La palabra medicalizar no existe; el verbo abandonar, sí Benjamín Prado

“El olvido es la negación de la naturaleza humana. Olvidar conlleva la necesidad de recordar” (Baltasar Garzón)
El cinco de abril de 2020 publiqué en infoLibre estas palabras: “Me encuentro todavía convaleciente, aislado en una habitación; ya en casa, afortunadamente. He sentido, como tantos otros, no solo los síntomas, que poco a poco van remitiendo, sino también la soledad, sin poder ver los rostros, pero sí la mirada de quienes se ocuparon de mi salud.”
Hoy, aún con duras secuelas, soy afortunado, pues sufrí una situación muy grave y puedo dar gracias por contarme entre los supervivientes de la mortal epidemia de coronavirus, denominada COVID-19 que, hasta el 29 de noviembre de 2023, se cobró la vida de casi 122.000 compatriotas dentro de la tremenda cifra de cerca de catorce millones de casos confirmados en la misma fecha.
Entre los fallecidos, destacan en porcentaje los veteranos, los y las mayores, más vulnerables a la acción del virus. Y de todos ellos, 7.291 residentes en centros dependientes de la Comunidad de Madrid, que murieron en soledad, negándoles la asistencia sanitaria mínima, encerrados, apenas asistidos por quienes les cuidaban, sin la mano amiga o, al menos, la voz a través del teléfono que les acompañara en el tramo final de su vida, en base a un protocolo dictado por los responsables autonómicos que obviaba la derivación a centros sanitarios (con excepciones si el paciente tenía un seguro privado). La economía y la soberbia dictaron la línea fronteriza entre esta vida y la muerte, una aberrante decisión aún más dolorosa al escuchar, años después, la observación de la máxima dirigente de este territorio, Isabel Díaz Ayuso, en la Asamblea madrileña: “No se salvaban en ningún sitio”.
Una justificación la de la presidenta que peca de desprecio, mesianismo e insensibilidad, muy característica en quien es sierva del bulo, la manipulación y la mentira. El poder sobre el destino de los demás, la ausencia de interés por su integridad, la cosificación de los seres humanos que, en el último tramo de su vida, no son útiles y, por tanto, sobran.
Siempre me han repugnado aquellos que siendo servidores públicos no agotan hasta el último milímetro de su energía en cumplir con su deber en cada área de sus respectivas responsabilidades. Por ello cuando de Justicia se trata, las omisiones de quienes ostentan el título de jueces o fiscales resaltan mucho más y la mala praxis se hace más evidente y grosera. Así, cuando la presidenta de la Comunidad madrileña, señora Díaz Ayuso, se expresaba con esa desvergüenza, probablemente debía ser porque se sentía amparada por determinados representantes de la mala justicia. Me remito, sin ir más lejos, a julio de 2022, cuando la sala octava del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, con el voto en contra de dos de sus magistradas, exoneraba al equipo de gobierno de Madrid por la gestión que hizo de las residencias durante la primera ola de la pandemia. Concluían que el hecho de que la administración regional no medicalizase varios geriátricos del municipio madrileño de Alcorcón pese a las continuas peticiones del consistorio no merecía reproche. En la sentencia se exponía que las diferentes órdenes emitidas sobre la atención sanitaria en estos centros no establecían obligaciones concretas y específicas exigibles a las autoridades sanitarias de la Comunidad de Madrid. O cuando la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia archivó las diligencias de investigación sobre las muertes en las residencias de mayores, despreciando cualquier derecho de las víctimas y favoreciendo a quienes obviaron las necesarias medidas de prevención, sin apenas haber indagado sobre las eventuales responsabilidades penales que podrían existir. Este manto de sospecha se hace tremendamente denso, con el paso del tiempo.
Siempre me han repugnado aquellos que siendo servidores públicos no agotan hasta el último milímetro de su energía en cumplir con su deber en cada área de sus respectivas responsabilidades
Debe de ser tal sensación de impunidad emanada de la justicia el factor que envalentona a la mandataria para soltar, aún hoy, despropósitos tan hirientes como el que se atrevió a excretar el 20 de febrero de 2025 en plena sede parlamentaria regional. Fue allí donde la excelentísima señora presidenta de la Comunidad de Madrid acusó a las portavoces del PSOE, Mar Espinar, y de Más Madrid, Manuela Bergerot, de estar "siempre con las mismas mierdas" después de que la reprochasen por las 7291 personas fallecidas en residencias de mayores durante la pandemia. "Siempre nos están criticando con lo mismo, siempre nos están llevando con las mismas mierdas", dijo para denigración de las víctimas, bochorno de los presentes y quiero pensar que incluso para alguno de su propio partido. Comprendo que esta mandataria popular esté muy nerviosa por todas las circunstancias que rodean su vida en otros ámbitos que la afectan, pero eso no implica que la justicia se inhiba de investigar hasta que no quede duda sobre que las víctimas no fueron abandonadas a su suerte, como aparenta. La justicia es un bien preciado, es un derecho de la ciudadanía y no puede ser considerada como un privilegio de unos pocos y un mecanismo de discriminación.
El ejemplo de Ayuso parece crear escuela. Miren, entre otros, el caso de la directora de Salud de la Junta de Castilla y León que ha dimitido (o la han dimitido, a saber) tras asegurar que el Covid-19 “no fue una pandemia de gran gravedad”.
No se puede alegar inconsciencia. Tales opiniones, provenientes de cargos públicos, se traducen en una sola palabra: maldad. Al menos, en este caso, se ha reaccionado ante la denuncia pública con la dimisión aplazada de aquella.
¿Qué nos está pasando? En ese artículo con el que iniciaba este texto, yo compartía mi agradecimiento a cuantas personas se habían preocupado por mi salud y en particular, recordaba “el grito que mis hermanos mapuches de Chile, que me dejaron grabado en un vídeo, y la invocación a los ancestros y a la Madre Tierra, de mis hermanos quechuas, aimaras, nasa, coconucos, arhuacos y todos aquellos que están en los lugares más recónditos de los Andes. Me han dado nueva vida y, una vez más, soy consciente de su maravillosa cosmovisión, de la cual el mundo occidental debe aprender si quiere de verdad enmendar el rumbo”.
Como yo, millones de españoles y millones de ciudadanos del mundo salieron de la terrible experiencia con el corazón encogido por la tragedia, el ánimo confundido por la reclusión y la esperanza de poder iniciar un tiempo que nos hiciera mejores tras haber sobrevivido.
Cinco años después, me siento sobrecogido por cómo hemos olvidado a los héroes sanitarios que nos salvaron; a los anónimos taxistas que se dedicaron a trasladar enfermos de forma altruista; a quienes hacían la compra para los vecinos que no podían salir a la calle; a tantas personas que aportaron su voluntad, su esfuerzo y su trabajo en favor de los otros. Ya no recordamos los aplausos por la tarde, que nos unían como país de la mejor manera posible. Ni los esfuerzos titánicos del Gobierno por conseguir mascarillas, o pruebas diagnósticas o equipos de protección para los hospitales, la policía, el ejército y la ciudadanía. Todo se va esfumando de la memoria. Como se ha borradon la angustia y la incertidumbre que generó la propia pandemia.
Quizás el olvido, al menos para algunos, es una necesidad para continuar viviendo con cierta esperanza en los tiempos complejos y difíciles que nos aguardan, pero la preocupación, o incluso el miedo al porvenir, no nos pueden llevar a la insensibilidad, la indiferencia y la dejación de nuestro compromiso militante contra quienes propagan y defienden la intención de borrar el recuerdo. Ello nos convertiría en coadyuvantes de los que negaron la evidencia entonces y procuran exterminar ahora la confianza en una convivencia pacífica y sostenible. O en cómplices de aquellos otros que se aprovecharon de la pandemia, transformándola, cinco años después, en una especie de símbolo de la trapacería de cuatro sinvergüenzas que se hicieron ricos trapicheando con la desgracia. Y, también, en una causa más para que el PP, eterno candidato a la Moncloa, acuse de “corrupción” al Gobierno, apoyado por VOX, que, ya en plena crisis, hizo todo cuanto estuvo en sus manos para reventar cualquier indicio de solidaridad. Recuerden aquellas caceroladas en la zona de la milla de oro madrileña para acallar los gritos de ánimo de la ciudadanía.
En lo personal, dejé clara mi opinión en estas mismas páginas el 24 de marzo de 2020: “La derecha ha hecho mucho daño a los vulnerables, con una reforma laboral supeditada a los intereses de las entidades financieras y de las empresas, que diezmó la capacidad de mantener una vida digna de las familias abocando al deterioro social y a la pobreza. Esto hace que me pregunte qué habría sido de nuestro país en esta misma situación de enfermedad, si la derecha y su indispensable socio de la ultraderecha se vieran al frente del Gobierno. Lo primero son los derechos humanos. Sin ese requisito no hay más que hablar…”
Tal afirmación sigue hoy más vigente que nunca, cuando nos sobrevuelan las ideologías extremas, envalentonadas por el máximo dirigente estadounidense Donald Trump, quien ha dejado clara su postura al nombrar secretario de Salud a Robert F. Kennedy, un reconocido antivacunas que hace unos días recomendaba vitamina A para combatir un brote de sarampión, mientras en Texas se alarmaban ante la muerte, por esta enfermedad, de un niño no inmunizado.
El tiempo corre tan deprisa y los acontecimientos se suceden de tal manera, que las situaciones se superponen sin tiempo casi de reflexionar. No puedo evitar pensar con aprensión cómo afrontaríamos de nuevo una enfermedad de tal calibre cuando nos encontramos con determinados líderes políticos (que todos conocemos) y quienes les asesoran alzando el brazo al estilo nazi, ayudándoles a llenar sus bolsillos hasta la aberración. Son aquellos que forman parte de ese club super exclusivo y oligárquico de la propia oligarquía que pretende gobernar el mundo desde una óptica proteccionista, insolidaria y negacionista de derechos consolidados para colectivos como el de los migrantes, a los que encierran en centros de detención para terroristas; les abandonan en los desiertos más inhóspitos o dejan que mueran en el mar o en las estepas, sin auxilio humanitario alguno… Pero, sobre todo, mostrando un tremendo desprecio y abandono hacia los más vulnerables.
Los nuevos señores del mundo son racistas, xenófobos, desprecian a las personas por su género o su pobreza, exprimen a los trabajadores, consideran lícito apropiarse de aquellos territorios que les interesan…
Los nuevos señores del mundo son racistas, xenófobos, desprecian a las personas por su género o su pobreza, exprimen a los trabajadores, consideran lícito apropiarse de aquellos territorios que les interesan, expulsando a sus legítimos moradores y no tienen escrúpulo alguno en masacrar a niños, ancianos o miembros cualesquiera de la sociedad mediante la fabricación y comercio de armas de destrucción sistemática de vidas, ecosistemas y futuro.
En este nuevo orden mundial que pugna por formalizarse, escucho con inquietud lo que plantean las naciones europeas, atiendo a las razones poco convincentes de por qué es necesario incrementar el presupuesto de Defensa y siento el escalofrío de ver que el conflicto bélico puede extenderse envolviéndonos en una telaraña letal. Quizás sea porque no formo parte de la inercia belicista desencadenada hace tiempo por los errores de unos y la ambición de otros. Tal vez porque mi aspiración de comprensión de la raza humana (probablemente utópica), me ata a la creencia y demostración reiterada de que la máxima ya antigua de Flavio Vegecio (siglo IV d. C.) actualizada por George Washington (siglo XVIII), de que la mejor forma de consolidar la paz es prepararse para la guerra, no es la más acertada, frente a quienes optamos por el sector mucho más pacifista.
Un sector que abanderan quienes como Benjamín Franklin (siglo XVIII) afirman: “O caminamos todos juntos hacia la paz o nunca la encontraremos”; o como Nelson Mandela (siglo XX) con su sabia aseveración: “Los pueblos alzados en armas jamás alcanzarán la prosperidad”.
Estimados lectores, no tengo duda de que el olvido lleva a la indiferencia; la indiferencia deja el camino libre a la mentira y por esa vía entran los jinetes que propugnan el apocalipsis de la democracia. Y lo malo es que cinco años después de aquella terrible experiencia, no somos mejores, como muchos esperábamos.
El olvido es la negación de la naturaleza humana. Olvidar conlleva la necesidad de recordar. Estamos hechos de una materia en la que se confunden los fluidos positivos y los negativos en un difícil equilibrio que nos somete a una lucha constante para que los segundos no se impongan a los primeros.
Hoy por hoy, el fiel de la balanza se está inclinando peligrosamente, igual que el reloj del fin del mundo, hacia el lado oscuro y negativo. Por eso la memoria es fundamental para reequilibrar esa tendencia. Perder la memoria, en este campo como en muchos otros, significa dejar vía libre a quienes quieren apropiársela para remodelarla y corromperla a su antojo.
Intentemos recuperar aquel sentimiento de fraternidad que vivimos entonces y que es imprescindible en todos los campos para que este mundo sea más habitable. Y, desde luego, hagamos frente a quienes con sus infundios y manipulaciones pretenden reducirnos a una especie de limbo negacionista, haciendo frente, hombro con hombro, a esta nueva epidemia que se nos viene encima. No hay que dar tregua a los malvados.
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Baltasar Garzón Real es jurista y autor, entre otros libros, de 'Los disfraces del fascismo'.
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