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¡Pero a quién vendemos armas!

En los primeros días de septiembre saltaba la noticia de que el Gobierno paralizaba la venta de 400 bombas de precisión láser a Arabia Saudí con el objetivo de revisar la venta de armas a Riad, ante el temor –o la evidencia– de que este armamento pudiera ser utilizado en la guerra en Yemen. Pero esta posibilidad no era nueva sino que ya se había planteado en un comunicado anterior del Ministerio de Defensa, después de que un ataque de la coalición liderada por Arabia Saudí en agosto causara la muerte de más de cincuenta personas, la mayoría niños.

El acuerdo sobre la venta de las bombas se había firmado en el año 2015 con Pedro Morenés como ministro de Defensa por un valor de 9,2 millones de euros –que por otra parte ya se habrían pagado– y que eran un excedente del Ejército del Aire –por lo tanto, no suministrados directamente por la industria de defensa. Pero a partir de la supuesta cancelación de la venta de las bombas, se planteó la posibilidad de que Arabia Saudí pudiera replantearse el contrato firmado en julio de este año con la empresa pública española Navantia para la construcción de cinco corbetas –es decir, cinco buques de guerra–, principalmente en los astilleros de la bahía Cádiz, pero que también repercutirían en los astilleros de la Ría de Ferrol y Cartagena. El contrato tendría un valor de más de 1.800 millones de euros, convirtiéndose en el mayor contrato con un cliente extranjero de la historia del astillero público, del que se espera genere alrededor de 6.000 puestos de trabajos anuales –tanto directos como indirectos– en los próximos cinco años.

Ante esta incertidumbre, se produjeron movilizaciones de los trabajadores de los astilleros ante el temor de perder un contrato que les garantizaba una carga de trabajo para los próximos años. La respuesta del Gobierno fue considerar la cancelación del contrato como una simple “declaración de intenciones”. Posteriormente el ministro de Exteriores, Josep Borrell, confirmaba que se mantendrían ambos contratos debido a que “no se ha detectado ninguna irregularidad que permitiese no ponerlo en práctica”, justificando que este tipo de bombas “no produce efectos colaterales en el sentido que da en el blanco que se quiere con una precisión extraordinaria de menos de un metro” y que “Arabia Saudí considera las relaciones comerciales en materia de armamento como un todo”, lo que en la práctica suponía ligar el contrato de la construcción de las corbetas con la venta de las bombas. Finalmente, a pesar de este revuelo, teníamos unas bombas que no matan civiles, unos contratos que proporcionaban importantes ingresos y carga de trabajo en una de las zonas más afectadas por el desempleo. Todo arreglado.

Pero tan sólo unos días después, el 2 de octubre, se produce la desaparición y asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi que ha dejado en una posición, cuando menos, incómoda a las democracias occidentales en sus relaciones con la monarquía saudí. En las últimas semanas hemos visto cómo el periodista entraba en el consulado de su país en Estambul, cómo un hombre salía disfrazado haciéndose pasar por él, cómo Arabia Saudí mentía sobre el paradero del periodista durante semanas, cómo las informaciones apuntaban a que había sido descuartizado y sacado de Turquía en una operación de película, cómo finalmente el gobierno saudí reconocía la muerte del periodista tras una supuesta pelea, cómo el hijo del periodista recibía las condolencias por parte del príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán –quien ha sido acusado de estar detrás de la muerte de Khashoggi- y, en última instancia, cómo la comunidad internacional miraba hacia otra parte. Y no es el único caso.

En este delicado contexto finalmente se produce la comparecencia en el Congreso del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, que en un difícil equilibrio racional condenaba el “terrible asesinato” de Khashoggi, pedía “una investigación para esclarecer los hechos”, pero apostaba por la venta de armas a Arabia Saudí en un acto de “responsabilidad” y en defensa de los “intereses de España” lamentando que “la exportación de armamento es un claro ejemplo de la complejidad de la política”.

La responsabilidad y los intereses de España a los que se refería el presidente del Gobierno no eran más que una defensa de los intereses de la industria de defensa escudándose en la creación de puestos de trabajo. Aún aceptando la justificación de la creación de empleo –sólo en teoría–, ésta es una visión cortoplacista que no soluciona a la larga el problema del paro en los astilleros españoles, sino que únicamente se utiliza como justificación de cara a una opinión pública totalmente sensible al drama del desempleo.

Pero centrémonos en los números del comercio de armamento. Según los datos de la Secretaria de Estado de Comercio, las exportaciones españolas de material de defensa realizadas en el año 2017 ascendieron a 4.346,7 millones de euros, lo que supone un incremento del 285,2% en relación al año 2010, que tuvieron un valor de 1.128,3 millones de euros. Durante el período 2010-2017 el valor total de estas importaciones ascendieron a 24.742,9 millones de euros. El principal mercado de exportación de armamento de España son los países de la UE y OTAN, que en el año 2017 supusieron ingresos por valor de 3.154,7 millones de euros (72,6% del total de las ventas de armamento), siendo Alemania, Reino Unido, Francia y Turquía los principales importadores.

Y en quinto lugar, Arabia Saudí, con compras valoradas en 270,2 millones de euros. Si nos centramos en el período 2010-2017 la tendencia es similar: Reino Unido ha sido el principal importador de armamento español (4.764, 14 millones de euros), seguido de Alemania (3.420,98 millones de euros) y de Francia (2.005,73 millones de euros). En el caso del reino saudí, se ha vendido armamento por un valor de 1.672,8 millones de euros, por lo que si finalmente se realiza la construcción de las cinco corbetas (1.800 millones de euros), éste contrato supondría una cantidad superior a todo el período citado, por no hablar de otros contratos como la construcción del AVE a la Meca o el metro de Riad, que al parecer se conciben como “un todo”.

Si prestamos atención, lo que indirectamente nos están transmitiendo es que dependemos de Arabia Saudí. Veamos. Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), Arabia Saudí fue el segundo importador mundial de armamento en el período 2013-2017 –tan sólo superado por India–, siendo Estados Unidos su principal suministrador (61% de las importaciones saudíes), seguido de Reino Unido (23%) y Francia (3,6%). Estos datos reflejarían que la monarquía saudí no tiene una elevada dependencia de las importaciones de armamento de España, ya que el porcentaje de compras en relación a su totalidad es reducido, mientras que los ingresos que espera percibir España por la venta de armamento a Arabia Saudí si suponen un gran impacto económico en el comercio de material de defensa.

Hasta donde conocemos, no hay una relación directa entre los contratos de las bombas, las corbetas y la muerte de Khashoggi y, por lo tanto, se puede argumentar que son cuestiones distintas. Pero en este contexto nada sencillo, lo que se ha puesto en cuestión son las relaciones comerciales de venta de armamento de España a países que violan sistemáticamente los derechos humanos, como es el caso del reino saudí.

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Hay quien pueda pensar que estas líneas se escriben desde la ingenuidad o desde el “buenismo”, pero nada más lejos de la realidad. Estas cuestiones se plantean desde el conocimiento de la naturaleza de las relaciones internacionales y de la aceptación de que los Estados tienen el  derecho de comprar y vender armamento para su defensa. Pero no todo vale. ¿Alguna vez  se señala que los Estados también pueden elegir a quién venden –o no– este tipo de material? España y la Unión Europea repiten constantemente que defienden unos valores comunes como promover la paz, la democracia, la libertad o los derechos humanos. Pero no se trata únicamente de repetirlo, sino también de ponerlo en práctica. Y la guerra civil en el Yemen –por no volver al repulsivo asesinato de Khashoggi– da argumentos para ello. Un reciente informe de Naciones Unidas afirma que, desde el inicio del conflicto en 2015, han muerto alrededor de 6.500 civiles, más de 10.000 habrían resultado heridos y más de 22 millones de personas requerían asistencia humanitaria –en un país que cuenta con una población de poco más de 29 millones de habitantes–, siendo calificada por la misma organización como “la mayor crisis humanitaria del mundo”. Además, entre sus recomendaciones pide “abstenerse de proporcionar armas que podrían emplearse en el conflicto en el Yemen”. Pero parece ser que hay otros intereses superiores.

El Gobierno ha justificado estos acuerdos en un contexto de enorme desempleo, pero este razonamiento no deja de ser un parche temporal a una cuestión que requiere de nuevas fórmulas que generen empleo y que no pongan en la tesitura de tener que elegir entre trabajo o derechos humanos. Por su parte, la UE ha vuelto a demostrar que no tiene una voz común en política exterior y que cada país antepone sus intereses nacionales a los valores comunitarios. Nada nuevo en el horizonte.

Generalmente las cuestiones relacionadas con la compra-venta de este tipo de material son un tema controvertido a la vez que desconocido por la sociedad. Pero como se ha mostrado, la cuestión central no radicaba tanto en la cancelación de la venta de las 400 bombas que se señalaron al principio del artículo, sino que encontramos cuestiones de tipo comercial –viabilidad de otros contratos– o de tipo electoral –la proximidad de las elecciones andaluzas y el desempleo de la región–, por encima de las cuestiones morales que pudieran plantearse. Este tipo de actividades comerciales, aunque legales, siempre están rodeadas de un secretismo poco higiénico para las sociedades democráticas.

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