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Como si no fuera con ellos

Varias personas en una terraza del bar 'El Viajero', en Madrid.

Ana Santos Sainz

Hay dos actitudes opuestas ante la pandemia: la de quienes la viven con responsabilidad, son cautelosos en sus actos y cumplen estrictamente las recomendaciones de las autoridades sanitarias, y la de quienes la viven como si no fuera con ellos. Son dos modos antagónicos de vivir la pandemia que podemos observar cada día.

Una tarde, hace pocos días, después de insistirme mucho mi hermana para salir, me aventuré a ir con ella a una terraza, en el centro de Madrid, a tomar algo. El espectáculo al que asistí a lo largo de la tarde me dejó atónita.

Las imágenes que se sucedieron unas tras otras iban incrementando mi perplejidad. Al llegar a la terraza vimos que unas quince personas estaban celebrando un cumpleaños en varias mesas unidas. Ninguno de ellos tenía puesta la mascarilla, como si la cosa no fuera con ellos. El dueño del bar, que se paseaba alegremente entre los clientes, saludando a unos y otros, se acercó también a saludarnos a nosotras, y, entre otras cosas, nos contó que la noche anterior habían terminado a las tres de la mañana porque varios grupos de amigos habían continuado, clandestinamente, en el interior del bar que desde el exterior aparecía cerrado. Lo contaba con tono de orgullo por la transgresión.

Poco después, un chico de unos treinta años se nos acercó a pedirnos fuego. Tampoco llevaba mascarilla, así que yo me temí que de esa yo salía contagiada ya que, aunque yo tenía mi mascarilla puesta, me envolvería el humo de su cigarrillo. Pero no acabó ahí la cosa. Porque, desde la sinceridad que caracteriza a los que han bebido más de la cuenta, me dijo: "Voy sin mascarilla, pero es que ya me han vacunado". Anonadada, le dije es imposible, no me cuadra, no te corresponde por la edad. Y él, arrogante, alardeando de un estatus que le permitía cualquier abuso de poder, me respondió: "Es que soy político, ya sabes".

La tarde, acumulando situaciones disparatadas, seguía avanzando. En otra mesa de la terraza había un grupo de hombres y mujeres de edad madura, y ya muy tocados por el alcohol. Pensé que, claro, ahora las ocho de la tarde, a efectos de las libaciones acumuladas, debe equivaler a las cuatro de la mañana antes de la pandemia. Una de las mujeres del grupo decidió ir al baño. La escena resultó grotesca porque no podía ni levantarse. Yo pensé, como no vaya a gatas, no llega. Después de tropezarse con una columna consiguió entrar en el local, pero, claro, sin mascarilla, bastante tenía con conseguir llegar a los servicios.

Yo apenas daba crédito a lo que iba viendo. Me sentía crecientemente cabreada e indignada, de modo que, antes de que empeorara más la situación, decidí volverme a casa.

Para colmo, hablando hace días con un vecino me cuenta que unos amigos suyos se van todos los fines de semana a esquiar a Andorra. Por lo visto, lo hacen con toda normalidad, como si la pandemia no fuera con ellos, sin que les preocupe la posibilidad de que les pillen.

La ausencia de civismo de todos esos comportamientos contrasta con la gente, afortunadamente numerosa, que cumple con las restricciones impuestas y con las medidas preventivas establecidas. Como una amiga mía que lleva desde el verano pasado sin ver a sus padres, que viven en Bilbao. O como la amiga de mi hija que lleva también sin ver a sus abuelos desde hace muchos meses, porque viven en la Comunidad de Castilla-León. O como el mecánico al que le llevo el coche, que, el pobre hombre, está muy preocupado por los frutales que tiene en la casa del pueblo, a la que no ha podido ir desde el año pasado. No ha podido ir a podarlos y ni sabe cómo estarán después de la tormenta Filomena de enero. Para él es algo importante en su vida, pero más importante ha sido su sentido de la responsabilidad y de la solidaridad. La lista de ciudadanos que están haciendo verdaderos sacrificios por no transgredir las normas necesarias para hacer frente a la pandemia sería alentadoramente infinita.

La suma paciencia que la mayoría de los ciudadanos estamos teniendo, cumpliendo las normas sanitarias para superar la pandemia cuanto antes, frente a los que, carentes de solidaridad, egoístas y frívolos, las transgreden cotidianamente como si esas normas sanitarias no fueran con ellos, hace que empecemos a estar hartos, porque los repuntes de los contagios nos llevan a pensar que vamos hacia una cuarta ola, y, desde luego, no será por culpa de la parte de la sociedad cumplidora.

¿Antifascistas prematuros?

¿Antifascistas prematuros?

Sabemos que los actos de cada ser humano, de una forma u otra, repercuten sobre toda la colectividad. Ahora observamos que la falta de civismo de un sector de la población echa por tierra los esfuerzos de los sectores cumplidores. También sabemos que a los incívicos probablemente los llamamientos a la responsabilidad les resbalan. Estos comportamientos desaprensivos que presenciamos son indicio de una corriente, preocupante, de discordia civil en el peor momento, cuando afrontamos un tiempo de grandes calamidades colectivas.

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Ana Santos Sainz es socióloga.

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