Yo me la pongo

Antoni Cisteró

Ya van para dos años con la mascarilla, y a pesar de ello, hay un enfoque sobre la misma que no creo se haya sacado suficientemente a la luz. Un hecho cultural, antropológico, que nos puede dar una idea de por donde van los tiros y los microbios: Japón.

En efecto, en Japón, hace ya muchos años, en especial desde la difusión de la “gripe española” causante de más de 300.000 muertes a principios del siglo XX, la mascarilla forma parte de su vida diaria. Pero ¡ojo!, su uso tiene un enfoque diametralmente opuesto al nuestro: se usa como muestra de respeto al prójimo, para evitarle el contagio por parte de quien está infectado. O sea: quien la lleva está reconociendo ante los demás que es positivo y que está haciendo lo posible para no contagiarles. Por descontado, es también un instrumento de protección personal, pero creo que es relevante hacer hincapié en esta visión altruista de su uso.

Que la mascarilla actúa de filtro y evita el pase de virus está demostrado más allá de empecinamientos pseudocientíficos. Otra cosa es que uno se la quiera poner, ya sea para no contagiarse, o para no pasárselo a los demás, o que no quiera, presumiendo de que a él nadie le ha de decir qué y cuándo ha de hacer las cosas. Algo así como Aznar con el vino y la conducción o Torra con las pancartas en periodo electoral. Ni se les pasa por la cabeza la otra voz posible: que quien le esté diciendo algo sea la propia conciencia social. ¿O es que no se puede ser libre de escoger los dictados de nuestra moral? ¿Solo se es libre cuando se practican los escarceos ilegales? Puedo pararme en un semáforo en rojo por miedo a la multa, pero también porque no quiero atropellar a nadie, ni chocar con los que cruzan.

Es por lo tanto un tema de actitud, de principios, de respuesta a una exigencia ética. Nos dice Horacio: “¿Quién es libre? El sabio que se manda a sí mismo”, o sea, independientemente de que una orden exterior le condicione, el sujeto la cumple porque quiere, porque está convencido de que es la mejor conducta para él y la sociedad en la que vive, y tal convencimiento pasa por encima de su comodidad, e incluso de las miradas irónicas de algunos esclavos del bunga-bunga, falsamente libertario y populista, que le rodean.

Cuando una libertad mal entendida no es solo desobediencia sino perjuicio para el propio colectivo (que incluye al “libre” en cuestión), a la larga le daña también a él

Esta actitud de libertad rompetechos está de moda, es muy guay, pero más que un acto de valentía es un gol en propia puerta. ¿O es que a ningún antimascarilla se le ha contagiado la abuela? En el semáforo que me he saltado puedo haber atropellado una viejecita, pero también puede haberme destrozado el coche el camión que cruzaba en verde. Cuando una libertad mal entendida no es solo desobediencia sino perjuicio para el propio colectivo (que incluye al “libre” en cuestión), a la larga le daña también a él.

Y lo peor es que, aupada por el populismo más cerril, esta actitud amoral se extiende a muchos otros ámbitos. Por ejemplo a la política, en la que abundan los botellones falsamente reivindicativos, las proclamas al empoderamiento popular sobre temas que se ignoran o la llamada a las más profundas entretelas emocionales del ser como vehículo a soluciones simplistas. Y de todo ello alguien está sacando unos réditos que tarde o temprano pagaremos: Cuando este alguien, con sus exabruptos, con sus errores y traiciones, con sus mentiras y exageraciones (por la boca muere el PP), contamina, emponzoña, degrada el conjunto del debate parlamentario y por extensión la propia democracia, directa o indirectamente está dañando su propio entorno social; está condicionando el futuro de todo el país. Y lo peor es que se hace adrede. Hasta los antivacunas más radicales no escupen a la cara de los transeúntes, cosa que sí pasa a menudo en los parlamentos y gobiernos locales.

Desafortunadamente, para esto no hay vacuna. Los tratamientos de higiene (una buena gestión de lo público, una información veraz) o de conducta (razonamiento, ecuanimidad, generosidad) no bastan ante la letalidad de este virus. Lo he dicho y repetido en otros artículos: el objetivo primordial de tanta pelea barriobajera va más allá de los juegos de poder de un gobierno local, autonómico o incluso nacional; su objetivo es conseguir que la sociedad asuma que la democracia no sirve, que es demasiado complicada y no arregla las cosas, por lo que solo un moisés musculado, con las redes sociales en la mano, puede bajar del Sinaí de la FAES o Qanon y conducirnos a la tierra donde compartir botellones de libertad. El populismo se vende porque el populismo se compra, sin percibir sus secuelas, como la pleitesía persistente.

Pero no cabe duda de que ello es suicida para gran parte de la población, incluidos los que jalean ya ahora tales personajes. Así, al igual que los japoneses con la mascarilla, ¿podrían algunos, a los que quizá quede un poco de conciencia social, mantener puesto el bozal, aunque ello, dado su historial, les ponga en evidencia ante sus correligionarios que siguen a lo suyo? No se trata de ganar, no se trata de mandar, simplemente se trata de ejercer el autocontrol como muestra de respeto al prójimo, sea del color que sea.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. También es miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre

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