Hubo un tiempo en que Internet era un proyecto de futuro; las videoconferencias se utilizaban en las películas de ciencia ficción y leíamos periódicos impresos. Los móviles y su esclavitud de respuesta inmediata no existían. Hace años de esto, pero tampoco tantos. En esa época que parece más lejana de lo que es en realidad, en vacaciones practicábamos la holganza, un estado beatífico que la RAE describe con precisión: “Descanso y tranquilidad que disfruta la persona que tiene poco o nada que hacer”… salvo aguantar el calor. Y estamos ya en la cuarta ola, a pesar de que la extrema derecha sigue negando el cambio climático.

Por aquellas épocas, los veranos parecían más largos y no era extraño disfrutar tres o cuatro semanas seguidas –si el trabajo lo permitía– sumergidos en la alegría de la siesta, las zambullidas en el mar, en el río, o acaso en la piscina. A veces era en julio, o en septiembre, pero yo creo que en la memoria queda el mes de agosto como equivalente a la idea de descanso, de il dolce far niente.

Confieso que, según colecciono años, añoro cada vez más mi yo anterior, el que no se veía esclavizado por el móvil aun en época de tregua laboral y que disfrutaba veraneando en el pueblo

“El viajero es feliz. Nunca en la vida ha tenido tan poca prisa. Se sienta al borde de uno de estos sepulcros, acaricia con las puntas de los dedos la superficie del agua, tan fría y tan viva, y, por un momento, cree que va a descifrar todos los secretos del mundo. Es una ilusión que lo asalta muy de tiempo en tiempo…” José Saramago escribía estas palabras en su libro De viaje a Portugal. A mí me retrotraen a esa sensación tan vívida de que el reloj se detiene cuando estás gozando de una tregua estival.

Ahora viajamos más deprisa, más lejos y con la posibilidad de ver en persona las maravillas que nos muestran los documentales. Disfrutamos de nuestro tiempo libre en playas a las que acuden miles de personas, que reivindican su ración de arena y mar. Se mueven del chiringuito a la orilla sincronizados y, por la noche, recorren el paseo marítimo de turno con matemática precisión. En la montaña, esa es mi parcela preferida, los senderos están en ocasiones tan transitados como la Gran Vía madrileña e, incluso, nos damos de bruces con algún vecino del barrio a quien habitualmente no saludamos, pero ahí sí, porque la casualidad te hace sonreír y aproxima.

El ocio y la guerra

En este punto, ¿verdaderamente es necesario recorrer kilómetros para acudir a una playa por lo general masificada? ¿Se obtiene placer al esgrimir como un trofeo el hecho de haber conseguido una mesa en el restaurante de moda? ¿Cuál es la satisfacción obtenida de un descanso que se basa en el estrés continuo, aderezado por las exigencias del teléfono que no dejará de ofrecernos mensajes indispensables?

Tendemos a considerar que ese tiempo propio, ajeno a la vida laboral y conseguido a base de largos meses de esfuerzo continuo, podría ser el sinónimo de la felicidad. Pero muchas veces resulta ser un gozo efímero, salpicado de pequeños nubarrones o grandes incendios, y al hacer balance, resulta que no cumple las expectativas generadas o, lo que es peor, se tiñe de olvido enseguida cuando volvemos a la realidad habitual.

Sin embargo, pienso que deberíamos atesorar el oxígeno limpio que recibimos de la montaña o del mar y expandirlo para descontaminar esas ciudades sucias por la falta de cuidado de todos los que en verano reclaman aire puro.

Aristóteles ya lo planteaba en su Ética a Nicómaco, cuatro siglos antes de que naciera Cristo: “También parece que la felicidad reside en el ocio: en efecto, nos privamos del ocio para tenerlo, igual que hacemos la guerra para tener paz…” 

¿Entonces, qué hacer? ¿Cómo reconciliar las expectativas con la satisfacción de la recompensa obtenida? Confieso que, según colecciono años, añoro cada vez más mi yo anterior, el que no se veía esclavizado por el móvil aun en época de tregua laboral y que disfrutaba veraneando en el pueblo, oteando atardeceres desde la sierra, echando una partida de dominó con los amigos y celebrando con la familia la alegría simple de estar vivos y juntos en torno a una mesa presidida por los padres o por los abuelos.

El pueblo

Mi pueblo ha cambiado, claro, todos los pueblos cambian, pero su recuerdo me da sosiego. Yo siento el mío, aun hoy, como describía el suyo el poeta Juan Ramón Jiménez en la primera parte de su poema Remembranzas:

“Recuerdo que cuando niño

me parecía mi pueblo

una blanca maravilla,

un mundo mágico, inmenso;

las casas eran palacios

y catedrales los templos;

y por las verdes campiñas

iba yo siempre contento,

inundado de ventura

al mirar el limpio cielo,

celeste como mi alma,

como mi alma serena,

creyendo que el horizonte

era de la tierra el término…”

Es el mismo alborozo que percibo cuando pienso en el lugar en que nací, con sus tradiciones, con sus costumbres que son las mías. Cada vez valoro más la certeza de que mis raíces se encuentran al pie de Sierra Magina, acomodadas al terreno como las de los cerezos que crecen en sus laderas, y profundas como las de los olivos capaces de encontrar agua en las situaciones más adversas, como yo encuentro paz cuando los evoco. Y, dejando libre la memoria, tan maltratada por quien aspira a una investidura, recuerdo a mi padre trabajando con mis tíos en la siega y en la trilla, mientras que nosotros en nuestra iniciática adolescencia, apenas colaborábamos con ellos, más atentos a las fiestas de los pueblos de la comarca, con sus bandas de música y sus verbenas en plazas y parques.

Reencuentro

Hay un pueblo en Soria, Sarnago, cuyo último vecino murió en 1979 y la localidad quedó despoblada. Ocurrió que un grupo de descendientes de los antiguos pobladores tomó la decisión de recuperar la villa y, desde 1980, van poco a poco reconstruyendo las ruinas, organizando infraestructuras, recobrando las tradiciones y manteniendo viva su historia. Un esfuerzo gigantesco con poca ayuda institucional y mucha voluntad que les está llevando a mantener vivo Sarnago en la ambición de ir más allá: un centro de coworking; la biblioteca, la Casa de la Cultura, Internet en condiciones y todo lo que se pueda lograr saltando por encima del desinterés oficial.

Pienso que han sabido poner en práctica una sabiduría a la que, por lo general, los humanos llegamos demasiado tarde. Me refiero a la capacidad de valorar nuestros orígenes, aquello de lo que partimos y que nos nutrió en nuestros primeros años, los más influenciables, los que se grabaron de manera indeleble en nuestras mentes y forjaron nuestras emociones.

Me parece que la respuesta hay que buscarla en esa línea de volver a lo que somos, de recuperar lo que nos hizo fuertes, nuestro lugar en el mundo, el placer sencillo de pasear por las calles que nos vieron crecer y conciliar la persona en que nos hemos convertido con aquella primera que tenía tantas esperanzas en el futuro y tantas ilusiones por lo que iba a venir. Hay que tener muy claro que, como decía Séneca en sus Cartas a Lucilio, la principal prueba de una mente equilibrada es, en mi opinión, el ser capaz de parar, quedarse consigo mismo y disfrutar de esa holganza que supone un alto enriquecedor en el camino. Que así sea.

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Baltasar Garzón Real es jurista y autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo (Planeta).

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