Inflación alta, salarios bajos

Fernando Luengo Escalonilla

Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), el índice de precios al consumo (IPC) ha aumentado en 2021 un 3,1%, y en términos interanuales, comparando los precios de enero de 2022 y del mismo mes de 2021, dicho aumento ha sido del 6,1%. Se revierte así una larga tendencia dominada por el moderado crecimiento del IPC o su retroceso en algunos años.

Un desbordamiento de los precios cuyas causas residen en los beneficios extraordinarios cosechados por las empresas de energía, sin que exista ningún aumento de los costes de producción, y en el crecimiento de los costes del transporte marítimo, sin más razón que la búsqueda de beneficios extras ante la contracción de la oferta derivada de la pandemia… todo ello en un contexto atravesado por el poder oligárquico de las grandes corporaciones, que no ha dejado de reforzarse con la crisis pandémica, y por un panorama caracterizado por la creciente escasez de recursos y por la geopolítica del conflicto entre las grandes potencias.

¡Es el mercado, amig@! La ideología dominante siempre ensalza los aumentos de los beneficios corporativos, muy lejos de ese mundo idealizado de la competencia perfecta que se sigue enseñando en las facultades de economía. Es el mercado, sí, pero el de los grandes oligopolios, el mercado protegido por los poderes públicos, el de los que tienen trato de favor en la fiscalidad, el de los que contaminan y no pagan… el mercado realmente existente, un paraíso para los grandes y no tan grandes capitalistas. 

Como cabía esperar —siempre con la caña preparada para pescar en río revuelto— ya se han alzado voces advirtiendo de las negativas consecuencias que se producirían en el caso de que los salarios siguieran el movimiento alcista de los precios. Se nos advierte que, en caso de materializarse ese escenario, estaríamos ante una espiral inflacionista que afectaría negativamente a la economía, lastrando su recuperación, a la competitividad de las empresas, deteriorándola, y a los propios trabajadores, pues se perdería buena parte del empleo generado en el último año. 

Quienes se apuntan a ese diagnóstico, sostienen la necesidad de perseverar en la implementación de políticas económicas y reformas estructurales que garanticen un comportamiento moderado de las retribuciones de los trabajadores; no sólo para evitar la referida espiral inflacionista, sino también para continuar saneando y reestructurando la economía.

Y hay algo más en ese discurso, una carga de profundidad. Cuando se razona que un posible aumento de los salarios agravaría las tensiones inflacionistas, se está deslizando un mensaje de gran calado. Del encadenamiento salarios-precios sólo saldrían ganando los colectivos de trabajadores que son capaces de indexar sus ingresos a la evolución del IPC, los que tienen un empleo estable, consolidado y están bien representados por las organizaciones sindicales. Los que se encuentran en esa situación de privilegio, los insiders, exigiendo y consiguiendo salarios más altos, serían los culpables del mantenimiento del desempleo en niveles elevados, que afectaría especialmente a los outsiders. Un discurso antisindical, extremadamente simplista, como si el factor determinante en el comportamiento de la inflación fueran los salarios, pero muy conveniente para las elites.

De esta manera, el debate se instala en un territorio donde, francamente, la evolución de los precios es lo de menos. Hoy toca hablar del potencial inflacionista de los salarios, mañana, toque de corneta para lanzar toda la artillería contra la subida del salario mínimo; otro día, se trata de cargar contra la “rigidez” del marco de relaciones laborales. Y así se consigue que la discusión sobre la política económica gire alrededor de los salarios y del “problema” que supone su aumento. Al mismo tiempo, se abre paso una agenda donde son los trabajadores los que cargan con el coste de la inflación.

Ya deberíamos estar acostumbrados a estas piruetas dialécticas. Es un mantra recurrente que ponen sobre el tablero una y otra vez quienes, seguramente, perciben retribuciones muy suculentas, sin que por ello se sientan concernidos con la necesidad de moderarlas. Las patronales, por su parte, cierran filas alrededor de ese diagnóstico y también instituciones —como el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea o el Banco de España— a las que cabría exigir más rigor y compromiso con la verdad. 

Y apelando justamente a la verdad hay que decir que, en efecto, en la economía española, y en el conjunto de la Unión Europea, existe un problema salarial, pero este problema nada tiene que ver con supuestas tensiones alcistas en las retribuciones de los trabajadores. Todo lo contrario.

Si tomamos como referencia las dos últimas décadas (entre 2000 y 2021) encontramos que, según la Oficina Estadística de la Unión Europea (Eurostat), la compensación real por trabajador ocupado tan sólo ha crecido un 5,6% en todo el periodo (algo más de un 0,2% cada año). Este modesto aumento se ha traducido en que el peso de los salarios en la renta nacional se ha reducido en 3,5 puntos porcentuales. Es decir, las mejoras en la productividad (Producto Interior Bruto por trabajador ocupado), un crecimiento global del 14,4% en estos años, han ido a parar sobre todo a beneficios y rentas del capital. 

Lo ocurrido en 2021, cuando se han disparado los precios (un 26,3% los correspondientes a electricidad, gas y otros combustibles), ha sido todavía peor: los salarios nominales han retrocedido, lo que ha supuesto que la capacidad adquisitiva de los asalariados se ha reducido en un 2,2%. 

La evolución alcista de los precios y el estancamiento o retroceso de las retribuciones de buena parte de los trabajadores obliga a este gobierno a tomar medidas con carácter de urgencia

Siempre hay que tener en cuenta que, por definición, los valores promedio nada nos dicen de la dispersión retributiva. El asunto es importante porque entre 2006 (el INE no ofrece datos al respecto antes de ese año) y 2020 los ingresos nominales del 10% de los trabajadores con una retribución más baja tan sólo han crecido un 9,9%, mientras que los del 10% mejor posicionado lo hizo en un 38,9%. El IPC en ese periodo aumentó el 20,4%, lo que significa que los salarios de los trabajadores del primer grupo perdieron mucha capacidad adquisitiva, mientras que los del segundo la ganaron.

Así pues, sí, hay un problema con los salarios, si es que queremos utilizar esta expresión, pero no reside en su tendencia alcista, inexistente, sino en su leve crecimiento, estancamiento o retroceso y en el aumento de la desigualdad salarial (que refuerza la existente entre las rentas del capital y del trabajo). Un problema mayúsculo para la actividad económica, no sólo por el impacto contractivo que tiene sobre la demanda agregada, sino también, y sobre todo, porque favorece un modelo de acumulación y una cultura empresarial confiscadores y profundamente conservadores, que se sostienen en una relación de fuerzas favorable a los intereses del capital.

Por destacar un par de factores que contribuyen a la evidente debilidad estructural de los trabajadores, cabe apuntar la existencia de un enorme ejército de reserva formado por las personas que están desempleadas, que superan con mucho la cifra que figura en las estadísticas oficiales, el infraempleo masivo —contratos temporales y a tiempo parcial involuntarios— y unas relaciones laborales que otorgan un gran poder a las empresas a la hora de presionar a la baja los salarios y promueven el de las plantillas a través de los despidos con un coste muy bajo. Un marco regulador que la reforma auspiciada por el Gobierno, con el apoyo de las grandes patronales y organizaciones sindicales, ha mantenido en aspectos fundamentales.

Volviendo al comienzo del texto, a la posibilidad de que se desencadene una espiral salarios-inflación, la realidad es que esa amenaza no existe. En cualquier caso, a la hora de valorar el papel de los salarios en la formación de los precios conviene precisar que, de acuerdo a la información estadística proporcionada por Eurostat, los costes de personal tan sólo representaban en 2019 el 24,9% del valor de la producción, siendo este porcentaje del 14,6% en el caso de la industria manufacturera. Partir de esta realidad obliga a poner el foco, como antes señalaba, en los costes no laborales y en los márgenes empresariales. 

La evolución alcista de los precios y el estancamiento o retroceso de las retribuciones de buena parte de los trabajadores obliga a este gobierno a tomar medidas con carácter de urgencia: aplicar una fiscalidad favorable y controlar los precios de los bienes y servicios considerados básicos para la población; aumentar el salario mínimo y poner coto al salario máximo percibido por directivos y ejecutivos; y exigir a las empresas que se benefician de recursos y apoyos públicos una estricta condicionalidad a la hora de garantizar unas condiciones laborales decentes en materia retributiva y de  empleo. Además, me parece imprescindible adoptar medidas de calado estructural. En este sentido, considero clave suprimir los aspectos más regresivos de la reforma laboral, ampliar el campo de actuación de las administraciones públicas en campos que de ninguna manera pueden quedar al albur del sector privado, como la vivienda y la energía, y abrir de una vez por todas el debate de la ciudadanía sobre la introducción de una renta básica universal.

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Fernando Luengo Escalonilla es economista

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