La portada de mañana
Ver
El Gobierno sacará adelante el plan de reparación para víctimas de abusos con o sin la Iglesia

Una tarde de compras

El rey emérito Juan Carlos I embarca el "Bribón".

A primera hora de la mañana llegó un motorista con una misiva para don Juan Carlos. El agilísimo jubilado se hizo con ella antes de que pudiese interceptarla; cuando llegué, la leía con fruición. "El marqués de Pocafrente me invita a una montería". Creo que no se le veía tan contento desde que consiguió colar la inviolabilidad en la Constitución. Servidor resoplaba, por el disgusto y por la carrera. El rey, peligrosamente animado, se levantó de la silla y me dio unas palmaditas en el hombro: "Joaquín, tienes que llevarme de compras: no tengo qué ponerme".

Escuché aquellas palabras como el preludio de una serie incontable de desgracias. Por supuesto, su majestad quería organizar un desfile triunfal que subiese por la Castellana hasta la calle Serrano, donde planeaba pasearse por las tiendas de la "milla de oro" al dulcísimo son de una ovación popular. Raudo, convoqué al gabinete de crisis en el cuarto de contadores: don Juan Carlos no podía cruzar el perímetro de la M30 costase lo que costase. Entre los generales del Estado Mayor, dos agrimensores y un primo segundo del electricista trazamos un osado plan de evasión.

Conspiraciones

Conspiraciones

Paso uno: montaríamos al rey en el Seat Ibiza de los domingos. Detrás, en la C15, los escoltas. Delante, dos húsares del regimiento de la princesa a lomos de un Vespino. Segundo: a los cinco minutos, el chófer pondría la radio. Sonaría una grabación en la que Carlos Herrera y Susanna Griso discutirían sobre el sobrevenido y gravísimo socavón producido en el centro de Madrid. Tercero: apremiaríamos al rey para cambiar de destino. La montería apremiaba y tenía que preparar su ajuar.

A los veinte minutos, nuestro coche se adentraba en el aparcamiento de un suntuoso centro comercial de la nobilísima villa de Alcobendas. Diseñadas por un interiorista borracho aficionado a las películas de Walt Disney, una veintena de galerías se desplegaban ante nosotros. Tiendas de libros, relojes, hamburguesas de baja calidad, telefonía, armas, plantas de interior, tacos de dudosa mexicanidad y carcasas para móviles ofrecían su mercancía bajo un cielo de molduras de escayola pintadas de color pastel. Su majestad oscilaba entre la incredulidad y el entusiasmo. Lo montamos en uno de esos carritos para obesos y nos lanzamos a la aventura. Don Juan Carlos se fue derecho a una tienda de golosinas y compró una bolsita llena de caramelos grandes como puños. Los chupaba con un brío admirable, haciendo un sonido parecido al de un chipirón fuera del agua. Luego puso rumbo a la armería, que hubiésemos dejado sin existencias si no se hubiese cruzado en nuestra ruta el centelleante neón de Ortopedia Fermín, probablemente el protésico más osado del último siglo. Bastones serigrafiados, bragueros con lentejuelas y los orinales más rocambolescos que la imaginación pueda concebir se disponían en unas repisas color esparadrapo. Era una visión asombrosa, una capilla sixtina geriátrica.

Los escoltas no daban abasto cargando bolsas. El emérito encabezaba la comitiva con una sonrisa de oreja a oreja. Felizmente, se había olvidado de los rifles, el chaleco acolchado y los cartuchos de escopeta. Subimos a los coches y emprendimos regreso. En el asiento del copiloto, tecleé rápidamente una excusa regia y la envié al frustrado marqués cazagamos. Los ciervos y los jabalíes estarán siempre en deuda con aquel audaz vendedor de plantillas y camas reclinables.

Más sobre este tema
stats