El migrante español

Lucila Rodríguez-Alarcón | Alejandro Salamanca

Migrar es simplemente "Marcharse una persona de su pueblo, región o país para establecerse en otro", como lo define Maria Moliner en su diccionario. Los migrantes no son un grupo homogéneo. Cualquier persona puede convertirse en migrante si se marcha a vivir a otro sitio por los motivos que sean: buscar trabajo, huir de la persecución, seguir a una persona amada, pasar la jubilación en un país más cálido. 

La historia de la humanidad es, en gran parte, una historia de migraciones. No solo porque el sedentarismo sea un fenómeno relativamente tardío; los seres humanos modernos existen desde hace unos 300.000 años, los primeros asentamientos permanentes no empiezan a aparecer hasta hace aproximadamente doce milenios en unos pocos lugares. Pero además, en todas las épocas y lugares, ha habido personas que han vivido lejos de su lugar de nacimiento. 

La historia de España es también una historia de migraciones que se ha desarrollado a través de los sucesivos movimientos y conquistas que invadieron la península (cartagineses, romanos, visigodos, árabes, bereberes…), así como las iniciadas desde España (las Américas, Filipinas, Marruecos, Guinea…). El énfasis y la interpretación de cada fenómeno, y quienes han merecido la categoría de “españoles”, han dependido de la situación política del momento, claro. Con la muerte de Franco se inicia un gradual cambio de tono, más acorde a las nuevas sensibilidades y al nuevo relato nacional. Así, la Edad Media pasa de ser una época de “cruzada y reconquista” a una de “convivencia y tres culturas”. 

El énfasis y la interpretación de cada fenómeno, y quienes han merecido la categoría de “españoles”, han dependido de la situación política del momento

En las últimas décadas, los programas educativos han ido incorporando menciones a algunos de los distintos pueblos y comunidades que han pasado por la península (judíos, gitanos…), e incluso a las campañas de persecución y deportación forzosa, como la expulsión de los judíos en 1492 o la de los moriscos en 1609. La memoria de otra migración forzosa, la esclavitud, aunque borrada hasta hace poco, comienza también a abrirse paso tímidamente en el discurso actual. El exilio y la persecución política, especialmente durante la guerra civil y el franquismo, también tienen su lugar en la memoria pública.

No sucede lo mismo con fenómenos migratorios más “mundanos” y menos traumáticos y violentos, como la emigración económica, quizá porque su recuerdo resulta algo más problemático. En los últimos siglos, millones de españoles han dejado sus lugares de origen para buscar trabajo, ya fuera en la ciudad, en otras regiones del país, o en el extranjero. A menudo, estos desplazamientos eran estacionales, como el de los jornaleros agrícolas que iban desplazándose según la temporada agrícola. En otras ocasiones eran prolongados y hasta permanentes; a veces los emigrantes regresaban tras haber hecho fortuna y se construían ricas casas en sus municipios de origen; muchas otras, no regresaban jamás. La historia familiar de buena parte de los españoles está atravesada de ejemplos de este tipo de migraciones; la mayoría tenemos ancestros que se mudaron del campo a la ciudad, de regiones empobrecidas a otras más desarrolladas, o incluso al extranjero. 

Uno de los periodos más recientes de migración económica intensa es el de las tres últimas décadas del franquismo –los 50, los 60, y los 70–, que tuvo dos expresiones, una interna y otra internacional. 

Así, hubo un éxodo rural masivo del campo a las ciudades industrializadas. Se estima que unos cuatro millones de personas, principalmente de Andalucía, Extremadura, Castilla y Galicia dejaron sus pueblos y se fueron a vivir a Madrid, Barcelona y el País Vasco, además de a otras ciudades como Sevilla, Valencia o Zaragoza. Buena parte del paisaje urbano actual empieza a formarse en esos años, en los que muchas poblaciones llegaron a duplicar su población.

Se utilizaron términos despectivos para señalar a los recién llegados de provincias más pobres

Estas migraciones, a pesar de ser internas, generaron intensos episodios de rechazo en forma de clasismo y, en ciertos contextos, de prejuicios culturales que podrían compararse con actitudes xenófobas o etnocentristas. Esta discriminación se manifestó de varias formas. Por un lado, se utilizaron términos despectivos para señalar a los recién llegados de provincias más pobres. En Cataluña, la palabra “charnego” se usó para designar peyorativamente a los inmigrantes castellanoparlantes, asociándolos con la falta de cultura o una supuesta "invasión" que ponía en peligro la identidad local. Un caso equivalente sería el del término “maqueto” que se usaba en el País Vasco. Otros usos peyorativos serían “coreano”, usado en algunas zonas de Barcelona para referirse a los migrantes que vivían en condiciones de extrema pobreza (como en las chabolas de Montjuïc), comparando su miseria con la de las víctimas de la Guerra de Corea de la época, o “mangurrino”, originalmente usado para referirse a los habitantes de Cáceres en algunas zonas de Madrid.

El rechazo no era sólo cultural, sino profundamente económico. La llegada masiva de trabajadores sin recursos forzó la creación de barrios de chabolas e infravivienda en la periferia de las grandes ciudades (como el Pozo del Tío Raimundo en Madrid o el Somorrostro en Barcelona). Estos barrios de construcciones precarias y las nuevas promociones inmobiliarias donde más tarde se alojaron estos migrantes carecían por lo general de equipamientos urbanos, de transporte público o de servicios básicos, y sus habitantes tuvieron que luchar por ellos, como se cuenta en el documental Ellas en la ciudad.

Parte de las clases medias y altas locales veían a estos nuevos vecinos como una amenaza a la higiene, la moral y la seguridad. Se les asociaba con la delincuencia y el desorden social, lo que justificaba una segregación invisible: los migrantes ocupaban los trabajos más duros y peligrosos (industria pesada, construcción, servicio doméstico) con salarios muy inferiores a los de la población local establecida. 

El migrante era visto como un instrumento involuntario de la "españolización" impuesta por Franco

En regiones con lengua propia, el rechazo también tuvo un componente de resistencia cultural. Para sectores nacionalistas locales, el migrante era visto como un instrumento involuntario de la "españolización" impuesta por Franco. Por el contrario, para el régimen franquista, estas personas eran a menudo ignoradas o utilizadas como mano de obra barata, sin ofrecerles servicios básicos (escuelas, hospitales o alcantarillado) en sus nuevos barrios durante décadas. Imperó un clasismo feroz mezclado con el miedo a la alteridad cultural, lo que convirtió a millones de españoles en "extranjeros en su propia tierra".

Al mismo tiempo que se daban estas migraciones internas, unos dos millones de españoles emigraron hacia Europa (Francia, Alemania, Suiza) buscando trabajo y mejores salarios. Se estima que más de la mitad de estas personas viajaban sin papeles. 

El régimen intentó canalizar este flujo a través del Instituto Español de Emigración (IEE). Bajo el amparo de convenios bilaterales con potencias como Alemania Occidental o Suiza, el Estado tutelaba las salidas: se exigían contratos de origen, revisiones médicas exhaustivas y un pasaporte específico de emigrante. Era la migración "con papeles", útil para la propaganda del régimen, que presentaba a estos trabajadores como embajadores de la laboriosidad española mientras las remesas de divisas salvaban a la dictadura de la quiebra técnica.

Pero la burocracia era lenta y el hambre urgente. Esto empujó a cientos de miles a la vía de la irregularidad. Se estima que, en los años de mayor auge (1960-1973), cerca de la mitad de los españoles que llegaron a Europa lo hicieron "sin papeles". Muchos cruzaban los Pirineos con un simple pasaporte de turista para luego "perderse" en las fábricas de Lyon o los sectores de la construcción en Ginebra. Otros, directamente, recurrían a redes de pasadores para burlar la frontera. 

La discrepancia en las cifras de la época es reveladora: mientras los registros españoles contabilizaban unos pocos miles de emigrantes, las estadísticas de países receptores como Francia multiplicaban esa cifra por cinco o seis. Estos españoles vivieron, en sus primeros años, en la precariedad de la sombra legal, a menudo en condiciones de infravivienda (como los famosos bidonvilles franceses), hasta que los procesos de regularización en destino les permitieron salir de la invisibilidad.

El pueblo español también es migrante y en el pasado vivió procesos que ahora desacreditamos y despreciamos

La irregularidad facilitaba que los trabajadores españoles fueran explotados. Aunque muchos de los traficantes que les ayudaron cumplían su parte del trato, también hubo miles de españoles que fueron víctimas de robos, secuestros y engaños. Una vez en el país de destino, ante el temor de la deportación y el mal trato de la policía, muchos abusos quedaban impunes. Los trabajos que desempeñaban eran esenciales, duros y por lo general estaban mal remunerados: servicio doméstico, agricultura, construcción, hostelería. Con el tiempo, los migrantes comenzaron a asentarse, a tejer redes para acoger a los recién llegados y a organizarse para mejorar sus condiciones. 

El pueblo español también es migrante y en el pasado vivió procesos que ahora desacreditamos y despreciamos en otros pueblos. Negarlo no cambia la historia, pero sí empobrece el debate. Sabemos por experiencia que la desigualdad, la xenofobia y el odio son cortapisas para el desarrollo. La memoria histórica no solo sirve para entender el pasado, sino para intervenir en el presente. No permitamos que las partes más oscuras y más defectuosas se repitan.

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Lucila Rodríguez-Alarcón es directora de la Fundación porCausa y Alejandro Salamanca es historiador experto en migraciones. 

Lucila Rodríguez-Alarcón | Alejandro Salamanca

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