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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

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El vaciado del independentismo

Manuel Cruz Ideas Propias

Convendría que los árboles del alboroto provocado hace unos días por la detención/retención de Carles Puigdemont en Cerdeña no nos impidieran ver el bosque de la evolución del clima político en Cataluña. Soy de los que piensan que, se resuelva como se resuelva el embrollo judicial en el que anda metido el expresident huido, el rumbo del trasatlántico de la sociedad catalana no se va a ver modificado en lo sustancial, por más ruido que algunos, de forma por completo previsible, se empeñen en organizar en la cubierta (¿o es que alguien esperaba otra cosa que la sobreactuada indignación del govern de Pere Aragonès, incluido el apresurado viaje de este a L´Alguer, muy a lo Torra?). El peso político de Puigdemont es decididamente declinante, como las encuestas se encargan de certificar de manera inmisericorde, y esa tendencia no variaría ni en el supuesto –improbable, aunque sin duda anhelado por muchos de uno y otro lado– de que fuera extraditado y juzgado en España en los próximos meses. Por la sencilla razón de que habría un día después de todo ello, y en ese momento resultaría evidente que un Puigdemont circulando libremente por las calles de Cataluña (fuera por indulto, fuera por cumplimiento de la pena) desinflaría de manera definitiva el globo que siempre fue, dejándolo sin gota de aire.

De ahí que convenga, precisamente ahora, poner esas luces largas de las que tanto se habla en los últimos tiempos como una necesidad tan perentoria como inusual. Al hacerlo, percibimos dimensiones de lo real que los análisis cortoplacistas se muestran incapaces de iluminar pero que resulta ineludible rescatar de la penumbra. De hecho, algunos recordarán que, hace unos años, la idea de la independencia de Cataluña generaba, además de un cierto temor entre los contrarios a ella, una considerable inquietud entre quienes, con el correr de los años, terminarían por abrazarse a la misma con auténtico entusiasmo. Por aquel entonces (en 1999, para ser algo precisos) un partido que expresamente se denominaba Partit per la Independència, liderado por Àngel Colom y Pilar Rahola, obtenía, en las elecciones municipales y al Parlamento Europeo a las que concurrió, un exiguo 0,44% y 0,41% respectivamente. E incluso, ya más cerca de nosotros, también se recordará la temerosa cautela con la que el propio Artur Mas, a la sazón president de la Generalitat, evitaba, en los primeros compases del procés que él mismo había puesto en marcha, definirse de manera expresa como independentista, acogiéndose a todo tipo de circunloquios y evasivas (de hecho, incluso llegó a afirmar que la independencia era “un concepto anticuado y un poco oxidado”).

Hoy, en cambio, no dudan en definirse así gran parte de las mismas personas de orden que antaño rechazaban, incluso con escándalo, que pudiera aplicárseles el rótulo de separatistas. Las cosas, sin duda, han cambiado. Aunque tal vez fuera mejor decir que no han dejado de cambiar. Porque las informaciones que constantemente nos llegan acerca del pensar y el sentir de los catalanes parecen indicar que la reivindicación de un Estado propio está lejos de constituir la estación término del proceso que sus élites pusieron en marcha en 2012.

Veamos algunos datos, sin duda significativos, que últimamente se han hecho públicos al respecto. Solo un 23% (y bajando) de catalanes se siente exclusivamente catalán. El resto se siente, en distintas proporciones, también español. En Barcelona, el 62% (y subiendo) de los jóvenes tiene el castellano como lengua habitual. Sólo el 9% de los catalanes avala el modelo de inmersión lingüística que supone una enseñanza exclusivamente en catalán, mientras que el 64% es partidario de un sistema trilingüe –con castellano, catalán e inglés– y el 21% prefiere un aprendizaje bilingüe en el que el castellano y el catalán se impartan en una proporción similar. Y, para no alargar la relación, dos caras de la misma moneda: de un lado, únicamente el 25% de los votantes de JxCat y la CUP, y el 13% de los de Esquerra, se muestran convencidos de que al final del proceso soberanista aguarda la independencia y, del otro, el 75% de los catalanes cree que el procés ha sido un fracaso.

Si ponemos en relación todo esto con el dato, de signo contrario en apariencia pero en cualquier caso absolutamente contundente, de la extraordinaria fidelidad del votante independentista, dispuesto a continuar apoyando a su formación preferida por más incumplimientos y fracasos que pueda acumular, el resultado es ciertamente paradójico. Porque, a este paso, no hay que descartar que terminara ocurriendo –exagerando apenas un poco el trazo– que se pudiera ser independentista sin que ello entrara en contradicción alguna con hablar castellano todo el tiempo, sentirse español por dos o más de los cuatro costados, estar en contra de la inmersión lingüística o no confiar en absoluto en que la independencia se alcance algún día. Convencimientos todos ellos, por lo que estamos viendo, crecientemente generalizados en Cataluña.

De aquí a pensar que la idea de la independencia tal vez sea para algunos una idea hermosa pero que en todo caso ni siquiera conviene que se materialice, no hay más que un paso. Paso que, por cierto, ya dio el que fuera presidente del Barça entre 2010 y 2014, Sandro Rosell, cuando declaró en una entrevista que el día en que se celebrara un referéndum para la independencia de Cataluña él votaría que sí y, en caso de que triunfara esa opción, al día siguiente abandonaría el nuevo Estado independiente. Nos encontraríamos de esta manera ante un auténtico vaciado del independentismo, del que solo se mantendría la cáscara formal de la reivindicación (y, por tanto, el voto) pero se habría abandonado el contenido.

Sin embargo, por paradójica que pueda parecer semejante desembocadura, no se ha llegado a ella por casualidad sino como resultado, poco menos que inevitable, de una serie de premisas laboriosamente trabajadas. Así, aunque en los últimos años (para ser más precisos, a partir del giro estratégico planteado en su momento por Carod Rovira en ERC) un importante sector del independentismo se esfuerza por abominar del nacionalismo y de cualquier elemento que presente resonancias identitarias, lo cierto es que el recurso a la dimensión emotiva nunca ha dejado de estar presente en la esfera pública catalana, incluso reivindicada por quienes, sobre el papel, poco tenían que ver con tales planteamientos (no tuvo su mejor día aquel president no nacionalista de la Generalitat que llegó a afirmar, con desafortunada frase, que "no hay tribunal que pueda juzgar nuestros sentimientos”).

La patrimonialización del sentiment por parte del nacionalismo durante las décadas en las que han ocupado posiciones de poder cultural y mediático ha terminado por propiciar la percepción de la política que ahora resulta hegemónica en Cataluña y que explica tanto la fidelidad numantina (a prueba de fracasos e incumplimientos, por más desmesurado que pueda ser el tamaño) del votante soberanista como su desconfianza respecto a la materialización efectiva de sus objetivos últimos. Probablemente constituya un error de análisis interpretar tales actitudes en clave de mero fanatismo político, puesto que, de haberlo, se trataría de un fanatismo muy peculiar, perfectamente compatible con un férreo principio de realidad (que es el que, en la anécdota antes mencionada, le haría tomar las de Villadiego a Sandro Rosell en el caso de que ganaran los suyos).

El fondo de la cuestión es que el nacionalismo ha terminado por propiciar el generalizado convencimiento de que la esfera de la política no está para resolver problemas sino para expresar adhesiones. He aquí un convencimiento del que participan incluso aquellos que dicen rechazarlo por encontrarse más allá de los planteamientos identitarios pero que luego, a la hora de la verdad, cuando les toca negociar políticamente la salida del conflicto catalán, no consideran prioritario resolver los problemas concretos de sus conciudadanos, desdeñando la tarea con los más diversos motivos (por ejemplo, el de que eso equivale a limitarse a la gestión de la autonomía), y, una y otra vez, regresan a un horizonte utópico-estético de tan probada eficacia movilizadora como imposible cumplimiento. No hay que excluir, por supuesto, que parte de esta actitud responda a motivaciones decididamente profanas. En efecto, ¿qué futuro le aguardaría a un planteamiento político que considerara inexcusable un Estado propio para resolver los problemas más importantes de los ciudadanos de esa comunidad si luego resultara que aquellos se pueden resolver efectivamente con un uso adecuado de los medios ya disponibles?

Curioso el viaje doctrinal de los nacionalistas, que en Cataluña se pasaron décadas afirmando que en realidad todo el mundo era nacionalista, incluidos quienes rechazaban la etiqueta (su razonamiento habitual proseguía sosteniendo que estos últimos eran también, sin saberlo, nacionalistas, solo que de otra nación, España), para pasar ahora buena parte de ellos a afirmar, al igual que –oh, sarcasmos de la historia– hacían sus adversarios de antaño, que se puede no serlo, y para muestra un botón (ellos mismos). Lógicamente, el nuevo planteamiento hace decaer al anterior en todos sus extremos, incluido el que cumplía la función de devolver a los críticos sus reproches. Porque si se puede estar a favor de la independencia de Cataluña sin ser nacionalista catalán, por el mismo razonamiento se habrá de poder estar en contra de dicha independencia sin por ello verse acusado automáticamente de ser un sospechoso nacionalista español.

Liberal a fuer de socialista

Liberal a fuer de socialista

He aquí, a fin de cuentas, lo peor de vaciar de contenido a la política, convirtiéndola en una papilla sentimental: los medios se convierten en fines y los fines, en última instancia, terminan por no desearlos ni quienes los proponían. Quizá, en efecto, el independentismo esté deviniendo mágico a marchas forzadas, pero no en el sentido que algunos suelen decir (porque su aspiración última vaya a materializarse por arte de magia). Es mágico porque incluso aquellos a los que les agrada la prestidigitación saben que tiene truco.

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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Acaba de publicar el libro 'Democracia: la última utopía' (Espasa).

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