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El mito del rey, el Tribunal Constitucional y Cataluña

Juan Manuel Alcoceba Gil, Amaya Arnáiz Serrano y Javier Truchero Cuevas

Nuestro Estado social y democrático de Derecho, como todo sistema político, se asienta sobre ciertas ficciones y mitos fundacionales. Quizá el más evidente sea el de la legitimidad democrática del Jefe de Estado. El de la independencia de los tribunales, uno de los más repetidos.

Sin embargo, fuera de un contexto puramente mitológico, tan innegable resulta la desconexión entre soberanía popular y naturaleza hereditaria de la corona como la parcialidad conservadora que a día de hoy destila una destacada parte de la élite judicial. La actuación del Tribunal Constitucional, acordando cautelarmente la suspensión del procedimiento legislativo de una norma que le afectaba, o el enrocamiento del Consejo General del Poder Judicial cuatro años después de expirado su mandato, dan buena muestra de ello.

En la práctica, los mitos sobre los que se apoya la arquitectura del Estado no anulan la vigencia de las instituciones concernidas, sino que contribuyen a asegurarlas frente a sus propias incoherencias. El rey es un actor políticamente relevante dentro del sistema democrático pese –y en buena medida, debido– a su autonomía respecto de los procesos de toma de decisión basados en las urnas. El poder judicial resulta necesario para la articulación del Estado de Derecho aun cuando en ocasiones actúe en beneficio de un determinado partido o corriente ideológica. Ante tan evidentes contradicciones, nuestro ordenamiento jurídico opta por ficcionar la legitimidad del primero y la apoliticidad del segundo. Y en la medida en que tales ficciones se presentan como piezas indispensables para el funcionamiento de la democracia, se normalizan y son aceptadas, o al menos toleradas, por la sociedad en su conjunto.

Pero la irrealidad sobre la que se apoya el discurso institucional queda cada vez más en evidencia. En buena medida, gracias a algunos poderes públicos que, con creciente frecuencia, se empeñan en mostrar las costuras del relato constitucional. Y empieza a resultar obsceno seguir asumiendo parte de esta mitología como si de una verdad necesaria se tratara.

El problema no solo afecta a lo que coloquialmente llamamos “Justicia”. También concierne a una Jefatura del Estado que desde hace tiempo concentra sus esfuerzos en sortear el descrédito provocado por su anterior titular. Pero, a diferencia de las altas instancias judiciales, la Casa Real parece ser más consciente de lo fundamental que resulta cuidar el mito sobre el que se asienta. El ejemplo más claro de ello es Cataluña. Cuando el 3 de octubre de 2017, Felipe VI apareció en los medios para apelar a la unidad de España frente al separatismo, la falta de legitimidad democrática de su cargo saltó a la vista con una intensidad mucho mayor que de costumbre. Independientemente de que se esté de acuerdo con las palabras del monarca o no, desde su posición difícilmente se pueden resolver las cuestiones de Estado en una democracia. Por eso, no es de extrañar que, tras el incidente, la Casa Real haya optado por poner la mayor distancia posible entre la figura del regente y todo aquello que pueda oler a crisis institucional o política. El exilio y resto de medidas adoptadas contra el anterior rey, o el medido protagonismo otorgado a la heredera al trono, son una clara muestra de cómo la Casa Real protege y cuida el mito sobre el que se asienta.

Por mucho que hoy la derecha se empeñe, ni la Corona ni los altos tribunales están hechos para salvar una España que no necesita ser salvada

La actitud de los altos tribunales ha sido distinta y el caso de Cataluña también lo evidencia. Estuvieron allí desde el principio, incluso desde antes de que todo comenzara, pero lejos de ceder terreno a la negociación y el debate político, su protagonismo se ha visto incrementado a medida que la situación se hacía más y más conflictiva. El Tribunal Constitucional, mediante su sentencia de 2010 sobre el Estatuto de Cataluña, contribuyó a sembrar la semilla del procés –junto con los recurrentes y los independentistas– al declarar inconstitucional una norma previamente aprobada por las Cortes y sometida a un referéndum ciudadano tan legal como claro en sus resultados. Con posterioridad, durante el grave deterioro de la situación que se vivió en octubre de 2017, el sumo intérprete de la Constitución se arrogó la potestad de intervenir con carácter previo la actividad de la cámara legislativa autonómica. Pese a tratarse de algo inaudito hasta entonces, este hecho no suscitó excesivas resistencias por parte de la sociedad, que dada la excepcionalidad de las circunstancias se encontraba en shock. Pero lo cierto es que el experimento resultó en la creación y reconocimiento por vía de hecho de una nueva e imprevisible facultad cautelar no recogida expresamente en la ley; se estaba facultando al Tribunal Constitucional para establecer, con carácter general y en un momento anterior a que se inicie la tramitación de norma alguna, las materias sobre las que el órgano legislativo podría pronunciarse y aquellas sobre las que no.

De aquellas lluvias, estos lodos. Hoy nos encontramos con un órgano jurisdiccional capaz de interrumpir un procedimiento legislativo en curso, tanto en las asambleas de las comunidades autónomas como ante las Cortes Generales. Y con capacidad para hacerlo, ya sea por razones de forma, como de fondo. ¿Qué será lo próximo?

Situando a las altas instancias judiciales en posiciones netamente políticas, tal y como hacen actualmente quienes tratan de alcanzar sus objetivos partidistas a golpe de sentencias, se vuelve imposible seguir fingiendo que son independientes. Por mucho que hoy la derecha se empeñe, ni la Corona ni los altos tribunales están hechos para salvar una España que no necesita ser salvada. Pero de persistir en actitudes que destruyen los mitos sobre los que se sostienen sus instituciones, sí pueden acabar con ella tal y como la conocemos. Al fin y al cabo, existen alternativas viables a la ficción que sustenta a la actual jefatura del Estado, la República es una realidad material presente en la mayor parte de países del mundo. No hay, sin embargo, Estado social y democrático de Derecho que pueda funcionar sin el mito de la Justicia. Por eso, cuidar su independencia, obrando con autocontención a la hora de buscar en los tribunales un aliado político, va en interés de todos los agentes que integran esta democracia imperfecta, incluidos los propios tribunales. Actuar, por el contrario, como si estuviéramos ante un martillo con el que aplastar al rival sin miramientos, mientras se piensa que la sociedad española seguirá ingenuamente obedeciendo al discurso de siempre, por muy irreal que este pueda resultar a la vista de los acontecimientos, es tan presuntuoso como irresponsable.

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Juan Manuel Alcoceba Gil y Amaya Arnáiz Serrano son profesores de Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid y Javier Truchero Cuevas es abogado y socio de Iuslab

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