Octavillas, prensa entre rejas y 'vietnamitas' ocultas en habitaciones secretas: letras clandestinas contra Franco

Cartas sacadas de prisión en el doble fondo de un cepillo y una cartera.

A un lado de la mesa, el inspector de la Brigada Político Social colocó un documento que contenía una confesión incriminatoria. Al otro, una pistola, que acompañó de una amenaza lo suficientemente clara: "O firmas o te pego dos tiros". Y al joven estudiante de Derecho Juan Carlos García Bertrán, detenido durante una redada en la Universidad Complutense de Madrid, no le quedó más remedio que estampar su firma. Aquello derivó en una multa de 50.000 pesetas y una mancha en su historial. Pero podía haber sido peor si alguien se hubiese percatado de que los bolsillos de la cazadora que su familia le había llevado a la Dirección General de Seguridad contenían varias octavillas. Menos mal que sólo él se dio cuenta, lo que le permitió destruirlas en los calabozos de la Puerta del Sol. Primero, rompiéndolas en pequeños trocitos. Y luego, deshaciéndolos con saliba.

La escritura fue uno de los arietes más potentes en la lucha contra la dictadura. Tanto, que constituyó la médula espinal de los partidos y organizaciones de la oposición antifranquista. La propaganda clandestina aportaba cohesión, formaba cuadros y militantes a nivel político y estratégico y, además, permitía el contacto con la sociedad. "Era el órgano central, una especie de corazón que bombeaba a todas las venas de la organización el sustento necesario para su mantenimiento y su reproducción. [...] Sin la prensa y sin el aparato de propaganda [las organizaciones] estaban destinadas a su marginación o desparición", recuerda Jesús A. Martínez, catedrático de Historia Contemporánea, en Vietnamitas contra Franco (Cátedra, 2023).

La obra es el resultado de una larga investigación que el historiador arrancó en 2016 como comisario de la exposición Letras clandestinas, 1939-1976 y que se fue ampliando una vez clausurada una muestra que dejó al descubierto, aunque solo en la epidermis, "la envergadura de un fenómeno cultural, político y social de gran alcance". A lo largo de más de tres centenares de páginas, Jesús A. Martínez repasa en profundidad lo que supuso la cultura escrita de la clandestinidad durante las casi cuatro décadas de dictadura. Lo hace apoyándose sobre un fondo de cerca de cinco millares de documentos procedentes de archivos públicos y privados. Y desde varios ángulos distintos: prensa, libros secuestrados, folletos, octavillas, pintadas, carteles...

De la importancia que la oposición antifranquista daba a la propaganda da buena cuenta un informe de 1946 del PCE a las agrupaciones guerrilleras que luchaban en los montes y serranías: "Tenéis que ver cómo os proveéis de un aparato de propaganda. [...] Para empezar, debéis disponer de una máquina de escribir portátil y una multicopista de madera liviana". O los manuales de instrucciones elaborados por algunas organizaciones para fabricar de forma casera una multicopista manual, llamada popularmente vietnamita en referencia al papel que la propaganda tuvo para el Vietcong durante la Guerra de Vietnam. Solo hacían falta cuatro listones de madera, tela de serigrafía, aglomerado con recubrimiento de plástico, tacos y visagras.

De esta manera, las grandes ciudades se llenaron de imprentas clandestinas. Sólo en Madrid, por ejemplo, se fabricó propaganda al menos en 41 direcciones diferentes entre 1939 y 1952. Una de ellas era la calle Palencia nº35. Allí, en un piso bajo interior, Antonio Donoso, uno de los primeros responsables de propaganda de la Comisión Ejecutiva del PSOE, se encargaba de editar junto a sus camaradas El Socialista. Lo hacían en una pequeña habitación situada bajo la cocina a la que se accedía a través de una trampilla de hierro que se ocultaba en la salita de estar bajo una alfombra sobre la que reposaban una mesa y un par de sillas. Tras acribillar a tiros a Donoso, la policía desmanteló la pequeña imprenta en la que se cocinaron el tercer y cuarto número del periódico.

En aquel Madrid de los cuarenta había escondrijos por todas partes. Un pozo ubicado en un corral de Carabanchel Bajo, por ejemplo, fue durante un tiempo la puerta de entrada a la imprenta de la delegación del Comité Central del PCE en España, de donde salían ejemplares de Reconquista de España o Mundo Obrero. Para la policía, la localización de todas estas multicopistas era fundamental. Una "tarea esencial", recuerda Martínez en su obra, para "yugular el circuito de la propaganda y la propia estructura y actividad de las organizaciones". Lo sabe bien el destacado militante comunista Manolo López. Durante su detención, la pregunta obsesiva de la Político Social era dónde se encontraba la máquina con la que se habían impreso los periódicos repartidos en la Faculta de Derecho.

La prensa periódica clandestina fue la forma de cultura impresa más extendida. Era, al fin y al cabo, el portavoz de partidos y organizaciones políticas y sindicales. La obra analiza el desarrollo de un buen número de cabeceras. Entre ellas, las publicaciones de mujeres, que empezaron a tener mayor visibilidad a finales de los sesenta y primeros años de los setenta –La mujer y la lucha, Alborada o el Butlletí del Moviment Democrátic de Dones–. "Hasta entonces, el papel de las mujeres había resultado fundamental como apoyos o protagonistas de la clandestinidad. [...] Ahora, las nuevas generaciones, vinculadas en parte a la juventud universitaria, desplegaban las primeras formulaciones de feminismo militante, canalizado hacia la oposición política a la dictadura", apunta el historiador.

Letras en prisión

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En Vietnamitas contra Franco también se entra de lleno en la lucha vecinal y estudiantil. O en las letras cautivas. Porque en las cárceles la escritura también fue clave. Entre rejas, y a pesar de la vigilancia permanente, circulaban también periódicos manuscritos. Se elaboraban a partir de las noticias que llegaban desde el exterior –ya fuera a través de las visitas familiares o de aparatos de radio que los presos tenían escondidos en las paredes de sus celdas– y eran casi siempre ejemplares únicos, que se pasaban a escondidas de unos a otros. Publicaciones que, en algunos casos, podían ocultarse en la palma de la mano. El minúsculo Ahora, suplemento local y órgano de la Juventud Madrileña, apenas tenía cuatro centímetros y medio de ancho por seis centímetros de alto.

También el género epistolar fluyó en las prisiones. Y lo hizo bajo la atenta mirada de los carceleros, que leían cada carta que salía y entraba. Tal era el celo de los censores que, en algunos casos, llevaba a equívocos. Marcelino Camacho, por ejemplo, tuvo muchos problemas cuando escribía desde la cárcel de Carabanchel a su familia de Tolouse porque los carceleros pensaban que las cartas que recibía de su tío Sebastián, que hablaba un castellano afrancesado, estaban cifradas. Pero ese tipo de cartas, que por su sensibilidad se escribían en clave o con una suerte de tinta invisible, salían de prisión por otras vías no oficiales. En algunos casos, en carteras de doble fondo. En otros, como etiquetas de botellas de leche o en cepillos de zapatos.

"La letra impresa fue, desde muchos puntos de vista, una dimensión vital para los presos. La información y la comunicación eran necesarias para la supervivencia y la organización. Y desde luego para la moral", explica el historiador en la obra. Un libro que no es –ni pretende serlo– una historia más de la oposición política al régimen de Franco. Es, más bien, una historia de la cultura escrita. Un recuerdo bien documentado de la palabra como arma contra la dictadura.

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