen y me hacen sufrir (por doler me duele hasta el aliento) y que deberían dar pie a una reacción multitudinaria: en España las noticias de la aparición del cadáver de una de las pequeñas a las que su padre presuntamente secuestró y asesinó en Tenerife o la de la menor de 17 años y madre de un niño de cuatro meses, muerta y descuartizada a manos de su pareja, que deberían levantar las conciencias de todos aquellos que todavía denostan la lucha contra la violencia machista y patriarcal y que, sin embargo, sabemos que no pasarán de ser una anécdota que desaparecerá el domingo gracias a la manifestación en la madrileña plaza de Colón contra los previsibles indultos del procés que ocupará toda nuestra atención. La referencia a los desahucios se va convirtiendo en un mantra en el que solo las cifras importan, y no las ilusiones y esperanzas rotas por los desalojos, como si la vivienda no fuera un derecho humano. En un Estado europeo como el nuestro, que se autodefine como democrático y "social" de Derecho, debiera estar prohibido todo desalojo sin solución habitacional. Lo contrario es producir en masa miles de vidas truncadas. Lo propio acontece con los muertos y enfermos por la pandemia, que se han convertido en simples datos estadísticos de un parte cotidiano en el telediario. En el mundo aparecen como en una panorámica noticias perturbadoras. Solo esta semana tenemos asesinatos a sangre fría en Afganistán; una mujer salvadoreña sale de prisión tras una condena de 30 años por abortar de forma natural; en Honduras la ONU pide garantías de independencia judicial en el proceso contra los presuntos responsables del asesinato de la activista indígena Berta Cáceres; han quemado a un joven homosexual en México tras torturarlo por revelar que padecía VIH…  Frente a esto, ¿nos escandalizamos? ¿Nos preguntamos por un momento qué historias se esconden detrás de cada una de esas víctimas? La respuesta es tan dura como negativa: tenemos otros problemas más urgentes, otras prioridades, quizás preparar unas merecidas vacaciones después de tanto encierro.

El sufrimiento del otro

¿Hasta qué punto estamos perdiendo la capacidad de sentir compasión? El 2 de septiembre de 2015 un niño sirio de tres años, Aylan Kurdi, apareció ahogado en una playa turca estremeciendo a las buenas personas del mundo. En mayo de este año, Marruecos envió a Ceuta, como forma de presión, a un millar de críos, que atravesaron a nado o como pudieron los 200 metros de mar que distancian nuestro vecino país de la playa española del Tarajal. De la oleada de indignación del pequeño sirio a la reacción ante la indefensión de tantos niños utilizados de la manera más miserable, han pasado casi seis años y se detecta un mayor grado de apatía. La compasión inicial se tornó rápidamente en reproche contra el Gobierno y un linchamiento en redes sociales a una joven cooperante de Cruz Roja.

¿Qué ha ocurrido en estos cinco años largos para que nos haga menos mella el sufrimiento de los otros? ¿Ya no nos importan los niños que se ven forzados a migrar de su país a costa de su seguridad e incluso de su propia vida? ¡Pero si son niños, por favor, que son niños! Niños que piden a gritos tener un futuro, una vida que vivir. 

Lo que ha cambiado en un lustro es la irrupción de la ultraderecha que en este tiempo se ha organizado para lanzar un mensaje internacional, matizado con la idiosincrasia propia de cada país, identificando a los migrantes con delincuentes y seres poco menos que infrahumanos causantes de todas las desgracias, que introducen a los terroristas en los países a los que se dirigen y atentan contra la soberanía nacional. Hablan incluso de "invasión". Con la paciencia del martillo contra el hierro, Vox disemina su odio contra los menores no acompañados, criminalizándoles y tratándoles con el despectivo apelativo de "menas", como sinónimo de un peligro evidente.  Con su insistencia logran poco a poco el objetivo de despojarles de su auténtica realidad, ni más ni menos que niños desamparados, sin familia, en muchas ocasiones con un idioma diferente, que deberían estar protegidos por los adultos y por las instituciones que componen la administración estatal, autonómica y local. 

Es urgente reaccionar

La ultraderecha es muy eficiente normalizando el pensamiento del odio e incluyéndolo en el acervo cotidiano. Por el camino van hiriendo de muerte el humano sentimiento de la compasión. En cuanto a la caridad, suelen utilizarla para sus propósitos, conjugando la bondad que hay en la ayuda al necesitado con la irritación ante aquellos "extraños indeseables" que supuestamente nos quitan lo que es nuestro. Los españoles primero, o en su versión estadounidense America First.America First

De una forma u otra la ultraderecha consigue que estemos permanentemente pendientes de lo que solo a ellos les interesa, distrayendo la atención pública de lo verdaderamente importante. En el debate público hay cada vez menos argumentos, valores e ideas y más descalificaciones, ofensas e insultos. La presencia de las emociones se ha convertido en el mecanismo para someter aquellas iniciativas que comporten costes a la ciudadanía. Cualquier sacrificio es rechazado y tildado de socialista o colectivizante. La manipulación del lenguaje y los conceptos se ha tornado en el centro de la cuestión. Pero, desde luego, el cambio de este estado de cosas no va a venir desde las estructuras institucionales que, incluso, se sienten cómodas en esta ambigüedad, sino del sentimiento compasivo y solidario de la sociedad, de su necesidad de asumir los retos y desafíos que nos aguardan; de compartir los espacios que disfrutamos y que no nos pertenecen si no es para ofrecerlos a quien los necesita para sobrevivir; de respetar la diversidad y la diferencia sumándolas en una construcción de país en el que vivamos en armonía, igualdad y de forma sostenible. No hay otra alternativa, ese es el camino.

Esperando a los bárbaros

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Y para ello es necesario conocer al otro, entenderlo y actuar para evitar o mitigar su sufrimiento. No olvidemos que la base de los sentimientos que dotan de plenitud a las personas y el primer paso para combatir la injusticia y la impunidad es la compasión.

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Baltasar Garzón Real es jurista y presidente de Fibgar (www.baltasargarzon.org).

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