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Don Juan no era un héroe y 'Lolita' no es una historia de amor

Jeremy Irons y Dominique Swain en la adaptación cinematográfica de 'Lolita' (1997).

Nuria Varela

Se puso de moda hace un tiempo y este año ha sido proclamada palabra internacional del año por Oxford Dictionaries. Es la palabra reina, el concepto tendencia: es la postverdad, que define las circunstancias en las que los hechos son menos influyentes sobre la opinión pública que las emociones o las creencias personales. Sin embargo, para las mujeres es una tendencia antigua, muy antigua. Ya nos lo había advertido Poullain de la Barre en el siglo XVII: “Es incomparablemente más difícil cambiar en los hombres los puntos de vista basados en prejuicios que los adquiridos por razones que les parecieron más convincentes o sólidas. Podemos incluir entre los prejuicios el que se tiene vulgarmente sobre la diferencia entre los dos sexos y todo lo que depende de ella. No existe ninguno tan antiguo ni tan universal”.

Unos prejuicios tan arraigados culturalmente, que han conseguido naturalizar la desigualdad entre mujeres y hombres, hacerla invisible a fuerza de conseguir que sea “normal”. Uno de los mecanismos más eficaces para conseguirlo es hacer pasar el masculino por neutro. Igual que la RAE se empeña en decir que el género masculino de las palabras representa el masculino, femenino y neutro, que siempre es la opción preferente y que tiene capacidad semántica para incluir al femenino, multitud de discursos esconden el sujeto masculino, haciéndolo pasar por un sujeto “neutro”. Ese falso neutro no sólo invisibiliza a las mujeres y provoca fallos en la comunicación, además, sugiere también una neutralidad de intereses. Los ejemplos se reproducen en los medios de comunicación e incluso en los libros de texto. Así, es habitual encontrar frases como: “A los ingleses les gusta el té y las mujeres rubias”, o un clásico de los libros de primaria: “Todo el pueblo bajó al puerto a recibirlos quedándose en la aldea las mujeres y los niños”.

Ese masculino convertido en falso neutro está tan arraigado que, de hecho, impregna también nuestro imaginario cultural. Exactamente igual que abandonamos las aulas con el convencimiento de que la Revolución Francesa aportó como ideas universales la igualdad, libertad y fraternidad sin que nadie nos explique que todo eso lejos de ser universal sólo se refería a los hombres y que todas las mujeres salieron de aquel momento histórico peor de lo que entraron, con menos derechos y alejadas de cualquier posibilidad de ciudadanía; nuestros referentes están cargados de medias verdades, medias mentiras o verdades a medias. No, Salomón no era sabio, Don Juan no era un héroe y Lolita no es una historia de amor. Salomón sólo era un patriarca con capacidad para tomar decisiones que, una vez tomadas, y por la única razón de que eran suyas, se convertían en sabias por los siglos de los siglos. Es decir, Salomón tenía autoridad. En el famoso juicio relatado por la Biblia, el patriarca decide que quien dice la verdad es la mujer que reniega de su propia palabra, la que se desdice de sus afirmaciones, la que reconoce haber mentido… Como señala la filósofa Celia Amorós, nadie ha explicado por qué no podía ser la verdadera madre la que coloca por delante su honor, la honradez y verdad de su palabra. El hecho fue que el famoso juicio supone una muestra más de cómo queda insertada en nuestra cultura la convicción de que la palabra de las mujeres es irrelevante y carece de valor testimonial. Como quedó fijado en nuestra cultura el personaje de Don Juan como un mito, un icono de la libertad y la transgresión, cuando en realidad es un modelo de destrucción, de falta de empatía, de crueldad y desprecio por los demás. Como recurrente es la historia de Lolita, una niña secuestrada y violadaLolita entre los 12 y los 14 años, como una historia de amor; un personaje que ha quedado en el imaginario colectivo fijado como una nínfula tentadora de hombres indefensos que caen en sus redes.

Seguramente, ni el mismísimo De la Barre se podría imaginar que esos prejuicios, esos argumentos basados en la autoridad, la costumbre o la tradición, pero sin conexión con la realidad, se mantendrían vivos siglo tras siglo hasta llevarnos al XXI imbuidas en una verdadera cultura del simulacro. Una cultura en la que el patriarcado disimula el poder que tiene -cuanto menos se le note, mejor- y simula que la igualdad entre mujeres y hombres es un objetivo ya conquistado en las sociedades democráticas. En la época de la postverdad, las mujeres nos enfrentamos, además, a la nueva misoginia y al neomachismo. Las actitudes de desprecio y discriminación de siempre pero ahora, también, con formas más sutiles, envueltas en un velo de igualdad. Como si a la vista de que la discriminación y la violencia contra las mujeres no disminuyen, el patriarcado hubiera decidido meterlas debajo de la alfombra. En vez de combatirlas, se esconden, se niegan o se disimulan, según los casos.

La doble jornada laboral

Así, es un discurso recurrente el velo de la igualdad, la teoría que defiende que hombres y mujeres tenemos los mismos derechos y vivimos en las mismas realidades, que los objetivos ya están conseguidos y el patriarcado ha muerto. Sin embargo, no hay ni un solo indicador en la España actual que nos muestre esa igualdad. En 2016, las mujeres dedican de promedio una hora y 57 minutos diarios más al conjunto de tareas domésticas y de cuidados que los hombres. En el caso de los hogares formados por una pareja heterosexual con hijos, la dedicación diaria de las mujeres casi duplica la dedicación diaria de los hombres (cuatro horas y 37 minutos las mujeres; dos horas y 34 minutos los hombres). La brecha salarial se sitúa en el 24% y, en el caso de las pensiones, se dispara hasta el 40%. Las mujeres entre los 16 y los 24 años tienen una tasa de afiliadas a cualquier régimen de cotización (incluidas autónomas) del 20,35% y entre los 25 y 45 años se queda en el 59%. La modalidad temporal de “eventual por circunstancias de la producción”, con una duración igual o inferior a un mes, fue en 2015 la más frecuente entre las trabajadoras. La brecha de género es negativa para las mujeres en 11,58 puntos en la tasa de actividad y de 10,95 en la tasa de empleo, según el Informe del Mercado de Trabajo de las Mujeres de 2016. Aún más, en el estudio mundial de la brecha global de género (Global Gender Gap), España ha caído 13 puestos en los últimos cuatro años. En 2011, España estaba en el puesto número 12 desde el que ha caído al 25. La peor nota la obtiene en el área de salud, donde ocupa el puesto 93, lo que supone un descenso de 37 puntos en cuatro años. No, el patriarcado no ha muerto.

En la cultura del simulacro y la nueva misoginia, la desigualdad pretende hacerse invisible pero persisten, con una resistencia nada desdeñable, los micromachismos, los mitos del amor romántico, la cultura de la violación -aquella que culpabiliza a las víctimas de sus propias agresiones indagando sobre cómo iban vestidas, dónde estaban, a qué hora, si habían consentido…-, y, como explica Rebecca Solnit en su reciente libro Los hombres me explican cosas (Capitán Swing), la invitación al silencio. Solnit define así, como “una invitación al silencio”, en qué consiste buena parte de la violencia que sufrimos las mujeres. Es el mansplaining, que ella misma popularizó como “la actitud de un hombre que explica algo a alguien, normalmente a una mujer, de un modo considerado condescendiente o paternalista”. Persiten, también, la cascada de insultos en las redes sociales -tal es su magnitud que la Fiscalía General del Estado, en la Memoria de 2016, advierte sobre lo que denomina violencia de género digital-, el mobbing, el matonismo verbal de algunos articulistas, el machismo discursivo, que el sociólogo Diego Gambetta define como el tono que utilizan ciertos varones que ocupan una posición social reconocida para disfrazar sus argumentos, un tono rebosante de contundencia para ocultar las carencias en la construcción y exposición de dichos argumentos. Simulando neutralidad cuando en realidad está defendiendo sus intereses. En la cultura del simulacro todo el mundo defiende la igualdad y se posiciona contra la violencia de género, pero con frecuencia, escuchamos rugir estadios de fútbol repletos gritando frases de apoyo a un maltratador o insultando a la mujer que le denunció.

Feminismo en movimiento

Según las cifras oficiales, entre el año 2000 y 2015, fueron asesinadas en España por violencia de género en contextos de pareja 970 mujeres. Una cifra tan rotunda que no soporta ningún intento de minimizar el machismo ni la violencia que acarrea. Sólo por comparar e intentar hacerse una idea de su magnitud, en 43 años de existencia, ETA asesinó a 829 personas. Sin embargo, la cultura del simulacro, consiente banalizar la violencia machista y permite el ejercicio de la desigualdad que la alimenta. Podemos seguir ignorando esta guerra que asesina, viola y destruye la vida de miles de mujeres en el mundo, pero ya es hora de que dejemos de creer en los mitos y en las ideologías dogmáticas que defienden que la desigualdad entre hombres y mujeres es natural, histórica y, en consecuencia, irremediable. Ya es hora de trabajar para construir un mundo habitable también para las mujeres, donde las niñas tengan el derecho a vivir sin violencia y también, ya es hora de trabajar para educar a los niños dándoles la oportunidad de hacerse hombres no violentos.

*Este artículo está publicado en el número de marzo de tintaLibre. Puedes consultar todos los artículos de la revista haciendo clic aquí. aquí

 

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