La dialéctica de los desleales
Van ustedes a permitirme que vuelva a Schopenhauer al hilo del cara a cara televisivo de quienes se presume son los principales candidatos a la presidencia del Gobierno al que asistimos hace unos días. Pues bien, nos decía el filósofo mencionado que hay que tener mucha sangre fría para soportar los ataques personales y responder ante las mentiras reconduciendo el debate y devolviéndole al análisis objetivo y serio de las cosas discutidas. Esto sucede en las relaciones personales, sociales, profesionales y políticas.
Me reconozco en esa dificultad, y reconocí también al actual presidente del Gobierno en la contienda preelectoral de la otra noche. Nadie es de hierro, incombustible, indeleble ante la lanza ajena cuando desgarra tu propio cuerpo. Ni siquiera quien lleve labrada una larga carrera política, que por definición supone ubicarse en una diana pública. Es muy difícil día tras día asimilar que tu propio apellido se convierta en un significante vacío, pero identificado con lo peor. Para cada uno lo que entienda por lo peor: desde el terrorismo a la arrogancia, pasando por el egoísmo y la crueldad. Es una tarea de titanes salirte de tu propia existencia para mirando desde fuera simplemente impugnarlo, y centrarte en los temas relevantes, que en ningún caso pueden pasar por una sola individualidad. Una unidad de persona democráticamente elegida, legítimante investida y controlada en términos institucionales, se convierte por obra y gracia de la demagogia tacticista en la encarnación del mal. No es baladí en este sentido el paralelismo pretendido entre el sanchismo y el franquismo. Caben pocos agravios más sangrantes para un demócrata, y para todo el sistema que con sus contrapesos y sus imperfecciones se reivindica como tal. No obstante, el aparato mediático, ideológico y desde luego económico de este país no ha dudado ni un segundo en impugnar el sistema con tal de recuperar el poder.
Es muy difícil día tras día asimilar que tu propio apellido se convierta en un significante vacío, pero identificado con lo peor
A partir de aquí, la incapacidad de respuesta ante una auténtica riada de falsedades, inexactitudes, evasivas o directamente mentiras forma parte del efecto deseado. Si se impugnan los datos oficiales, se desgranan otros al más puro estilo de las fantasías animadas, ustedes verán cómo se puede contestar a eso, cómo superar el estupor ante el más mínimo sentido de respeto a la realidad objetiva, que puede ser discutible en cuanto mejorable, pero no debe desaparecer sin más. Permítanme lamentar con profundidad la ausencia de asunción y respeto a las más de 1.200 mujeres asesinadas por el hecho de serlo, a la negación del machismo mismo por la vía de la retórica y del acuerdo con negacionistas. Creo que ahí, sí, perdimos todas. Perdieron también los miles de ancianos que se dejaron la vida en la pandemia ante políticas crueles; perdió la esperanza de una sanidad mejor en análisis científicos y en humanidad, perdió la escuela pública; perdió la cultura.
Claro, también ayudó al desastre colectivo la ausencia de reglas mínimas de respeto, de empatía con los problemas reales de una mayoría social que necesita referentes para seguir avanzando, de soluciones concretas para sus dificultades cotidianas. La frescura no es tal si ampara la mentira o si encubre los bulos. Proponer cosas absurdas, legalmente imposibles, o socialmente inconvenientes y perjudiciales para la ciudadanía de a pie, parece ser el camino para ganar el espectáculo del debate. Que las urnas se apiaden de nosotras y nos pillen confesadas. Que la dialéctica, como la capacidad de defendernos frente a los otros, especialmente a los desleales, nos ampare.
____________________
María José Landaburu Carracedo es doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.
Lo más...
Leído