Crisis del coronavirus

"Mi madre murió de covid, mi padre murió de pena": un año de dolor y angustia en las residencias de mayores

Carmen Ruiz Mesa, junto a sus padres Ángel y Carmen, en la residencia.

A Ángel y a Carmen los conocían en el barrio de La Guindalera (Madrid) como "la pareja que va siempre de la mano". Cuando ella contrajo demencia y su familia se vio incapaz de seguir cuidándola, ingresó en la residencia Edad de Oro, en El Álamo, un pueblo de la comunidad. Él la acompañó, pese a que no lo necesitaba: quería estar junto a su esposa. 

Carmen falleció el 1 de mayo de 2020. De covid-19, como otros tantos. Sin ser derivada a un hospital hasta semanas después de los primeros síntomas, que fueron tratados como si fueran flemas. Ángel murió el 29 de enero, de madrugada. La residencia sospecha una reacción anafiláctica a la vacuna. Carmen Ruiz Mesa, su hija, dice que murió de pena. Poco antes se intentó suicidar. Ella cree que ambos decesos fueron evitables por los "protocolos". El primero, que abandonó a muchos mayores a su suerte en la Comunidad de Madrid. El segundo, que dejó a los ancianos solos, sin asistencia psicológica y sin los recursos suficientes, sin caras amigas ni visitas de familiares, durante meses y meses de pandemia.decesos fueron evitables por los "protocolos"

El caso de esta familia ejemplifica la doble crueldad del covid en los geriátricos. Primero, azotados por el virus. Y luego, azotados por la soledad, la precariedad, la falta de recursos y la primacía del lucro sobre la salud. 

"El último día que los vi juntos fue el 7 de marzo. La residencia la cerraron el 9. Ya el 7 empezaron a poner pegas. Estábamos con ellos todo el tiempo que podíamos". Carmen Ruiz, hija de Carmen y Ángel, fue a la residencia para iniciar los trámites para un cambio hacia un geriátrico algo más cerca de su domicilio. "Estaban bien. Mi madre tenía su demencia, estaba en su mundo... mi padre de movilidad mal, iba en silla de ruedas, pero la cabeza estaba perfecta", explica. Un mes después empezó la pesadilla. 

"Mi madre empezó a ponerse con fiebre el día 6 de abril". Ruiz recuerda perfectamente cada fecha, cada detalle. Su madre tenía tos blanda y al principio se creía que el covid-19 solo se manifiesta con tos seca, aunque por si acaso empezaron a suministrarle hidroxicloroquina. "En ningún momento los separaron". Hasta el 13 de abril no les hicieron una PCR. Ambos fueron positivos, aunque Ángel, afortunadamente, era asintomático.  

El 16 de abril la llamaron de la residencia. Iban a derivar a Carmen, aunque por su alto grado de dependencia no era candidata para un respirador, un tratamiento bastante agresivo. Hasta entonces, Ángel iba informando a la familia de sus avances por videollamada, dado que era "imposible" hablar con nadie del geriátrico. "Mi padre estaba al lado, viendo como se moría su mujer". Cumplió años el 26 de abril, absolutamente sola. Estaba estable dentro de la gravedad. Pero súbitamente empeoró y se fue el 1 de mayo. 

Carmen madre y Carmen hija.

Carmen fue trasladada a un hospital a pesar de su demencia. Otros no corrieron la misma suerte. A partir del 19 de marzo, a través del llamado "protocolo de la vergüenza", el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso decidió excluir de la atención hospitalaria a toda persona mayor con alto grado de movilidad que sufriera covid. No ejecutó ninguna de las tres alternativas que tenía ante el colapso de la red pública de hospitales: ni trasladó a los mayores enfermos al Ifema, ni usó la red hospitalaria privada para atenderlos, ni medicalizó las residencias. 

El caso de la mujer engrosa las cifras, a las que no solemos poner caras ni historias detrás.  La contabilidad del Imserso asegura que en Madrid han fallecido, durante toda la pandemia, 6.187 residentes en geriátricos con covid o sospecha de covid. Los eleva a 29.782 en toda España. Solo el 7 de abril fallecieron, en la Comunidad, 913 residentes, tras un aumento dramático en la letalidad en estos espacios tras la aprobación del protocolo. Su hija cree que su fallecimiento quizá se podría haber evitado si la PCR hubiera llegado antes, si la hospitalización hubiera llegado antes... y si la residencia hubiera contado con más recursos.

"Al haber distintos niveles de infección tienen que haber distintos niveles de personal. No puede ir un asistente a una persona que está mal e irse al sitio de una persona que está bien. La gente que ha entrado a bañarles o a cambiarles de posición, el pañal, la medicación" no tenía una PCR hecha y podía haber estado en contacto con un enfermo de covid, relata Carmen.

"A mi padre se lo dijimos dos días después"

A pesar de que es una generación fuerte, "que ha vivido de todo" –relata Carmen–, no fue fácil contarle a su padre que su esposa había fallecido de covid. "Queríamos esperar a que por lo menos hubiera alguien a su lado. Decirle a alguien con 90 años que su mujer ha muerto... temíamos que le diera un infarto", explica. A partir del 1 de mayo empezó otra lucha: la de impedir el deterioro físico, mental y emocional de Ángel. 

"Mi padre ha estado nueve meses sufriendo, solo viendo a sus hijas media hora a la semana". Su mujer falleció, no podía estar con su familia y el contacto con los trabajadores del centro era mínimo. Carmen es muy crítica con el geriátrico y su decisión de endurecer los criterios que impuso la Comunidad de Madrid, aunque fuera con la mejor de las intenciones de evitar la transmisión. "Me restaron horas de consolar a mi padre", prosigue la mujer. "En la residencia me decían que es que estaba triste. ¿Cómo no va a estar triste?"

Pasaron las semanas y los meses y llegó la primera buena noticia desde marzo: a Ángel le iban a poner la vacuna. Ya tenía anticuerpos, dado que se contagió de coronavirus pero fue asintomático. Le inyectaron la solución el 8 de enero. Había sido reticente a la inmunización, pero lo convencieron y estaba animado. A la noche siguiente, ingirió nueve lorazepanes. Se intentó suicidar. 

Los días siguientes fueron angustiosos. El primer diagnóstico fue un ictus, hasta que Ángel comunicó a un trabajador cuáles habían sido sus intenciones. La ambulancia tardó días en llegar: no podía acceder a la puerta del centro por la intensa nevada que dejó Filomena. Afortunadamente, fue ingresado y en la planta de psiquiatría del hospital dejaron a Carmen ver a su padre. "Le abracé todo lo que pude". Al volver a la residencia, vuelta a lo mismo: 30 minutos a la semana. Separados por dos mesas de distancia y una mampara. No se escuchaban, así que utilizaban el móvil para comunicarse, pero al menos podían verse. La mujer y su hermana no podían evitar llorar cada vez que iban, tan cerca pero tan lejos, sin un mínimo contacto humano que ayudara a afrontar la pena. 

Ángel, durante una visita de su hija en la residencia.

"Lo que no entiendo es cómo no hicieron una ronda de psicólogos. Están sumidos en una tristeza... lo que quieren es hablar". Carmen y su hermana hicieron una carta a la directora para mejorar el contacto con su padre: asumían toda la responsabilidad de lo que pudiera pasar. Con EPIS, guantes, mascarillas pero sin abrazos: la residencia aceptó. "A mí me daba igual, yo lo abracé", relata la mujer.

En las dos semanas posteriores al episodio, Ángel ya estaba mejor. "No es que estuviera contento, pero ya estaba más animado", explica. "Participaba en el bingo". El 29 de enero le pusieron la segunda dosis de la vacuna. Carmen habló con su padre esa misma noche. Estaba bien. A las 3 y media de la madrugada falleció de una parada cardiorrespiratoria. Los servicios médicos de la residencia sospechan una posible anafilaxia como reacción a la inyección. La pandemia se cebó de manera cruel con la familia Ruiz Mesa, arrebatándoles al padre por un posible efecto secundario del producto que ha venido para librarnos del mal sueño. Justo cuando el país empezaba a ver la luz, el cuerpo de Ángel dijo basta, tras meses bregando con la pérdida y la ausencia. 

La Agencia Española del Medicamento no tiene constancia de ninguna muerte por reacción a la vacuna. infoLibre ha preguntado al Ministerio de Sanidad cómo puede ser que el caso de Ángel no se haya registrado, dado que la residencia envió al organismo su acta de defunción, donde aparece indicada la anafilaxia por la vacuna como posible causa. Hasta el momento, no hemos recibido respuesta. Carmen ya no quiere pelearlo, no tiene fuerzas para una posible disputa con las farmacéuticas. Rechazó hacerle una autopsia, pero lo tiene claro. "Mi padre murió de pena. Yo lo que quiero es que le dejen ya en paz". 

"Es un fracaso político, económico y social"

Durante la tercera ola, relata el grupo de expertos sobre la gestión de la pandemia en Madrid Actuar COVID en su último informe, "se ha continuado con una política de aislamiento de las personas mayores, con visitas de familiares muy limitadas y a menudo con reclusión en los dormitorios, y esto ocurre a pesar de los daños a la salud de esta medida". Una de sus miembros, Victoria Zunzunegui, habla de una pandemia que se ha convertido en sindemia: una enfermedad que se agrava por otras circunstancias ya presentes. Pueden ser otras dolencias u otras desigualdades y carencias que interfieren con el covid. 

Zunzunegui, investigadora especializada en la tercera edad, relató a infoLibre una situación muy parecida a la que ha vivido la familia Ruiz Mesa. Las residencias de la Comunidad de Madrid, explica, "no están cumpliendo con lo que tendrían que cumplir: dar un hogar. Es un fracaso político, económico y social". El covid llegó a un sistema mayoritariamente privatizado, en el que las empresas, para ahorrarse costes, no cuentan con el personal suficiente para atender a los ancianos. No solo basta con darles de comer o suministrarles las medicinas: se trata de hablar con ellos, acompañarles, hacerles sentir queridos. Es algo que pasaba antes de la pandemia y que el virus ha venido a agravar. Las personas mayores se quedan solas y eso agrava deterioros cognitivos o físicos que, en muchas ocasiones, son irreversibles. 

"Los familiares, cuando vamos, hacemos muchas cosas que en realidad las deberían hacer los trabajadores. Pero se parte de la base de que hay un déficit de personal impresionante. Es una de las patas en las que se basa el negocio". Así de rotundo se muestra Miguel Vázquez, portavoz de la Plataforma por la Dignidad de las Personas Mayores en Residencias, que afirma que este abandono se reproduce en todo el país, pero que es especialmente significativo en Madrid y en las residencias concertadas o privadas. "El 73% de las plazas son privadas a nivel estatal. Hay más empleados en las públicas que en las privadas", cifra. 

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Las ratios mínimos trabajador/residente son muy insuficientes, considera. El último acuerdo marco aprobado por la Comunidad de Madrid lo eleva al 0,47 y se han establecido cuotas específicas para gerocultores, cocineros y encargados de mantenimiento. Antes, el personal que no trabajaba nunca en contacto directo con los ancianos contaba para cumplir la ley. Pero sigue haciéndose una trampa, relata Vázquez: el cálculo se hace asumiendo que los empleados están en los geriátricos las 24 horas al día, los 365 días del año. 

Carmen pedía que psicólogos o especialistas en salud mental atendieran a su padre. Aunque fuera, simplemente, para hablar. Nunca pasó. "En el acuerdo marco se habla de personal de atención directa", incluyendo psicólogos y fisioterapeutas, asegura Vázquez. Pero, una vez más, no es suficiente. "Se puede establecer de manera científica cuántos fisioterapeutas se necesitan. Ahora puede haber uno o dos como mucho en una residencia con 100 mayores", explica. 

Ruiz, Vázquez y Zunzunegui coinciden en que no solo se trata del coronavirus. El virus impactó en una estructura injusta, haciendo más pobres a los pobres, más vulnerables a los vulnerables. Ángel y Carmen no pueden volver, pero sí puede despertar la voluntad política para que la residencia sea un "hogar" y no un "infierno", como su hija relata los últimos meses de la vida de Ángel.

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