Que se te mueran los conejos
Yo era la primera en salir porque vivía más lejos de la carretera. Siempre en bici, sobre las dos y media. Las demás esperaban a que las llamara al timbre y bajaban. A veces ya me estaban esperando abajo, y eso era o porque se habían peleado con alguno de su familia o porque tenían que decirme algo importantísimo, un cotilleo que nos entretendría durante horas: a alguien le había venido la regla, alguien se había peleado a hostia limpia con alguien, alguien se había hecho un tatuaje o se había escapado a ver un concierto a Milán sin el permiso de sus padres, alguien se había enrollado con alguien, incluso alguien “ya lo había hecho”.
También en Italia, incluso tocando a los Alpes, entre las dos y las cuatro de la tarde se guarda reverencial silencio. A la siesta se la llama pennichella y su valor no se comprende a los catorce años. Por eso Marta, Mina y yo, todos los santos días del mes de agosto, a la hora de la pennichella, agarrábamos las bicis bajo el solazo de la hora de la telenovela y nos hacíamos cinco kilómetros para llegar a nuestra playa favorita.
Siempre había que hacer una parada técnica al poco de salir. Para no pillar una insolación nos mojábamos el pelo, las gorras y las camisetas, y ya que estábamos rellenábamos las cantimploras. El lavadero estaba en la plaza del pueblo, justo delante de la ventana de doña Pinetta. Se había autoproclamado guardiana del sistema hídrico local y no se permitía descansar ni durante la siesta de rigor. Escondida detrás de las contraventanas color verde botella de su casa, doña Pinetta, en cuanto percibía según ella un uso abusivo del agua pública, se asomaba y profería los insultos más socorridos en el dialecto de la zona. Pelande!, o sea, ¡Zorras!, nos gritaba, y nos tiraba una chancleta. Ni que decir tiene que nunca nos dio. Una vez nos escondimos para verla salir a recuperar su proyectil y cuando lo tenía ya en la mano le correspondimos con un Vegia de merda!, Figa morta!, D’una logia!, Va a ciapà i ratt!, Che te creparesen totti cunili!. O sea: vieja de mierda, coño muerto, putón, vete a cazar ratones, que se te mueran todos los conejos. Ni siquiera se lo dijimos gritando, por respeto a la pennichella. Se lo dijimos desde cerca, rodeándola, preparadas ya en las bicicletas para salir corriendo. No éramos para nada unas maleducadas, sacábamos hasta buenas notas en según qué asignaturas (yo en Inglés e Historia), pero aquel día la Mina, con razón, se hartó de la amargada esa, que además siempre le dejaba a deber dinero a su madre en la carnicería, e inició la acción restitutiva de nuestra adolescente dignidad. ¿Volvió a llamarnos putas la puta vieja aquella? Desde luego, no a la cara. Un gran paso para nosotras y todavía un paso más grande para la restitución de la justicia universal.
A mí me gustaba atarme la camiseta mojada en la cabeza y hacer todo el trayecto en bici sólo con la parte de arriba del bikini, los pantalones cortos y la riñonera. También yo fui víctima del pudor de muchacha que no quiere enseñar el cuerpo recientemente florecido, y ni siquiera estando solas en la playa dejaba las tetas al aire. En los pies llevaba mis fieles All Star. Me las había comprado mi madre en septiembre del año anterior para las clases de gimnasia. Las vendían en el Eletta, la zapatería más grande de la ciudad. Las All Star estaban siempre en el expositor que nada expone porque todo está mezclado, esos de al lado de las cajas para que hagas la última compra compulsiva. Costaban diez mil liras (poco más de cinco euros). Las había azules, rojas o blancas. Te duraban un año y de todos los colores las tuve.
Pedaleando por la zona industrial vacía, con las empresas cerradas por las vacaciones de agosto, nos sentíamos la banda de los Rojo de Por un puñado de dólares, o las tres moteras de Faster Pussycat! Kill Kill! antes de coger la carretera nacional desierta. Tres forajidas a caballo o en moto preparadas para dar el siguiente golpe. Nuestro golpe, de hecho, era infalible. A fuerza de rutinarias repeticiones habíamos alcanzado la perfección.
El Elledì estaba más o menos a mitad de camino. Era un supermercado de marcas blancas, o sea, más barato que el resto. Sólo entrábamos Marta y yo. Mina nos esperaba fuera, así no teníamos que atar las bicis para, en caso de fuga, salir disparadas. Nada más entrar, Marta y yo nos separábamos, así desorientábamos a los dependientes. Teníamos que ser muy rápidas o se coscarían. Yo sólo tenía que mangar las pilas para la radio. Necesitábamos seis de esas grandes rectangulares. Las escondía en la riñonera y luego en caja pagábamos una lata de Fanta o de lo que fuera, pero mejor si podía salía directa sin comprar nada. Marta tenía un don para el hurto y una carita de niño Jesús. Nunca sospechaban de ella. Cuando ya en la playa nos enseñaba el botín, Mina y yo no nos lo creíamos. Una vez Marta fue capaz de mangar una sandía entera.
Después del segundo relleno de cantimploras en la fuente más cercana, para llegar a nuestro rincón teníamos que recorrer un túnel larguísimo. Nunca acababa y transcurrido un rato el pestazo se te incrustaba en el cerebro. Cogí la costumbre de taparme la nariz y la boca con la camiseta, atándomela en plan bandida. Por suerte, al ser agosto y estar la carretera desierta, no había que sumar al olor a putrefacción el de los negros tubos de escape de los años noventa.
Saliendo del túnel se giraba a la derecha por un camino de tierra y, al fondo del todo, estaba nuestra playa. Para llegar había que pasar un pequeño muelle, una discoteca, unos cuantos chalets ilegales, una pizzería medio ilegal, un garito con terraza, montañas de arena (había una mina), más chalets ilegales, una curva y fin de la carretera. Ciertos políticos honestísimos y visionarios habían proyectado que justo ahí empezaría un segundo túnel que habría agilizado el tráfico dirección Bellagio. Las obras empezaron con el visto bueno de todas las instituciones y la bendición del obispo, pero, por razones típicamente italianas, se interrumpieron a los pocos cientos de metros, dejándoles a los punkis y a los raveros locales un techo bajo el que cobijar sus fiestas hasta bien entrado el mediodía.
Atábamos las bicis a las cancelas que prohíben el paso al túnel inconcluso y nos encaminábamos por un sendero paralelo al agua hasta llegar a nuestro paraíso. Lo llamábamos “la playita” pero en realidad era un puente que se alzaba unos diez metros sobre el agua, de unos quince metros de largo y poco más ancho que un coche. Era un puente provisional pensado para transportar los explosivos que poco a poco irían abriendo la montaña, de ahí lo corto y estrecho que era. Nunca fue utilizado.
En cuanto llegábamos, Marta se quedaba en bañador y se tiraba al agua. Sus saltos al principio me daban miedo, pero siempre emergía contenta y dejé de preocuparme. Mina, por su parte, antes de tirarse tomaba el sol su buena media hora. Cuando se sentía inspirada se levantaba, se ponía en el filo del puente, gritaba y se tiraba. El ruido que hacía su cuerpo al tocar el agua ponía los pelos de punta. Con ella sí que me asustaba, tanto que me quedaba mirando hasta que sacaba la cabeza y emitía su grito de euforia, pero los cinco segundos subacuáticos se me hacían una eternidad.
Yo nunca me tiraba del puente porque tengo vértigo y me cago con los deportes extremos. “Venga, que es una tontería”, me decían las otras dos. “La misma fuerza de la caída te hace salir a la superficie sin ningún esfuerzo, no hace falta saber nadar bien”. No dudaba de sus palabras, pero yo prefería el baño tranquilo y dedicarme a mi especialidad: hacer el muerto. Me concedía la embriaguez del vuelo sólo cuando saltábamos desde una peña de dos o tres metros, cosa que ocurría cuando nuestro puente lo había ocupado algún grupito de quinquis del pueblo de al lado del nuestro y, por tanto, enemigo. No era que fuéramos tímidas, es que queríamos estar a nuestro rollo. Como nos tocaba mucho el coño no poder estar en el puente, poníamos la radio a todo trapo la tarde entera para que los intrusos entendieran de qué pasta estábamos hechas. Total, las pilas eran gratis. Sólo teníamos tres casetes, pero los tres eran la hostia. Una era Punkorama vol. 2, una recopilación de grupos de punk-rock extranjeros que salía con una revista. La otra era, por la cara A, Ramones-Ramones, y por la cara B, Sex Pistols-Never Mind the Bollocks, con todos los títulos escritos a boli por mi prima Tatiana, que me la había grabado. La última pero no por ello menos importante era, cara A, Pensione Libano, y cara B, Pornoriviste, mi grupo favorito de aquel entonces, con el cantante que escribía todas las canciones sin la letra erre porque no podía pronunciarla bien.
La vuelta a casa se convertía en un desafío, sobre todo después de fumarnos un porro. El túnel se nos hacía todavía más largo y hediondo, y la carretera era casi toda en cuesta, lo que al menos nos aseguraba que llegaríamos a casa con el colocón bajado. Las pausas para rellenar las cantimploras duraban el doble que, a la ida, y las risas eran cansadas. Más de una vez llevé la bici a mano en la última cuesta interminable que me llevaba a casa, ya sola. Ciao Marta. Ciao Mina. Hasta mañana.
Déjenme llorar mi pena: hoy el sistema hídrico local no lo controla magnánimamente la chocha de la Pinetta sino un holding vinculado a la mafia calabresa. Chavales en bici ya no se ven, pero sí que hay un carril bici promovido por la mafia misma que recorre la zona menos salubre de toda la cuenca del Lario Oriental. El Elledì cerró y en su lugar hay un gimnasio y una yogurtería. El lavadero está clausurado para que no entren los yonquis, y luego se llevan las manos a la cabeza porque se pinchan en mitad de la plaza.
Nuestra playa ahora es privada. Las tumbonas se alquilan a 15 euros al día y 15 euros te cobran por una pizza margarita que ni siquiera hacen allí, te la traen de quién sabe dónde y llega fría. El frigorífico para las bebidas está enchufado a un generador que va a gasolina, porque la electricidad, ese dios del progreso, no habrá llegado, pero el espíritu del turismo para anegar de ruido y peste la playa sí. Para qué mencionar los hidropedales de alquiler, las motos de alquiler, los coches de alquiler, las bicis de alquiler, los posados para los selfis, el envilecimiento generalizado del que somos cuarentones testigos, pero no convidados de piedra. Y tenemos todo el derecho y obligación de quejarnos, como teníamos todo el derecho de maldecir a la que nos llamaba putas. Tenemos todo el derecho a decir “puto George Clooney, ¿no podías haberte comprado un rancho en Arizona y dejar de atraer yanquis a la puerta de mi casa?”. El primer gringo con tirón pop que vino fue Kennedy. Era 1963. En aquella época, Pietro Vassena, inventor de la ciudad de Lecco, quiso poner en práctica su skivass, unos esquíes flotantes que permitían caminar sobre el agua. Con ocasión de la presidencial visita, Vassena no desaprovechó la ocasión para promocionar su artefacto: él en traje de chaqueta y su hijo con una camiseta de gondolero, se calzaron sendos skivass y atravesaron el lago para ver a John Fitzgerald desde el agua, sin nunca tocar la orilla. Lo más cerca que estuvieron del presidente fue a mil metros. La distancia justa para no ser interceptados por las medidas de seguridad y poder desearle que se fuera a cazar ratones y que ojalá se le murieran todos los conejos.
*Cristina Morales es escritora.