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¿Política de cuidados o del bienestar?

Una pareja de ancianos camina este viernes por el paseo de la Zurriola de San Sebastián.

Estella Acosta

Vida digna, desarrollo humano y justicia social.

Dada la historia y las prácticas sociales hegemónicas sobre el cuidado de la infancia y de las personas dependientes por discapacidades o por razones de vejez, es comprensible que se haya generalizado la reivindicación de la necesidad de contar con una economía que atienda a esa tarea social o unas políticas públicas que desarrollen un modelo de atención. Aquí no reiteraremos la aportación a la igualdad de género o a los valores sociales de solidaridad que implican esas políticas, ya que está fundamentado de múltiples formas y desde distintos ámbitos. También la Organización Internacional del Trabajo (OIT) nos habla de economía de cuidados con trabajo remunerado, incorporando el análisis del trabajo no remunerado, de carácter informal, aunque conserva su alto valor social y económico.

A veces, la idea que subyace en una palabra o concepto, aunque pertinente en la coyuntura social o en medio de alguna disputa ideológica, resulta poco adecuada para abarcar las reales necesidades a atender. Al menos en mi caso, el concepto de “cuidados” me resuena ligado a una función de tipo “familiar”, tradicionalmente ejercida por las mujeres, mediante prácticas y capacidades no profesionales, respondiendo a costumbres, hábitos y pautas de conducta totalmente enraizados a la vida familiar. Otra fuente proviene de la dedicación de religiosas, misioneros o sistemas de caridad y así se refuerza la informalidad que lleva a la precariedad y la negación de la necesidad de cualificación. Ha sido así y sigue siendo así en muchas sociedades de todo el planeta. Cuanto más tradicionales, más se sostienen en las prácticas familiares en el hogar y generan sentimientos de culpa cuando no es posible una práctica adecuada de reproducción de esas costumbres.

Sigue siendo así y no se valora la importancia de la formación para realizar ese trabajo, tanto para familiares como para profesionales. Los servicios “personales” no cumplen con unas mínimas garantías de calidad ni siguen unos protocolos de prevención de riesgos psicosociales y músculo-esqueléticos para los “cuidadores”, ni se organizan los servicios residenciales con pautas reguladas estrictas, porque se identifican con los “cuidados” familiares y los trabajos informales.

En función de algunas de las prioridades para el desarrollo humano y la justicia social que podemos enunciar, es necesario cuestionarse o reflexionar sobre algunas de las bases para clarificar en este tema.

¿Cuidados o bienestar humano?

Es el dilema que va a determinar la modalidad y la calidad del servicio de atención a las personas que lo necesitan. Si apelamos únicamente a los cuidados, será necesario definir en qué consisten, porque no es lo mismo una guardería como aparcamiento que una escuela infantil con objetivos educativos y orientaciones pedagógicas. La demanda de apertura de colegios para satisfacer necesidades de conciliación (función social) se puede diferenciar de la educación formal que se imparte desde una institución. Ocurre lo mismo con la atención domiciliaria o los centros residenciales de atención a la dependencia.

En cambio, si agregamos la idea de bienestar, los objetivos y las acciones a realizar van a ser más específicas. Implica condiciones materiales, de alimentación, salud, recursos para actividades, etc. y se plantean desafíos concretos en cada situación atendida. Además, el bienestar humano no se desarrolla solamente desde la perspectiva física, sino que es necesario considerar varios aspectos psicológicos y necesidades intelectuales, emocionales y sociales de las personas atendidas.

¿Familiar o profesional?

Por otra parte, los principios y los procedimientos o métodos a utilizar implican respuestas profesionales, el “cuidado” deja de ser tarea “familiar”, aunque hay que tener en cuenta las cuestiones emocionales. Si defendemos una concepción de servicios públicos en el sentido de responsabilidades colectivas, no se puede centrar la atención únicamente en los criterios “familiares” aunque nunca deba desaparecer el registro emocional. Desde la infancia hasta la vejez, pasando por las personas con discapacidades, todos los seres humanos necesitan asistencia integral, adecuada a su condición, adaptada a sus capacidades, con acciones que promuevan una vida digna. Una mayor profesionalización que favorezca una vida digna y satisfactoria debe promoverse desde las políticas públicas.

¿Uniformidad o pluralidad?

Otra tradición que se instaura en las economías de cuidados es la uniformidad. Se plantea la necesidad de generalizaciones por “colectivos”, se programa para la infancia, para las personas “mayores”. En el caso de las discapacidades es más inmediata la diferenciación de sus necesidades por las grandes distancias entre unas discapacidades y otras. En la infancia, ya existen características propias en las distintas etapas evolutivas. Pero en las personas mayores todavía se planifica, se invierte o se forman profesionales sin diferenciar edades y condiciones.

Algo que debería considerarse, incluso en las jubilaciones: no es lo mismo quien ha disfrutado de una vida plena, ha estudiado y ha viajado, o quien no ha salido de su pueblo de zonas rurales o, viviendo en la ciudad, no ha disfrutado de la vida cultural. No es igual la vejez de un albañil que la de una científica, ni la de una limpiadora a la de un escritor. No son iguales las personas con 65 o 70 años que las de 90, no acceden a los mismos recursos si su origen es de clase obrera o de la burguesía, no hay uniformidad posible ni social ni individual.

Además, en muchas sociedades ya se diferencia entre tramos de edad o por niveles de participación en el envejecimiento activo. La pluralidad es la marca del desarrollo humano como especie y las desigualdades, la herencia menos humana de las sociedades de clases. Habría que aplicar aquellas ideas de Rosa Luxemburgo: “socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres”

¿Activo o pasivo?

El cuidado suele aludir a una actitud pasiva por parte de quien cuida: protege, cubre necesidades básicas, higiene, comida, etc. La gran conquista de las escuelas infantiles en los 80 fue transformar en educación la tarea de las antiguas “guarderías”. Incluso para los centros de personas discapacitadas se ha avanzado en el sentido de desarrollar sus capacidades y en el reconocimiento de sus posibilidades de integración en la vida social, cuando eran ocultadas o negadas sus habilidades o posibilidades de vida autónoma en algunos casos. La atención a la diversidad funcional ha progresado a pasos acelerados en nuestra sociedad.

En mi opinión no ha ocurrido todavía lo mismo con la vejez, se ha avanzado en las políticas para la “tercera edad” de personas con autonomía y sin grandes problemas de salud (turismo, eventos recreativos, etc.). Se menciona reiteradamente el envejecimiento activo pero la mayoría de las propuestas se limitan a cuestiones físicas o nutricionales, en una suerte de medicalización (algo infantilizante) donde la comida y el ejercicio físico son la panacea.

Quisiera insistir en la noción de bienestar y vida digna donde, sin menospreciar la nutrición o el ejercicio (base imprescindible), se pueda pensar en acciones para promover la salud mental, el bienestar emocional, la satisfacción subjetiva y social que rescata la experiencia y el conocimiento adquiridos a lo largo de la vida. Una vida activa implica también la integración social, la participación en acciones colectivas, el bienestar de la comunidad cercana o los grupos institucionales en las residencias. Se habla mucho de la soledad, como una especie de drama morboso que provoca titulares, pero el intenso prestigio del individualismo impide determinadas conductas grupales que podrían desarrollar apoyos o instancias compartidas

¿Igualdad o equidad?

Como muchas de las políticas públicas de un Estado del Bienestar, se incluyen en los derechos sociales pero, si el objetivo es la justicia social, los cuidados no se pueden limitar a la igualdad de oportunidades y a dar prestaciones universales igualitarias a quienes no son iguales. Compensar desigualdades es la función que permite conseguir una verdadera equidad como justicia social. Por un lado, el bienestar tradicional se ha identificado con la posesión de bienes y acceso a los servicios que, como aspecto redistributivo (con discriminaciones positivas), es necesario, pero no suficiente. En muchos otros aspectos no somos homogéneos social y culturalmente, por lo cual ese reconocimiento es inherente a las políticas públicas que aspiran a coincidir con el desarrollo humano. A su vez, la democracia con justicia social significa igualdad de derechos y equidad en el ejercicio de la representación política, difícil de implementar en algunas discapacidades y bastante compleja en una vejez apartada del mundanal ruido. Es necesaria mucha reflexión crítica sobre el significado del bienestar de una vida digna que no se limite a los cuidados tradicionales.

El desarrollo humano

Los índices de desarrollo humano consideran el Producto Interior Bruto por habitante (que ya no nos dice nada), la salud y la educación con la misma ponderación.

Como todas las generalizaciones internacionales en unas sociedades puede ser útil la igual ponderación, pero en otras se desequilibran algunos indicadores. Por ejemplo, la distancia de la edad media de la población entre África y Europa nos dice con claridad que las inversiones en salud en Europa serán muy superiores en unas patologías propias de la vejez; en cambio en África deberían ser más potentes en educación, prevención y luchas contra la desnutrición o las enfermedades contagiosas. Hasta ahí una visión global a partir de la variable de la edad. En cuanto se afina en el análisis y se consideran las situaciones económicas, sociales y culturales, aparecen unas brechas inmensas. Entonces, la ponderación, sobre todo en educación o salud, necesita matizaciones importantes y multiplicidad de variables a considerar.

En el desarrollo humano se analizan las condiciones de una vida larga y saludable, la sociedad del conocimiento y el nivel de vida digna más allá del PIB per cápita (trabajo decente, pensiones, atención a la dependencia, etc.). Una vez incorporado el enfoque de las capacidades, las dificultades en la economía del bienestar se producen en la distinción entre la capacidad y su funcionamiento, entre los logros que se consiguen y los índices de libertad. Una persona anciana puede poseer un bien (una bicicleta), pero puede saber montar o no, disponer de la capacidad física del equilibrio o no. En otras situaciones una persona discapacitada puede ser libre jurídicamente, pero no disponer de la capacidad de decidir o incluso al revés. El ejemplo clásico de la dicotomía libertad-capacidad es la comparación entre quien no puede comer por falta de recursos y quien ayuna por razones religiosas. Ambos tienen libertad de comer, pero uno no tiene la capacidad de comer por ausencia de un bien básico. Con todas las apelaciones a la libertad de elección ocurre lo mismo: socialmente no somos iguales con respecto a las capacidades que permiten realizar una elección libre, consciente y fundada.

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Si unificamos los tres ejes de una vida larga y saludable, el conocimiento y una vida digna con la justicia social mediante el enfoque de las capacidades, las condiciones para las políticas públicas de bienestar ya no dependen únicamente de acceso a bienes, de una “economía de cuidados” sino de intervenciones integrales, heterogéneas, activas, plurales, equitativas y profesionalizadas. Sin lugar a dudas, estas perspectivas necesitan una profundización en cada ámbito de actuación y un enriquecedor debate social.

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Estella Acosta Pérez es orientadora y profesora asociada de la Universidad Autónoma de Madrid. Jubilada. Asociación ISEGORÍA. Instituto Europeo de Políticas Públicas.

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