Batallas y políticas culturales

Pau Rausell

Ernest Urtasun compareció en el Congreso para defender una nueva política cultural en un momento en que se afianza el marco conceptual de la “batalla cultural”. Y fue la ultraderecha la que nos ha redescubierto a Gramsci, convirtiendo la cultura en un campo de disputa donde se juega el poder de la palabra, el poder de los valores y las ideologías. El poder blando siempre tuvo mejor prensa que el poder de los cañones o los dólares, pero ya señaló el inventor del término, Joseph Nye, que “no es necesariamente mejor torcer mentes que torcer brazos”.

En esta guerra eterna que es la guerra por la distribución del poder y las riquezas que producimos hombres y mujeres, ya en la década de los 70 y 80 se perdió la batalla por la distribución equilibrada entre capital y trabajo. La emergencia de los modelos de políticas neoliberales y la incapacidad de la izquierda keynesiana, o marxista, para presentar argumentos y técnicas y herramientas que contrarrestaran los inventos de la curva de Laffer, las crisis del estado del bienestar o las bondades de la meritocracia, supuso una cruenta derrota. Aquello fue una batalla cultural y, como señala Ignacio Sanchez-Cuenca, “la socialdemocracia se atrincheró en una postura conservadora y defensiva y los de más a la izquierda se convirtieron en voceros del apocalipsis frente al que solo cabía la penitencia y el arrepentimiento”. Prácticamente hasta la llegada de Piketty han sido mucho más atrevidas, brillantes y seductoras las tesis de la derecha sobre la libertad y la igualdad económica que las de la izquierda. Porque de esto van las batallas culturales: de audacia, inteligencia y capacidad de seducción, y en las que la verdad solo es un ingrediente más que se puede utilizar más o menos según los gustos del momento histórico.

Aunque cueste aceptarlo para el discurso de la izquierda, adalides de las causas perdidas y la mirada crítica, quien cuestiona hoy el status quo es la ultraderecha. Y no son solo cuatro descerebrados, que también, sino que vienen pertrechados de un sólido andamiaje teórico, cuyos huecos cubren sin pudor con conspiranoias. Lean ustedes al cordobés (de Argentina) Agustín Laje.

Sin embargo, en la esfera de las ideas morales la izquierda arrasó a finales del siglo pasado, y fue tal el dominio que, no contenta con ganar la partida (la ley de hierro de todo poder es que se ejerce inmisericorde hasta el punto máximo posible), humilló a los reaccionarios. Ser reaccionario se convirtió en una turbia vergüenza que había que ocultar. Los relatos ilustres para la izquierda como el feminismo, la libertad sexual y reproductiva, el antirracismo, el antifascismo, el ecologismo, el laicismo o el pacifismo se convirtieron, en Occidente, en los discursos aceptables y hegemónicos, aunque la praxis política efectiva no se ajustara a ellos en todos los casos.

Pero, como no hay victoria que cien años dure, la manierista y a veces cínica palabrería pos-estructuralista, pos-marxista europea, empastada con el candor entusiasta de los americanos del 68 que llegaban al ejercicio del poder político y académico, fue derivando en un marco leninista y puritano para acabar en lo “políticamente correcto”, y trabarse en la “trampa de la diversidad”. Y, desde entonces, no hemos hecho más que importar debates (muchas veces ya agotados) de los campus americanos que van de la teoría queer al blackfacing o a la cancel culture. 

Y desde hace un lustro, antes estas manifiestas debilidades, los reaccionarios pueden lucir algunas victorias, ejemplificadas en el hecho (entre muchos otros) de que una ex ministra de igualdad se enrede en la definición de qué es “una mujer”. La reiterada acusación de wokismo y sus efectos son el fiel reflejo de que la batalla cultural está viva, y que la ultraderecha colea. La reacción de la izquierda fluctúa entre los aspavientos de indignación al estilo ¡hala lo que ha dicho!, pasando por cierto cinismo irónico y condescendiente, hasta llegar a agrias disputas, purgas y depuraciones, para esgrimirse como los auténticos representantes de la verdadera izquierda. Mientras tanto, Trump, Milei, Meloni y Ayuso cabalgan victoriosos a lomos de sus corceles electorales, ajenos a cualquier racionalidad bien-pensante de la intelligentsia progresista.

Aunque cueste aceptarlo para el discurso de la izquierda, adalides de las causas perdidas y la mirada crítica, quien cuestiona hoy el 'status quo' es la ultraderecha

La política cultural, en un mundo sencillo y transparente, debiera ser, en realidad, el escenario pertinente para lidiar la batalla cultural. Es decir, en una democracia representativa, los ciudadanos elegirían aquellos proyectos políticos que representan a la mayoría simbólica. Y obtendríamos sin dificultad el conjunto de valores, ideas, actitudes y comportamientos que concitan acuerdo. La alternancia política, por tanto, constituiría la garantía legitimadora de que todos tenemos las mismas oportunidades. Y si no te gustara un determinado consenso simbólico, solo tienes que convencer a los suficientes para conformar otras coaliciones o mayorías ganadoras. 

El problema es que el mundo no es sencillo, las democracias representativas tienen muchas limitaciones y las ideas, los valores y las actitudes y los comportamientos no solo no se ubican en el centro del debate electoral, sino que contaminan todas las facetas de nuestra vida, desde cómo y qué compramos, cómo y con quién practicamos sexo, o cómo nos alimentamos y a quién votamos.

El poder de las ideas no solo es blando, sino también dúctil y tan gaseoso que tiende a ocupar todos los huecos de nuestro cerebro; desde lo límbico e instintivo a lo reflexivo y lo racional. En términos sociales, la “gestión de la cultura” deviene en un experimento de química inestable donde lo estético, lo emocional, lo cognitivo y lo relacional se combinan caóticamente para darnos resultados imprevistos que condicionan todo el andamiaje social. Así que, finalmente, en democracias liberales, una política cultural que trate directamente y deliberadamente de orientar y condicionar lo que denominamos la batalla cultural, carecería de legitimidad por dirigismo obsceno.

Si la política cultural no sirve para concitar consensos simbólicos, ¿para qué nos puede servir? El siguiente escalón lógico es reconocer nuestras necesidades culturales diversas y tratar de resolver, mediante la acción colectiva (las políticas), aquellas que no podemos satisfacer de manera individual. Como expuso el ministro Ernest Urtasun, aparecen aquí el reconocimiento de los derechos culturales, el derecho a expresarse libremente a través de gramáticas creativas, el derecho a acceder a las expresiones culturales, el derecho a participar en la propia definición colectiva de la cultura y, finalmente, el derecho (no señalado por el ministro Urtasun) a disfrutar, compartir, comunicar y emocionarnos a través de las expresiones artísticas y culturales. Es, por tanto, coherente y osada conceptualmente la creación de una nueva Dirección General de Derechos Culturales. Y, aun con todas las limitaciones, vamos en la buena dirección, si incorporamos los derechos culturales en la agenda política y en la estructura organizativa del Ministerio de Cultura. 

Pero, además, la cultura, como buen bálsamo de fierabrás, nos sirve para la activación económica, para el turismo, para la diplomacia cultural, para la vertebración territorial y social, para la integración de los inmigrantes, para la renovación urbana, para la salud y el bienestar, para combatir el cambio climático, para mejorar la educación, para perseguir la paz, para conseguir los objetivos de desarrollo sostenible. Y el larguísimo listado de estos usos instrumentales de las políticas culturales no los enumeramos aquí con ánimo sarcástico, sino que llevamos, desde la unidad de investigación Econcult de la Universitat de València, muchos años investigando estas relaciones, que a veces se pueden identificar de manera fehaciente y más allá de los discursos desiderativos y otras no, pero que son teóricamente posibles, pues ya hemos argumentado que nuestro espacio simbólico afecta a todas las dimensiones de nuestras vidas. Así, seguimos aspirando a que la política cultural nos sirva para “la construcción de una sociedad igualitaria”, y responde “a los retos de convivencia, diversidad cultural, globalización e innovaciones tecnológicas que se ciernen ya en nuestro presente”, como señala el ministro Urtasun.

Cuántos de estos objetivos y derechos se puedan alcanzar mediante la política cultural, naturalmente dependerá de los recursos destinados a la misma (no muchos, ni siquiera suficientes) y de la racionalidad, eficacia y eficiencia de las herramientas utilizadas. Lo que resulta indiscutible es que, para alcanzar y transformar a los sujetos de las políticas culturales –la ciudadanía, es necesario contar con un ecosistema cultural robusto, con empresas solventes y sostenibles, con trabajadores y trabajadoras no precarizados y con derechos laborales, con un sistema formativo actualizado y reactivo a las necesidades de la transición digital, y con un sistema financiero ágil y que sea capaz de evaluar los riesgos y las necesidades específicas de los sectores culturales y creativos. Muchos frentes sobre los que actuar con muy pocos recursos.

Descolonizar los museos nacionales (16) puede que sea también una necesidad percibida, pero relativamente accesoria y poco realista ante los colosales retos pendientes y el limitado grado de eficacia observado en el pasado. No se trata de renunciar a principios y valores. Si hay que hacerlo, hágase. Pero anunciarlo sin tener muy clara su concreción y su impacto es servirle pertrechos gratis y frescos al enemigo en la batalla cultural. No es el momento de regodearse con la superioridad moral, y sí de ejercitar más la inteligencia táctica y estratégica. Siento advertirlo, pero están remontando. Hay que tomárselos en serio y mover las fichas mejor que ellos.

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Pau Rausell es investigador de la Universitat de València y analista de la Fundación Alternativas.

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