¡La banca siempre gana! Helena Resano
La vida de un columnista está llena de interrogantes. Por ejemplo, esta semana he sido víctima de una cuestión desasosegante: ¿de qué carajos escribe uno el último sábado de agosto? Tenía algunas notas en mi cuaderno (hoja cuadriculada para las columnas, rayada para los ensayos, blancas para las exposiciones) que no terminaron por convencerme: la espinosa cuestión de los incendios de la que sería mejor alejar los chistes, alguna historieta costumbrista llena de tipismos veraniegos o una digresión melancólica sobre los estíos pasados rollo Ana Iris Simón. Pero mis tonteos con el bolígrafo (rojo para las columnas, lápiz para los ensayos, negro para las exposiciones) en los márgenes del papel se vieron interrumpidos por un sonidito irritante: del otro lado de la calle un par de adolescentes jugaban con un perro que no paraba de ladrar.
Como impulsado por un resorte, me levanté de la silla y, sacando la cabeza por la ventana, les dediqué la más homicida de mis miradas. «¿Es que los padres ya no saben educar a sus hijos? En mis tiempos…». Una insólita alegría detuvo mi soliloquio en seco. Hará un mes que cumplí los treinta y cinco y por fin estaba pasando: mi transformación en un viejo cascarrabias había comenzado.
Reconozco que he intentado acelerar esta metamorfosis por todos los medios: fumo en pipa, uso babuchas de cuadritos, vivo envuelto en un batín y —como me encantan los madrigales de Monteverdi y las misas polifónicas— mi desprecio hacia la música que escuchan los jóvenes puede aplicarse a las generaciones de cinco siglos. Procurando no sobreanalizar el asunto (no quería fastidiarlo), salí de casa para hacer un par de recados. El panorama, lo admito, me resultó descorazonador: las terrazas atestadas de gente parlanchina y jocosa, niños corriendo por las callejuelas. En la carnicería tuve que intercambiar saludos con la dependienta: «¿Qué tal todo?» preguntó, risueña. «Bien», repliqué, «deseando que llegue el invierno, haga cinco grados bajo cero y quedemos en este pueblucho los veinte que vivimos siempre».
Hará un mes que cumplí los treinta y cinco y por fin estaba pasando: mi transformación en un viejo cascarrabias había comenzado
No me tengan por un maleducado: la carnicera no se asusta de mis barrabasadas porque siempre cree que estoy de broma. Con el papelón de filetes bajo el brazo, emprendí el regreso a casa maldiciendo para mis adentros toda aquella felicidad callejera. Luego, en el zaguán, mientras me descalzaba, aprecié en el espejito un par de canas que, resplandecientes, me saludaban desde la barbilla. «Es inminente».
Tengo grandes planes para esta nueva etapa. Empezaré por creparme las barbas (siempre me ha parecido elegantísimo tener el aspecto de alguien que acaba de meter los dedos en un enchufe) y planeo comenzar a caminar con las manos agarraditas a la espalda antes del otoño. ¡Qué excitante retahíla de molestias e incordios preveo en el horizonte! Que si la gente conduce como loca, que si los jóvenes ya no respetan nada; el bachillerato de mi época sí que era el bueno y dónde está esa contaminación, que yo la vea. En este gozne emocionantísimo recuerdo, entre la emoción y la gratitud, el ejemplo de tantos próceres que me han precedido: Arthur Schopenhauer, Fernando Fernán Gómez, el gremio completo de los empleados de Correos, Jorge Luis Borges y el camarero del Vizcaíno. Mención final al más prístino ejemplar de cascarrabias que hayan visto los siglos. Lo descubrí hace unos años, visitando el cementerio civil de Madrid para escribir un reportaje. Allí, bajo un mausoleo modernista, reposan los restos de Francisco Pi y Margall. El epitafio, que enumera una retahíla generosa de ocupaciones («político, historiador, estadista, crítico, filósofo, literato y presidente de la república»), termina con unas versalitas entre exclamaciones: «¡España no habría perdido su imperio colonial de haber seguido sus consejos!». El tipo sermonea desde la tumba: qué maestro.
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