Plaza Pública

El cambio climático de la política española

José Sanroma Aldea

La presentación de la moción de censura que sacó de la Moncloa a Rajoy y llevó a la presidencia a Sánchez produjo, en el debate partidario doméstico, en la opinión pública, el mismo efecto que el cambio climático: un calentamiento global.

Era previsible, pues la moción reabría una crisis política trascendental: la que se inició con el resultado de las elecciones generales de diciembre de 2015; dando lugar a un periodo crítico que se prolongará al menos hasta la celebración de las siguientes elecciones generales.

En esta nueva batalla desencadenada por la presentación de la moción de censura volvía a ponerse en juego, por una parte, el cambio en la correlación de fuerzas políticas –las clásicas del régimen del 78 (PSOE y PP) y las nuevas (Podemos, Cs)– y, simultáneamente por otra, la suerte de los realineamientos entre todas ellas.

El resultado de esta nueva batalla se decide en dos tiempos. El primero, con el resultado de la moción de censura. El segundo, con el resultado de las siguientes elecciones generales, cuyo tiempo de celebración quedó incierto.

Presentar la moción obligaba al PSOE a lanzarse a la ofensiva; desde la debilidad numérica de su grupo parlamentario y ante la aparente fortaleza del acuerdo derechista ( PP, Cs, PNV) que dio lugar a la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. La decisión era arriesgada para el PSOE y especialmente para su secretario general.

El riesgo corrido tuvo su recompensa. Se desalojó constitucionalmente a Rajoy y al PP del Gobierno. El PSOE ganó para su candidato la presidencia. Resultado a favor contundente y sorpresivo en la primera parte de la batalla. La correlación y los alineamientos de fuerzas comenzaron a cambiar.

Y se hizo sin pactos previos. La acusación de que fueron secretos y que ahora se estarían desvelando sigue sin presentar ni un solo indicio con fuerza probatoria. Aunque mucha política vive de apariencias, generarlas es muy distinto a basarlas en datos ciertos.

Afortunadamente es público y notorio que Rajoy pudo evitar el triunfo de la moción y no lo hizo. No olviden: dimita y decae de inmediato la moción de censura, le dijo Sánchez en el momento clave.

El acuerdo derechista, que sustentaba al gobierno y sus PGE, saltó por los aires; y a quien más le dolió fue a Cs, que, desde la modesta cifra de sus 34 diputados, ya se veía en la antesala de convertirse en primera fuerza parlamentaria. De ahí su vertiginoso echarse al monte derechista tras perderse por los cerros de Úbeda en el debate de la investidura.

Pero que no hubiera pacto para investir a Pedro Sánchez no equivale a obviar que Podemos operó como un factor importante en el éxito de la moción. En lógica consecuencia, se habría de producir, y se ha producido, un positivo realineamiento entre PSOE y Podemos, más favorable a la colaboración que a la competición. Y en paralelo una disputa entre PP y Cs para mostrar quién de los dos es más contrario al Gobierno de Sánchez. El regeneracionismo de Cs, al basurero de la historia. A ver ahora cómo lo limpia.

Es imprescindible dejar anotado aquí que Carles Puigdemont quiso evitar el triunfo de la moción. Este president imaginario estaba llamado –desde el 1-O de 2018– y lo sigue estando –tras su aniversario– a formar paquete con el expresidente Rajoy; pero si a este lo ha jubilado el Congreso español, en cambio Puigdemont aún campa por Waterloo, con un Parlament bloqueado, y lo seguirá haciendo hasta que ERC se atreva a decir que ese molt honorable president-emperador está tan desnudo, como destartalado Torra, que oficia de president-guiñol.

La opinión pública mayoritariamente consideró un acierto del presidente Sánchez la formación de su Gobierno.

El segundo tiempo de la batalla comenzaba con un resultado bastante favorable al PSOE en particular y a las fuerzas de izquierda en general. Lo digo así dado que esta clásica línea de identificación y de separación entre fuerzas políticas volvía a convertirse en principal para muchos analistas y propagandistas.

(Adelantemos aquí, entre paréntesis, que una de las claves del resultado definitivo, cuando termine el segundo tiempo, será si PSOE y Podemos –con sus confluencias– suman más escaños que PP y Cs en la próxima legislatura).

Procede también señalar que esa línea de identificación no puede ni debe ser la única efectiva porque ni lo es ahora ni lo será luego, una vez culminada esta batalla. Mencionaré dos que no han de obviarse nunca.

Una, la que separa el antieuropeísmo y el euroescepticismo cínico del proeuropeismo integrador, ni escéptico ni ingenuo. Este, difícil de construir, es una necesidad imperiosa para la sociedad española, incluida la catalana, para el Estado español, incluida la Generalitat; y es por tanto una poderosa seña de identidad frente a los repliegues nacionalistas que se amparan en las banderas del soberanismo, haciendo extraños compañeros de cama.

Otra es la que nos plantea la cuestión catalana que también se prolongará más allá del término de la actual batalla. No cabe ningún proyecto ni discurso para España que no contemple expresamente la respuesta a esta cuestión, relacionándola con la situación y perspectivas de la Unión Europea y la reestructuración constitucional del Estado Autonómico actual.

Volvamos al hilo narrativo; el que dejamos en el comienzo del segundo tiempo de esta recalentada batalla.

Las decisiones del presidente y la acción de su Gobierno pasaban a ser el factor fundamental: contaba con el control del desarrollo del partido; dicho sin metáfora, con la capacidad de iniciativa política que permite gobernar.

Va de suyo que el acierto del Gobierno necesitaba de inmediato ser coherente con la razón del éxito de la moción. Esta no radicaba ni en la existencia previa ni en la configuración inmediata de una mayoría parlamentaria –alternativa a la que sustentó el acuerdo de investidura entre PP y Cs– que pudiera prolongar sin graves sobresaltos la legislatura hasta su final.

La razón del éxito fue que le permitía a la política librarse del peso muerto de Rajoy, cuya permanencia en el cargo a toda costa lo iba a convertir, finalmente, en el chivo expiatorio de toda la larga historia de corrupción del PP. De un plumazo, con el éxito de la moción, se le hacía pagar entera su responsabilidad política y la de su partido. Aunque con una consecuencia paradójica: su inhumación en la nada supuso la exhumación, por Casado, del fantasma de Aznar; este, llamado a comparecer en una comisión de investigación, volvió a pasear feliz su esperpento, durante unos días, en la escena mediática.

De aquella razón derivaba aceptar la caída, sin resistencias numantinas, de Màxim Huerta y de Carmen Montón. Pero esto en lugar de ser tomado como ocasión para lanzar una ofensiva con un discurso por la rehabilitación del entero edificio institucional –que es lo que necesita nuestra democracia– dio lugar a la subsiguiente caza a ministros y ministras sin distinción de género. Y por supuesto a la caza de la pieza mayor del presidente, a costa de su tesis doctoral.

Tal curso de los acontecimientos ha entorpecido la primera tarea del Gobierno: comprender su extraordinaria singularidad y actuar en consecuencia.

Para mí tal singularidad consistía en que su programa de acción y su relato tenían que saberse condicionados por la incertidumbre del tiempo para ejecutarlos. En consecuencia el acierto del Gobierno dependía fundamentalmente de hacer creíble que la presidencia de Sánchez significaba la posibilidad cierta de un cambio en la orientación estratégica de la economía y la política en España. Sentirse obligado a más, tener la tentación de poder responder desde cada ministerio a las múltiples interrogantes que a la acción del Gobierno le plantea la convulsa realidad española, conllevaba demasiados riesgos.

Ganado el Gobierno, mantenerse a la ofensiva no era ya tarea para la audacia sino para la prudencia. No la del pasivo conservadurismo, sino la que sabe medir las necesidades y los medios para satisfacerlas. Y esto cabe ser expresado en un discurso coherente que se centre en lo esencial; que no se pierda en la política de folletín y de apariencias a la que empuja la contienda tal y como la libran PP y Cs con notable apoyo mediático.

Muchos balances se hicieron de los 100 primeros días de ese Gobierno. No entro en valorarlos. Lo que aquí viene al caso es señalar que no hubo compás de espera, ni podía haberlo, para ponderar lo hecho en los cien primeros días; ante un resultado perdedor en la batalla que se está librando era de cajón intentar, por los que se sabían perdedores, anegar la acción del Gobierno en una torrencial escalada imprecatoria; tal actitud no ha sido un hecho singular en nuestra corta historia democrática.

¿No recuerdan los viejos del lugar lo que hizo el PP de Aznar tras su derrota en 1993? Como estoy entre los que conservan esa memoria me cuesta tragar ver a González invocando, a la vera de Aznar, la lealtad institucional con motivo de la conmemoración de los 40 años de Constitución.

¿No recuerdan también, otros menos entrados en años, lo que hizo el PP de Rajoy tras su derrota de 2004? Por eso echo en falta al presidente Zapatero y al ex secretario general Rubalcaba; no para que den soluciones, sino para contribuir, desde su experiencia, a oponerse a la escalada de tensión en que se han embarcado el PP, simulando estar repuesto del shock de su desalojo del Gobierno, y Cs enrabietándose tras su caída de la nube.

No podía haber 100 días de cortesía parlamentaria porque se seguía jugando el partido en su tiempo segundo y definitivo.

Hasta su término no había ni hay estabilización ni normalización posible: de una parte, porque PP y Cs apuestan por la escalada de la tensión como vía para acceder al Gobierno de España, sin medir que tal empeño puede volverse en su contra; de otra, porque la estabilidad del Gobierno del PSOE no puede venir de la consolidación en el Congreso del coyuntural encuentro en la votación que se produjo en la moción de censura; al menos mientras Torrademont presida la Generalitat. Por ahora a ERC le falta valor para declarar, no meramente insinuar, que el independentismo necesita darse y dar una tregua y que esta consiste ahora en gobernar la autonomía. Y no parece que el juicio a Junqueras y compañía, cuyas fechas ya se prevén, le vayan a dar aliento.

El desiderátum de normalización al que apelaron Sánchez y su Gobierno –entendiendo por tal un debate político serio y un respeto a la decisión del Congreso de investirle presidente– es un mensaje democrático, es una apelación a la democracia deliberativa, pero no es un objetivo realizable; por lo menos hasta que vuelvan a contarse los votos de los españoles. Las europeas, las autonómicas y las municipales pueden ayudar pero difícilmente serán determinantes.

Lo único posible, y no es poco, es que se mantenga el provechoso realineamiento colaborativo entre PSOE y Podemos. Afortunadamente para la política española esta es una vía abierta desde la audacia de Sánchez y el aprendizaje de Iglesias.

Pero el Gobierno bonito no puede ganar el segundo tiempo sin despeinarse; solo en las películas hay Alan Ladd impecablemente peinados después de las trifulcas y solo las Veronica Lake miran mejor desde el peinado peekaboo que les tapa un ojo.

Este Gobierno está siendo llevado a competir en la política de folletín y de márketing; y a pelear en el barro: haber hecho pagar su responsabilidad política al PP por tantos años de corrupción encubierta despeja el terreno a las responsabilidades penales de tantos cuantos fueron corrompidos o corruptores. Pero el poder de intoxicación de estos no ha desaparecido como por ensalmo ni porque haya un Gobierno sin hipotecas y limpio, que no es lo mismo que omnipotente e inmaculado.

Por eso ahora la cuestión más decisiva no es cuánto podrán aguantar y cuántos miembros del Gobierno la embestida. La cuestión es si su presidente, que ha mostrado ser esforzado en la lid, será ahora capaz de mostrar que no es ligero en el afán. Aquella imputación de que quería ser presidente a toda costa, alzada como un valladar frente a su intento, ya no tiene sentido; ya lo es.

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Ahora su tarea es hacer algo grande, a la altura de nuestra crisis sistémica que dura años: reorientar estratégicamente la economía y la política española. El crédito de Sánchez depende de mostrar que ese es su afán, ante el que declina la tarea de mantener un Gobierno que aguante para "ir tirando" frente al bombardeo creciente del que va a ser objeto. Tal cosa solo produciría hartazgo en la ciudadanía.

Un gobierno más experimentado que este, más cohesionado que este, menos sujeto a las incertidumbres temporales de este, quizá hubiera podido ayudar más; pero los que ya han desahuciado al Gobierno quizás no ponderan que, en coyunturas como esta, se aprende rápido, y que al Gobierno de Sánchez aún le queda tiempo. Solo la potestad constitucional del presidente de convocar elecciones anticipadas podría acortar el tasado hasta 2020 que completaría la legislatura. La algarabía de los voceadores de barra de bar que le exige convocarlas puede crecer, pero difícilmente podrá fructificar, al antojo de los impacientes, mientras no sean capaces de decir, desde sus escaños, algo de verdadero interés sobre las cuestiones claves en las que se dilucida la suerte de España.

Así que si el presidente disolviera anticipadamente las Cortes lo haría como una muestra de fortaleza, no de debilidad. Precisamente un factor de su fuerza radica en la que puede tener un presidente para marcar los temas del debate público. Tanta más cuanto más acierte a centrar la atención de la opinión pública con su discurso. Porque aunque cada quien y cada cual creamos en lo que queremos todos, como parte de la ciudadanía, queremos saber qué es de verdad lo que está pasando en España y qué quieren hacer quienes pugnan por gobernarla. ______José Sanroma Aldea formó parte del equipo de expertos designados por el PSOE para elaborar la propuesta de reforma de la Constitución.

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