Desinformación, discurso de odio y 'fake news' vs Derechos Humanos

José Javier González

El desarrollo humano y la búsqueda de la verdad han ido de la mano en las sociedades humanas hasta la Ilustración, evolucionando hasta solo dar por bueno el conocimiento adquirido mediante el contraste con hechos verificables y compartidos gracias a los avances científicos. Con la llegada de internet, el uso masivo de las redes sociales y de los nuevos canales de comunicación, estamos ante una auténtica revolución del espacio público tal y como lo concebíamos; hemos reconfigurado la esfera pública democrática con el cambio de nuestra forma de producir, consumir y compartir información. A partir de esto hay nuevos fenómenos, o versiones de los ya existentes, que pretenden imponer un modelo de comportamiento social mediante la difusión de noticias falsas, desinformación, posverdad y discursos de odio. Cuando su objetivo es afectar negativamente a la defensa y ejercicio de los derechos humanos (DDHH) de sujetos y comunidades, tienen una efectividad superior a la mera propaganda. Estos fenómenos repercuten como discurso distorsionador, cuando no negacionista, sobre los derechos de las comunidades en una amplia variedad de ámbitos.

Desde 2016 cada vez más gobiernos, poderes mediáticos, económicos y políticos ejercen su autoritarismo digital, ataques virtuales contra quienes defienden los DDHH para intimidar y silenciar voces críticas, buscando el respaldo popular a medidas restrictivas, como la criminalización de la defensa de los derechos humanos e, incluso, la violencia fuera de internet.

La lucha entre algunos actores es desigual, ya que los poderes políticos, económicos y culturales dominan parte del campo mediático, creando pseudomedios, financiación ad-hoc y argumentaciones dirigidas, con el objetivo de vencer la resistencia de los demás, sean comunidades grandes o pequeñas. No obstante, todos los actores tienen sus propios intereses y van luchando por establecer sus significados y reivindicaciones. Los actores dominantes invisibilizan detalles y aspectos, la verdad (Arendt, La mentira en política), que se podrían utilizar para desmontar sus intereses, por lo que reaccionan ante la intervención de otros exigiendo que se apliquen las categorías jurídicas ya existentes, pero que aún no están preparadas para estos nuevos fenómenos (las leyes deben ser claras y precisas), lo cual lleva al reclamo de establecer otras nuevas categorías que sirvan de base para legislar y judicializar. Estos actores dominantes usan su capacidad de acción y repercusión para anular la resistencia de los que no gozan de esas capacidades y que pueden no ser tan proclives a apoyarse en estos fenómenos; además, los actores con poder pueden preparar el terreno con antelación situando a elementos afines en puestos clave. Los efectos son tales que la lucha y la dialéctica pueden cesar, al menos temporalmente (Bourdieu y Wacquant, Una invitación a la sociología reflexiva).

Desde 2016 cada vez más gobiernos, poderes mediáticos, económicos y políticos ejercen su autoritarismo digital, ataques virtuales contra quienes defienden los DDHH

Los actores sociales dominantes presionan desde posiciones locales y combaten iniciativas de instituciones y organismos del más alto nivel, nacional o internacional, asociándose a gobiernos afines a su ideología (Vox/Hungría) y conformando organizaciones internacionales; mientras, a los no dominantes todo les cuesta más esfuerzo si no disponen de medios ya que los procesos legales son excluyentes y, además, existen la asimetría de poder y la jerarquía de jurisdicciones.

Además, hay gobiernos autoritarios, como Hungría y Rusia, en los que la legislación contra las fake news se usa para consolidar el poder político y restringir a la prensa independiente, instrumentalizando discursos y definiciones de los DDHH. Otro grupo de agentes, fundamental en este aspecto, son las plataformas tecnológicas, grandes corporaciones y empresas que contemplan esta problemática condicionada por sus intereses económicos y que no apoyan de manera determinante las medidas propuestas por las otras partes, quedando relegada la protección de los derechos a un plano secundario, pues su modelo de negocio está basado en la publicidad programática, que mantiene a los usuarios enganchados a contenido emocional y polémico. En el grupo de las empresas incluimos a medios de comunicación y otras que también producen estos fenómenos para ampliar su mercado en detrimento de los competidores. 

Los medios de comunicación y el espacio digital son fundamentales para configurar y consolidar las actitudes de las entidades públicas y privadas que están en la lucha contra estos fenómenos, ya que no sólo tienen funciones informativas, sino también capacidad para establecer los límites morales de la publicidad, de ahí la importancia que dan casi todas estas organizaciones a la alfabetización mediática en la educación. 

Es de destacar la posición que ocupan representantes políticos, partidos, personas influyentes a nivel social y cultural y otros muchos, que defienden, sin más, la libertad de expresión a ultranza, en base a una pretendida ausencia de libertad que utilizan como medio de confrontación, adjudicando informaciones falsas, discursos de odio y demás fenómenos que ellos mismos promueven. Esgrimen la libertad de expresión, y se escudan en procesos de vernacularización que “revisten proyectos políticos particulares con el manto legitimador de los derechos”, aludiendo a artículos como el 27 de la Declaración Universal de los DDHH y otros, que obvian cuando se trata de inmigración (artículos 14, 15, …), de religiones distintas a la mayoritaria de un Estado (artículo 18, 19, …), del desmantelamiento de la sanidad y educación públicas (artículos 25 y 26), etc. 

Estamos ante un continuo basado en el desprecio de la ciencia en sí y en la inacción, por las desigualdades que se generan y la desconsideración de las resistencias, lo cual reproduce las lógicas de discriminación y dominación mencionadas, obviando también convenciones y protocolos, como el Estatuto del Refugiado (ACNUR).

Es la primera vez que vemos expertos en crear sentimientos y resistencia al conocimiento. Cuando llega el uso masivo de internet se deriva hacia la creencia fácil, ya masticada, visceral y emocional a la vez, que proporcionan estos fenómenos, por lo que la situación es el resultado del deterioro de los soportes sociales, como la educación o el sistema sanitario públicos, estrategias que desde finales de los años 90 del s.XX han logrado que gran parte de los ciudadanos no estén contentos con la cara visible de estos sistemas. La libertad de la que ahora alardean muchos gobernantes que se apoyan en ellos, es, a la vez, ideología y técnica de gobierno de un poder con tendencia totalizante, que construye un sujeto que es subjetivado por la extracción de la verdad que se le impone y que orienta sus conductas (Foucault, Sécurité, Territoire, Population). Ahora bien, el lugar en que “la verdad” se constituye no es solo en el discurso de la mano de estos fenómenos, sino desde el poder y el mercado, llegando hasta la “fobia al Estado” y al “se gobierna demasiado” (Foucault, Historia política de la verdad) para socavar las políticas del Estado del Bienestar.

Numerosas fuentes e instituciones y algún Estado (UNESCO, Poynter Inst., ONU …) otorgan una importancia capital a incorporar en el sistema educativo políticas para enseñar a los niños cómo investigar, analizar y saber en qué fuentes confiar, además de progresar en la alfabetización digital para todos, incluidos los profesores. Además (Simion), hay que hacerlo transversalmente con todos los agentes implicados, de manera interdisciplinar, para salir de las burbujas y hacer que las evidencias contrastadas lleguen desde fuentes confiables.

No obstante, en muchos países no se puede presuponer igualdad de armas e independencia en el ámbito de las ideas dentro del Estado de Derecho, pues los órganos de los poderes políticos, económicos y culturales pueden orquestar campañas masivas de seguimiento y acoso contra disidentes, activistas y periodistas; y aquí es donde se comparte que se ejerza la regulación (Wilson) para vigilar las intervenciones sociales y hacerlas eficaces. Una regulación justificada ante las prácticas digitales de esos Estados, instituciones y plataformas que infringen leyes, normas y recomendaciones de organizaciones supranacionales, como explica Guterres (ONU, 2024), apoyada en el auspicio de la ONU y en el abandono de políticas de moderación generalistas, que adopte enfoques específicos y locales, especializados incluso en el idioma, y que facilite considerar la pluralización de normas de expresión de los países. Al cubrir asuntos tan dispares se añaden constantemente nuevos derechos, extendiendo su marco hasta áreas no contempladas originalmente y para las que no estaban diseñados, de ahí la necesidad de definir las categorizaciones de estos fenómenos para evitar su despolitización y seguir profundizando en la verdad (sic) tras ellos, para la responsabilización por su uso y que tengan sanción legal. 

Si las perspectivas para la democracia ya eran sombrías en 2024, ahora, a comienzos de 2025, las plataformas aliadas con Trump renuncian a proteger a actores de la sociedad civil, usuarios y voces independientes, cancelando gran parte de los procesos de verificación de la información, mientras que el mismo Trump ha sacado a su país del Consejo de Derechos Humanos. Si este tipo de control de narrativa progresa para que plataformas, redes y medios puedan ir de la mano de políticos, gobiernos e instituciones populistas, resulta apremiante que el resto de actores se centren en proteger con firmeza los derechos humanos, evitando la difusión de información que genera un efecto de veracidad y que hace que lo incoherente se confunda con la categoría de “libertad de expresión”. 

A partir de aquí, sin duda se puede profundizar y establecer muchos casos de estudio.

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José Javier González es antropólogo y analista de la Fundación Alternativas.

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