La pornografía de la intimidad: del VHS al Instagram
A pesar de ser casi analfabeta, mi abuela disfrutaba las tardes en el sofá con las novelas de Harlequín. Las cubiertas donde aparecían mujeres en arrebato de amor, abrazadas a hombres en mangas de camisa, excitaban mi imaginación infantil: ¿qué más harían los protagonistas a lo largo de las páginas de novelas rosas tituladas Jazmín, Bianca o Deseo? Eran ejemplares a 250 pesetas cada uno que veía devorar a mi abuela con la misma atención que ponía para ligar, una a una, las letras de su nombre cuando le tocaba firmar. Las custodiaba tan bien que nunca logré arrebatárselas para hojearlas.
El celo de mi abuela me alejó de los misterios de la seducción heteropatriarcal, pero no tardé en aprender la mecánica sexual a través de los cómics porno explícitos que mi padrino coleccionaba y amontonaba, sin ningún tipo de cuidado, en los cajones de su despacho. En esa misma habitación de un piso pequeño, se pasaba las horas mirando y grabando películas pornográficas, de dos en dos. Lo hacía en dos pequeños monitores de cubo, lo bastante grandes para no perder detalle. Luego, cuidadosamente, escribía el título de la película en una pegatina blanca y lo enganchaba en el lomo de la cinta VHS, que dejaba en su estantería, junto a las demás. Una orgullosa videoteca del porno, reservada a sus amigos, que jamás excitó mi imaginación. Nunca intenté hurtar una de esas cintas para mirarla a solas.
De la misma manera, tampoco perseguí las confidencias de mis amigos, mayores que yo, después de visitar los burdeles del pueblo y de los alrededores. Todavía acelerados, necesitaban compartir los pormenores de sus noches (o tardes) en habitaciones a 50 euros la hora. Describían a unas prostitutas habladoras, ajenos a que su único deseo real era, seguramente, que el tiempo pasase rápido. A través de sus visitas secretas a los prostíbulos, descubrí más del sexo y del poder de lo que jamás había querido saber. Albergaban la esperanza infantil y machista de convertirse en un Richard Gere low cost, aunque nunca llegaron a cumplir ese sueño discreto, entrelazado con otros muchos.
Que mi padrino acumulase esa ingente cantidad de porno, o que los amigos y referentes de una menor de edad fuesen puteros confesos no despertó especial preocupación en mi entorno. Mi madre tampoco se esforzó nunca demasiado en esconder su propio material pornográfico: las películas descansaban bajo la mantelería del domingo guardadas en la consola del comedor. Las podía encontrar cualquiera, pero nunca dejarían de ser material privado. Eran preferencias, filias, hobbies o deseos pueriles que atravesaban nuestras vidas, en la más estricta intimidad de cualquier secreto a voces.
Ese universo clandestino de exhibición empezó a mutar mucho antes de lo que parece. “El entretenimiento para adultos fue uno de los primeros negocios que surgieron, y que daban mucho dinero, con cosas como las líneas de teléfonos con tarificaciones especiales”, recuerda el profesor Óscar Coromina, investigador del grupo de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Barcelona (UB). En aquellos años noventa de teléfonos fijos, las historias reales y los bulos de deudas y suicidios por facturas de hot lines impagables corrían como la pólvora, sin necesidad de redes sociales. “El caso de Minitel fue escandaloso en Francia”, añade el profesor, sobre el servicio telemático pionero galo, que permitía consultar horarios, guías telefónicas, el tráfico, comprar entradas… y que tuvo la variante Minitel rosa. Se podía “organizar una orgía jugueteando con su teclado”, recogían las crónicas de El País.
Poco a poco, la lógica propia de un mundo privado que se escondía en folletines para amas de casa, en cintas de vídeo de VHS para aficionados al porno o en los cuchicheos de amigos puteros colonizó el espacio virtual, prácticamente casi desde el principio. “Es un negocio que está muy ligado al negocio de internet”, subraya Coromina, sobre un nuevo paradigma que descubrimos con los módems que ocupaban la línea de teléfono. En un abrir y cerrar de ojos, se pasó de una conexión rudimentaria exasperante, a un capitalismo de plataformas que condiciona desde el mercado de la vivienda al de los afectos.
“¿Es solo una impresión, o ya se sexualiza hasta el preñamiento?”, escribo a un grupo de amigas por Whatsapp, a las que interrumpo a las nueve de la noche. Acompaño la pregunta con la fotografía de Úrsula Corberó embarazada que ella misma ha colgado en su Instagram. “Está guapa la tía. Y sexy”, responde una de ellas, sobre la imagen de la actriz, arrodillada sobre un sofá blanco. No lo digo directamente, pero es evidente que la imagen de Corberó embarazada y sexual me molesta. “¿No se folla preñada?”, provoca mi amiga, que sigue el debate con una cascada de fotos de mujeres famosas y embarazadas. Unas más sugerentes, otras menos, pero todas, absolutamente todas, radiantes, bellas y deseables.
He descubierto la imagen de Corberó a través de X, mientras leo (ya casi nadie hace solo una única cosa) al filósofo surcoreano Byung-Chul Han. “No son más que autorretratos pornográficos o autoexhibiciones, una manera de hacer publicidad de uno mismo. Publicar un apunte, darle al botón de ‘me gusta’ y compartir son prácticas consumistas”, escribe en su ensayo La crisis de la narración, sobre las stories que subimos en las redes. La foto en Instagram de Corberó, al cierre de este artículo, ha sido republicada casi 30 mil veces, suma tres millones de likes, y reúne 39.000 comentarios. Al pensarlo un poco más, concluyo que la foto de Corberó no es tan distinta de la que publiqué vestida de runner para anunciar mi embarazo. En mi defensa, diré que un tiempo después borré la imagen, incómoda con mi propio exhibicionismo.
Voyeurismo y exhibicionismo
“El deseo sexual de ver es un impulso generalizado natural. Es un deseo de ver y de descubrir, y no se debe demonizar ni menospreciar”, opina el catedrático en Antropología en la UB y cineasta Roger Canals. Pero combina mal con unas redes sociales donde se ha “desbordado” la idea del “sujeto sexual”, opina Canals. Se trata de un entorno donde “la cuestión sexual es una idea competitiva, egocéntrica, que se fabrica en oposición a otros, con una lógica liberal”, explica. Sus reflexiones me conectan con el pódcast Del saber al hacer, de la actriz porno Esperanza Gómez, y la psicóloga y sexóloga Flavia Santos. Lo escucho a las seis de la mañana –única hora posible para el deporte, en tiempos de autoexplotación–porque habla de voyeurismo y exhibicionismo. “Me parece muy curioso ver a gente que no tiene relación con el entretenimiento y muestran todo, absolutamente todo de su vida. Si yo no perteneciese a este mundo, no tendría redes sociales. Es muy incómodo estar mostrando todo el tiempo lo que uno hace, la vida íntima”, asegura la actriz Gómez. Flavia Santos remata la idea: “Yo no estoy en el mercado porno, pero al final, queriendo o no, también hago pornografía… Foto con el vestido de baño, foto en el gimnasio… Retoca, mira si la foto quedó bien, muestra un poco de culo, muestra un poco de escote… Eso es exhibicionismo, eso es pornografía”.
La profesora y psicóloga clínica Pilar Medina-Bravo, coordinadora del grupo de investigación CritiCC, especialista en perspectiva de género, me ayuda a comprender la nueva, y también vieja, realidad. Para ella no cabe duda de que estamos ante una cada vez mayor “pornoficación de la cultura”. No usa redes, pero no lo necesita para entender qué ocurre en ellas: un narcisismo altamente sexualizado con lógicas de autoexplotación de corte neoliberal. Es el tan citado capital erótico, que popularizó la socióloga británica Catherine Hakim desde la condescendencia con la mercantilización del cuerpo. “Se ha generado una pulsión donde todos los afectos de las personas son públicos, y deben ser públicos. Una existencia social y un capital para tener seguidores y comentarios”, desgrana Canals. “Mientras publicamos posts, compartimos y apretamos el botón de me gusta, nos sometemos al régimen del control”, abunda Byung-Chul Han.
En la película francesa Diamante en bruto (2024), dirigida por Agathe Riedinger, la protagonista solo ve una salida a su vida de casas de acogida y tutelas: participar en un reality en una isla perdida de famosos. Además del aspecto adecuado, necesita el éxito en las redes, los likes… “Las 50.000 personas que me adoran”, le grita a su madre, enseñándole la pantalla del móvil, desde donde brotan los ‘me gusta’ a sus vídeos cada vez más impactantes. “¿Desde cuándo es un talento que te quieran?”, le reprocha una madre que no entiende una palabra de lo que le cuenta su hija. “Tener muchos seguidores es un intangible de mucho valor. Si eres una mujer, y cuelgas fotos picantes, aún logras más”, constata Oscar Coromina, sobre algo que casi necesita explicarse. En ocasiones, no se limita a la adicción del like. Lo contó en prime time la rapera jerezana Mala Rodríguez. “Somos nuestras proxenetas”, le dijo en una entrevista al periodista Jordi Évole sobre su paso por la plataforma de Only Fans.
Pero siempre queda un rincón para la esperanza. “Todo lo que ocurre en las redes sociales preocupa mucho más de lo que preocuparía si pasase en el plano físico”, reflexiona la investigadora Zenaida Andreica-Gheorghe, investigadora de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), miembro de SexAFIN, un grupo de especialistas que trabajan la educación afectivo-sexual en los centros educativos. “Hay unos riesgos que los hemos asumido como positivos, como cambiar de ciudad para empezar la universidad, y otros riesgos como peligros vinculados al ecosistema mediático”, coincide la profesora agregada de la Facultad de Información y Medios Audiovisuales de la UB Maria-Jose Masanet. Las dos aportan un balón de oxígeno: los jóvenes no consumen las redes como los adultos pensamos.
“No suben fotos, todo ocurre a través de las stories, de los cross friends”, explica Andreica-Gheorghe. Los miedos y los avisos constantes que hemos vertido sobre los niños y los jóvenes sí han servido de algo. “Es su vida personal, y no quieren que salga”, dice, sobre la idea confusa que tenemos de su comportamiento en las plataformas. Pensamos que ellos se exhiben de la misma forma que nosotros, cuando en realidad son más cuidadosos, e incluso dan a las redes usos para los que no fueron creadas, como ligar. “Para ellos es más seguro conocer a una persona por redes, porque normalmente en Instagram es una amiga de una amiga”, cuenta Masanet.
Ambas admiten que hay un acceso temprano al porno, que necesita conversaciones sinceras con los niños y los jóvenes, mucho antes de lo que se hacía. Pero incluso en ese porno que tienen a su alcance también pueden encontrar respuestas a la configuración de su personalidad, sobre todo en las sexualidades no normativas. “Por ejemplo, una persona joven que tenía una relación con un chico trans, que siempre había estado con chicos Cis, que decidió buscar vídeos para aprender a hacer un cunnilingus”, me cuenta Masanet sobre un caso real. También critica la frivolidad con la que se habla de adicción a las redes: “Es una patologización que le pasa a poca gente”.
Sea cual sea el prisma desde el que miran el mundo, todos los entrevistados coinciden en que ya no se pueden entender por separado los espacios físicos y los virtuales: conforman nuestra vida de manera conjunta. Podemos vivir “atrapados en nuestras propias imágenes, como una forma de condena, como una trampa” en una “hipervisualización” de todo lo que hacemos, como Canals considera que muchas veces nos ocurre. O depositar nuestras esperanzas en las futuras generaciones, y confiar en que encuentren nuevas y mejores maneras de relacionarnos.
*Rebeca Carranco es periodista de ‘El País’.