Plaza Pública

Lo que puede el dinero

José Sanroma Aldea

"Su forma de gobernar está desconectada de los hechos". Esto dice de Trump el afamado B. Woodward. (Miedo. Trump en la Casa Blanca).

¿Cómo ha podido llegar a la Presidencia de EEUU y gobernar de esa manera?

Quizás sea porque, según Noam Chomsky, "ya no se confía ni en los mismos hechos... la gente no cree en los hechos"; y añadía: "Hay quien le llama populismo, pero en realidad es descrédito de las instituciones" ( Babelia, marzo 2018). El presidente estadounidense puede ser considerado un condensado del populismo derechista. No el primero, sí el que da cuenta del carácter internacional y de la fuerza del fenómeno.

¿Quiénes están interesados en que se gobierne al margen de los hechos?

¿Quiénes necesitan el descrédito de las instituciones?

Por supuesto, quienes lo toman como plataforma de su ascenso al gobierno. Conseguido el objetivo, necesitan que persista ese deterioro institucional.

Entre esos quienes los más visibles son sus voceros. Dan el espectáculo. Son de una especie fácilmente identificable, orgullosos de su incorrección política. Al fin y al cabo, cuanto peor se piense de la política y de los políticos convencionales, mejor para estos políticos-calaveras, que alardean de no tener complejos ni pelos en la lengua.

Señalarlos con el dedo no basta, como tantas veces se dice.

Sencillamente porque el descrédito de la política y de las instituciones les ha precedido.

Estas gallinas políticas, que cacarean con bravuconería de macho vienen de un huevo con malformaciones. Son resultado de un mal, más que causa del mismo; aunque pueden convertirse en el instrumento político de algo peor que malo.

Pero hay otros quienes que no dan la cara pero son identificables.

Son los que tienen poder suficiente para incubar con éxito el embrión del populismo de derechas. Su poder es antiguo. También preexiste al descrédito y al deterioro institucional. Y ahora son los más interesados en que los Estados se gobiernen al margen de los hechos.

Hagamos una breve referencia histórica.

Hace cuatro o cinco décadas difundieron la idea de la "ingobernabilidad de las democracias". Era una forma de decir que no se podía dejar que la ciudadanía eligiera como representantes políticos a quienes se sintieran obligados a gobernar conforme a las demandas sociales; no podrían gobernar, no se les dejaría gobernar.

El telón de fondo era la crisis fiscal de los Estados; de aquellos que se habían visto obligados a incorporar a sus políticas públicas la preocupación por el bienestar social de su entera ciudadanía.

Crisis fiscal provocada por la exitosa resistencia a pagar los impuestos de quienes debían pagar. Les ayudó la circulación libérrima de los capitales y la existencia de los paraísos fiscales. Instituciones mundiales ampararon una y otros.

La consecuencia inevitable fue una progresiva pérdida de poder de los gobernantes nacional-estatales y el consiguiente paulatino deterioro democrático de los Estados.

Desde hace tiempo la posibilidad de recuperación democrática de estos Estados intenta abrirse camino a partir del reconocimiento de su interdependencia, de su capacidad para crear o modificar instituciones supraestatales; instituciones que pongan freno a ese libertinaje circulatorio de los capitales en lugar de consentirlo. Solo así se podría conseguir que el capital internacional no sea el puto amo del mundo.

La Unión Europea es el ejemplo más emblemático y al mismo tiempo más contradictorio. En su seno se está librando una contienda que puede tener repercusión mundial y en la que se juega su ser o no ser.

He aquí que ahora, precisamente ahora, atruena más que nunca la voz del "soberanismo nacional" del América first, y de Alemania y de Francia y de Italia y de Polonia y de España y tantos otros, como remedio a los males.

¿Acaso es que se han vuelto a tornar "gobernables" las democracias?

La cuestión ya no se plantea así. Existen hoy quienes piensan que, para mantener su enorme poder, necesitan no ya el deterioro paulatino de las instituciones democráticas, sino su degradación general. Un medio es propiciar que lleguen al gobierno esas crecientes fuerzas políticas del nacionalsoberanismo. Así que, llegado el caso, estas no gobernarán democracias, sino regímenes que no podrán ser nombrados de ese modo.

¿Quién puede abrir ese camino?

La respuesta es de un lejano ayer pero vale para hoy.

La versificó con ironía el arcipreste de Hita en "Lo que puede el dinero", que cantaba Paco Ibáñez:

"Él crea los priores, los obispos, los abades,arzobispos, doctores, patriarcas, potestades".Hoy secularizaríamos la lista de sus creaciones.Pero el poder del dinero sigue midiéndose en esta extraordinaria capacidad:"de verdad hace mentiras de mentiras hace verdades".Hoy podríamos compartir su conclusión:"En resumen lo digo, entiéndelo mejorel dinero es del mundo el gran agitador".

¿Recordamos la guerra de Irak? Aquella que se justificó para acabar con un dictador (lo era) y para acabar con sus armas de destrucción masiva (que no tenía). ¿Recuerdan que fue el multimillonario Murdoch, el gran agitador que ayudó a prepararla, difundiendo mentiras para la intoxicación masiva, mediante su imperio mediático?

En la España pacifista de comienzo del siglo no engañó a muchos, aunque tuvo aquí un aliado político muy importante.

Pero desde entonces la eficacia política de los bulos (fake news se les llama ahora) ha crecido, como un gas venenoso. La modernidad política ya no parece líquida como teorizó Z.Baumann sino que se ha vuelto gaseosa y explosiva.

Nadie mejor que el gran agitador aprovecha la revolución tecnológica: súpercomputadoras, matemáticas, tradings algorítmicos. Selección de verdades con las que hacer mentiras y selección de mentiras con las que hacer verdades. Con la colaboración inconsciente de una ciudadanía, agitada, desasosegada, golpeada por diversas crisis, que en las redes es convertida en ciberturbas, enrabietadas, prestas a la furia. 

En resumen lo digo, entiéndelo mejor: el populismo derechista está creciendo en todas partes mediante la alianza del bulo y de la rabia; y en cada país según su historia, su presente y su circunstancia. Aunque en todos necesita el recalentamiento global de la política, la escalada en la estrategia de la tensión.

Así que miremos a la España actual.

Sugiero al lector que escoja casos a los que aplique el resumen anterior. No se le ocurrirán pocos.

Le pido que me siga en dos que someto a su consideración.

Dos acontecimientos determinantes

Son los dos acontecimientos políticos que han marcado y siguen marcando más decisivamente el curso de la crisis en la que estamos; contribuyen a explicar todo lo que de relevante políticamente sucede. Pero la verdad concreta de sus respectivos momentos decisivos parece haberse evaporado.

Uno es la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución. El otro, la moción de censura que invistió como presidente a Pedro Sánchez.

La verdad concreta del primero es que Puigdemont pudiendo evitar la aplicación del 155 no lo evitó: quiso pero no se atrevió. Esta verdad con todo lujo de detalles está archicontada, pero se difumina para no sacar las consecuencias debidas.

La verdad concreta del segundo es que Rajoy pudiendo evitar el triunfo de la moción de censura no lo evitó. Esta verdad está muy poco contada y por tanto puede ocultarse fácilmente.

Veamos.

Puigdemont no se atrevió, porque implicaba reconocer el hecho evidente de la derrota del procés; la fantasmagórica declaración unilateral de independencia fue su canto del cisne.

No se atrevió, a pesar de que no era una derrota total, definitiva, por largo tiempo, del independentismo.

En su ámbito de decisión seguía estando convocar legalmente elecciones.

Es evidente también que el independentismo catalán se enfrentaba a una democracia, no a una dictadura, pues ninguna clase conocida de esta deja a su enemigo tal opción. Tuvo miedos, o al menos no tuvo valentía para soportar que le llamaran traidor y puso pies en polvorosa.

Que no era una derrota total se mostró en las legítimas elecciones autonómicas convocadas por Rajoy, que le dieron la victoria, no en votos, sí en escaños, a las formaciones independentistas.

Ganaron así el derecho (y contrajeron la obligación) de gobernar la autonomía durante cuatro años.

La democracia española, el Gobierno de España quedaban obligados a respetar ese derecho; y no por condescendencia hacia el independentismo sino por respeto a la Constitución y a la democracia. Incluso aunque los independentistas pueden aprovecharlo para intentar recomponer su unidad, maltrecha por la derrota, en torno a una nueva estrategia.

No es difícil imaginar que tal campo de unidad pueda ser reclamar un referéndum, aunque no es fácil que se pongan de acuerdo en los porcentajes exigibles para convocarlo y de participación para que la consulta produzca una decisión ejecutiva.

Pero el nuevo Govern de la Generalitat no puede pretender la continuidad del procés ni dejar que se siga fabulando, a diestra y siniestra, en Cataluña y en España, sobre la construcción y defensa de aquella república catalana. La que declararon en el pabellón de las máscaras y la que suspendieron de inmediato, en aquel infausto (desde el mismo día 1) octubre de 2018.

Si lo hacen aumentan el riesgo de perder una autonomía real en la defensa de una independencia ficticia.

El Govern, ahora, tendría que atreverse a reconocer lo mismo que Puigdemont no quiso, antes, reconocer: la derrota del procésprocés. Y afrontar los hechos consecuentes.

Aquella derrota se debió, en primer lugar, a la movilización extraordinaria y sorprendente y al voto contra el independentismo de la mitad de los catalanes, muchos alentados por alcaldes del PSC que no tuvieron miedo a que les llamaran traidores; en segundo lugar, a una medida aplicación del artículo 155 de la Constitución, reacción defensiva exitosa de la democracia española, debilitada, pero no inerme.

Esa medida no buscaba sino que la Presidencia y el Govern de la Generalitat se mantuvieran en los límites constitucionales. No fracasó, pues su objetivo no era una derrota total del independentismo. Y, repitámoslo, pudo evitarla Puigdemont.

Su fin era sacar la vía política del callejón sin salida en la que se encontraba y librar a la sociedad catalana de los padecimientos de una guerra total de leyes, instituciones y autoridades.

Y aquí estamos, en una tregua no declarada, que muestran los más de los hechos y que las palabras cuestionan o no reconocen claramente.

Tregua que puede saltar por los aires en cuanto los gobiernos no se impongan a quienes ganan con la crispación rampante y el diálogo declinante.

Aunque el independentismo no sufrió una derrota total, los líderes que encabezaron el procés tienen que asumir el hecho de que su confrontación con la Constitución ha conllevado responsabilidades, que han de ventilarse en sede judicial. Aunque, en mi modesto parecer como jurista, difícilmente pueda encuadrarse lo que hicieron en el delito de rebelión, dado que este se tipificó teniendo en mente el golpe militar del 23F. Es lógico y aceptable que promuevan cuantas movilizaciones crean necesarias para acompañar la estrategia de defensa en sede judicial, en batallas jurídicas que van a tener un largo recorrido. Pero tomar ese juicio como ocasión para que el Govern y el Parlament vuelva a la estrategia de la tensión es mal camino. Ahí apunta el presidente de la Generalitat Torrademont, representación viva de aquel independentismo que fue alimentando, soterrada y largamente, por Pujol; con el president Mas enarboló la estelada para tapar con ella la larga historia de corrupción de la derecha catalana.

Preguntémonos ahora: ¿por qué Rajoy, pudiendo, no evitó que Sánchez se convirtiera en presidente?

Antes de intentar una respuesta, insisto en que esta concreta verdad es la gran olvidada y no por casualidad. Sobre su desconocimiento se fabrican las verdades mentirosas que permiten acusar al presidente Sánchez de traidor a España y cómplice de la continuidad del golpe de Estado independentista; rueda bien el bulo de que es un okupa de la Moncloa a la que habría llegado y en la que se mantendría en ella mediante pactos secretos. Sánchez no temió a las elecciones, el PP sí.

Sin necesidad de argumento alguno, fantaseando con que ese golpe sigue en marcha (al igual que cuperos y torrademontistas fantasean con la construcción de su república), el trío de la Reconquista se agrupa en torno a la exigencia de la aplicación de un 155 sin plazo y sin límite.

Repito que el 155 que aplicó el presidente Rajoy, con el apoyo de Sánchez como secretario general del PSOE, no fue un fracaso, aunque ahora lo proclamen los voceadores de toda laya, desde Cs a Vox. Fue la corrupción, no el fracaso de la aplicación del 155, el factor decisivo que sacó a Rajoy de la Moncloa y de la política.

Públicamente Rajoy no ha dado contestación a la pregunta aquí formulada, ni se espera que lo haga. Y si esto es así es sencillamente porque ni quiso, ni ahora quiere. Quizá ya ni pueda. Que enviara entonces, cuando aún no se había votado la moción de censura, a dar explicaciones a la muy didáctica Cospedal, secretaria general del PP, revela bien la ironía del que sabe que es mejor que permanezcan en la sombra las razones por las que él consintió que Sánchez llegara a la Presidencia.

En ausencia de la explicación de Rajoy, aventuro que sucedió así por lo siguiente: Rajoy, tras aquella sentencia sobre la Gürtel, que no será la última, no podía mantenerse en la Presidencia del Gobierno de España, a causa de la insoportable fetidez de la corrupción del PP; de la cual él no era el principal responsable político. Lo era el dueño del dedo que lo designó como sucesor. Pero sabía que ni su partido, ni nadie de su partido, ni su vicepresidenta, ni su secretaria general, ni Feijóo, ni un mirlo blanco incógnito, estaban en condiciones de formar un Gobierno que pudiera enfrentarse con alguna credibilidad al independentismo catalán ni afrontar la tarea de relegitimación de la debilitada democracia española (uno de cuyos componentes esenciales inexcusablemente sigue siendo la lucha para que los corruptos y corruptores paguen lo que han hecho).

Quizás algunos líderes del PP sí podían entender esta explicación; por eso nadie se lanzó contra un Rajoy que permitió que les desalojaran del Gobierno sin abrir paso, con su dimisión ante el reto de Sánchez ("dimita y renuncio a la moción"), a la investidura de alguno de los suyos con el apoyo de Cs. El que no lo entendió fue Rivera. Menudo espectáculo dio.

Y se desató la carrera por la primacía en la derecha cabalgando a lomos de un desatado nacionalismo español; una carrera en la que, viniendo de muy lejos, montado en dinero opaco y agitando emociones largamente reprimidas, el jinete Abascal le comió terreno al PP y salpicó de barro la ya muy deteriorada faz regeneracionista de Cs, con ocasión de las elecciones autonómicas andaluzas. Estas, en lugar de serenar el patio, alborotaron la corrala patria... Antes Casado –ahijado político de Aznar y Esperanza, como Abascal– había batido a Soraya Sáez con la ayuda de Cospedal.

Este domingo terminó la Convención del PP.

Oyeron a Rajoy sabiendo que no quieren hacer caso a su consejo: no seguir a los doctrinarios ni caer en el sectarismo.

Al día siguiente aplaudieron al fantasma de Aznar, que estaba muerto políticamente para un PP que ahora se le rinde sin resistencia; ante las omisiones de Rajoy. Nadie ya querrá pensar en el motivo de su retirada: la consciencia de que este PP no puede darle a España el gobierno que España necesita. El ansia viva por volver de inmediato al gobierno obnubila la inteligencia y expulsa la moderación; y la posibilidad de conseguirlo, aunque sea de la mano de Cs y Vox, aviva el alicaído ánimo de sus filas militantes.

El falaz discurso de Aznar les emplaza a una heroica e impostergable misión: "¿Cuánto tiempo tenemos que esperar para que se desarticule el golpe de estado, el golpe contra la Constitución?", enfatiza, obviando la verdad concreta de que esa tarea ya quedó cumplida.

¿Pero qué representa este redivivo? Por sus hechos le reconoceréis.

Es aquel que nos dejó su huella imborrable, en el dramático marzo de 2004, volviendo a demostrar, como en la preguerra de Irak, que era el más peligroso mentiroso del Reino. El aliado político de aquel gran agitador, dicho Murdoch, que a partir de entonces lo convirtió en su empleado, bien retribuido, en la New Corporation.

Aquel que declaraba que el PP y la corrupción eran incompatibles.

En fin, el que amistó con Pujol en 1996 y que ahora admira, en su intimidad, lo que ha conseguido la derecha catalana: que se deje de hablar de su corrupción poniéndose al frente del nacionalindependentismo, desplegando la estelada, contando el cuento de España nos roba, no nos quiere, nos maltrata. Si Mas lo consiguió, ¿cómo no lo va a conseguir él, mediante Casado y Abascal y el descentrado Rivera, agrupándolos bajo la bandera del nacionalderechismo, que se deje de hablar de la corrupción de su recobrado PP y, sobretodo, que se vuelva a alzar una muralla gubernamental para que no se paguen las muchas responsabilidades penales contraídas?

Lamentablemente no es fácil negar que la estrategia de triple alianza que Aznar propugna, ahora desde la "casa común" del PP, pueda conseguir el éxito. Pero también les comporta riesgos.

Contribuye, involuntariamente, a plantear como tarea de gobierno, además de la agenda social, otra que da legitimidad de ejercicio (la de origen es evidente aunque la cuestionen) a la Presidencia de Sánchez. El Gobierno de España tiene ante sí la tarea de aguantar el tirón y librarnos de la gran agitación que amenaza con descentrarla; la tarea política, no mera gestión gubernamental, de evitar enfrentamientos que solo conducen a victorias pírricas y a derrotas con daños graves e irreparables.

Es una suerte para la mayoría de los españoles, incluidos los catalanes hoy enfrentados por mitades, que haya un Gobierno que se opone a la escalada de la estrategia de la tensión.

Incendiar o elucidar la Transición

Incendiar o elucidar la Transición

Es una forma más de defender también la unidad de España, no sólo frente al independentismo catalán sino frente a quien quiere exportar la situación de Cataluña a toda España: la división en dos mitades irreductibles al entendimiento.

En ese escenario, siempre tienen más posibilidades de salir ganando los políticos calaveras y el gran agitador que es el dinero, el que no da la cara, el que crece sin producir más mercancía que el bulo y el fraude; y mientras no dirijamos hacia él la mirada podrá seguir haciendo, sin que reparemos en él, lo que más daña: comerse nuestra economía, desguazar y desenraizar empresas, morder los salarios, perturbar las pensiones, burlar los derechos de consumidores y usuarios, empujar a la emigración a los jóvenes cualificados, degradar hasta hacerla irreconocible la democracia... los hechos que dejaría al margen el hipotético gobierno del conglomerado populista de derechas, los que debe mirar de frente el Gobierno de Sánchez.

Pero esta... ¿es ya otra historia o es parte de la misma historia?

Más sobre este tema
stats