OFICIO DE IMPOSTORES

Los pedales de Abraham

Que al periodismo adulto haya que contarle, en el año 2025 después de Cristo, que una vuelta ciclista es, en origen y en esencia, propaganda política desde que empieza hasta que termina explica casi todo lo demás que nos pasa.

En este oficio, no se sorprendan, a menudo conviene afianzar obviedades, porque darlas por sabidas, y más en esta época en la que la estulticia se ha convertido en atributo para enlucir currículums, a menudo solo promociona a ignorantes. Quiere decirse, sin sarcasmo alguno, que hoy vivimos una época en la que, para escribir autos judiciales, presidir países o comunidades autónomas o convertirse en portavoz de la oposición o arzobispo de Oviedo cotiza al alza una patente ausencia de formación, competencia, conocimientos e inteligencia. Así que vayamos con algunas obviedades que el periodismo deportivo —que, no nos engañemos, nunca fue el lápiz más afilado del estuche— necesita refrescar para aproximarse a su propia materia, de la que parece desconocerlo casi todo.

La Vuelta a España nació como herramienta de propaganda, al igual que el Giro de Italia y, antes que ninguno, el Tour de Francia. Y nunca han dejado de serlo. El diario L’Auto es el creador de la competición francesa, en 1903, ideada como una forma de promoción de la publicación. La Vuelta existe porque dos periódicos, Informaciones, durante la República, y El Correo Español-El Pueblo Vasco, ya en el franquismo, la impulsaron con objetivos de prestigio e influencias política y económica. No tiene nada de particular, los grandes eventos deportivos no son fenómenos naturales o neutrales, son hijos de contextos e intereses extraordinariamente concretos y nada relacionados con el ejercicio físico o la diversión de la competición. El circo romano sostenía el imperio y no al revés.

La primera Vuelta se organizó en 1935, en plena convulsión de la Segunda República, y tomaba el modelo nacionalista del Tour para reforzar un relato nacional en un momento de altísimas tensiones políticas y territoriales. Suspendida por el golpe de Estado y la Guerra, en 1941, el régimen decidió resucitar la carrera bajo la égida de El Correo Español-El Pueblo Vasco (excelente periódico con una de las cabeceras más elocuentes de su propósito), un diario, como todos los que llegaban al quiosco entonces, afecto al franquismo.

Para la dictadura, era propaganda de primer orden porque mostraba una España unida y capaz de albergar un evento internacional pese al aislamiento diplomático, por eso no era casual que las rutas fueran diseñadas para visibilizar los territorios periféricos y así integrarlos en la narrativa de la nación única y centralizada. Tal era la enseñanza del Tour de Francia, con su pronta inmersión en las periferias cultural y geográficamente más alejadas de París, como el primer final en alto, en la cordillera de los Vosgos (Die Vogesen, territorio fronterizo de Alsacia y Lorena y en disputa con Alemania durante siglos), los Pirineos (Aragón llegaba hasta Carcasona, conviene recordar) o los Alpes (un territorio cuyos pueblos han sido suizos, italianos, franceses y austriacos, a veces varias cosas a la vez y donde aún hoy, en muchos enclaves, hablan todas esas lenguas). Mussolini no era tampoco ajeno a esta evidencia, y en el Giro de los años treinta la ruta misma era, como hoy, un mapa político en el que se medían qué ciudades eran visitadas, qué regiones se ignoraban o qué cumbres se coronaban.

No es necesaria, de todos modos, una perspicacia extraordinaria para contemplar el recorrido de una gran vuelta sobre un mapa y (excepciones de pago aparte, como la cada vez más frecuente costumbre de vender el inicio de la carrera a otro país) ver que la competición no es más que un pespunte de unidad nacional trazado sobre un mapa del Estado. Como a ese juego pueden jugar todos, en las postrimerías de la Guerra Fría existieron cosas como la Vuelta a la República Democrática Alemana o la Carrera de la Paz en Checoslovaquia, que no es que hayan dejado de existir como competiciones, es que ni siquiera existen ya las naciones que las apellidaban. Porque siguieron, de forma precoz, el destino que aguarda a todas las naciones sin excepción.

La Vuelta no es pues un escaparate deportivo con intrusiones ocasionales de la política, sino un invento político desde su raíz, en el que los deportistas son la herramienta de intereses comerciales y políticos, y no al revés. Postular que un cierto neutralismo es la norma es contravenir la realidad y la historia: la norma son la política del Estado y del mercado, razón que acredita que es ahí y no en otra parte donde ha de introducirse el legítimo derecho a la protesta de las sociedades liberales mediante manifestaciones y boicots. Así que sí, la organización de la Vuelta le ha hecho un favor a la protesta contra el genocidio en Gaza, porque le ha ofrecido el mejor, más pertinente y más visible de los marcos para ejercerla.

La Vuelta no es pues un escaparate deportivo con intrusiones ocasionales de la política, sino un invento político desde su raíz

Y la esencia de propaganda política de esta y de casi todas las competiciones deportivas de alto nivel no ha ido disminuyendo sino aumentando de forma notabilísima en las últimas décadas. Hoy el deporte profesional de todo el mundo, desde el fútbol a la Fórmula 1, pasando por el ciclismo, el tenis o el snooker, es una almoneda que se han quedado para sí todos los regímenes sanguinarios del planeta y las ciudades pirata con dinero (negro, rojo y de otros colores) para pagarse lavados de cara ante el mundo. Por eso los circuitos históricos de la Fórmula 1 y Moto GP han sido sustituidos por circuitos urbanos o semiurbanos en lo que antaño se llamaban “ciudades de pecado” o “puertos francos”, como Shangái, Miami, Las Vegas, Singapur, Bakú o cualquiera de las ciudades inventadas y levantadas sobre la arena por las teocracias del Golfo Pérsico en Baréin, Qatar, Abu Dabi o Emiratos Árabes.

Los viejos templos del motor (Monza, Silverstone, Spa-Francorchamps, Nürburgring, Estoril…) eran espacios anclados en naciones, símbolos de la identidad industrial de Europa, de las fábricas de coches, de la tradición obrera y del nacionalismo tecnológico, mientras que hoy la F1 se ha convertido en un circo global itinerante que hace escala en ciudades-Estado del capitalismo financiero o rentista.

Hablamos de enclaves sin ley, o con una ley hecha a medida del poder y el dinero, con luces de neón y brillo de modernidad, que sirven de refugio para capitales y que ofrecen el espectáculo como tapadera mientras sobornan al Louvre, el Guggenheim o el Pompidou para enlucirse en arte. El mundo del motor es hoy el mejor ejemplo de cómo el deporte se desplaza de los circuitos históricos a los territorios del capital global y el sportswashing, el uso del deporte para lavar la sangre de los billetes. Las ciudades piratas del XVII y XVIII —Port Royal, Tortuga, Nassau— y las ciudades F1 del siglo XXI —Singapur, Abu Dabi, Bakú, Miami, Las Vegas y muy pronto Madrid— tienen más en común de lo que parece porque son nodos globales que prosperan en los intersticios del sistema, en los márgenes de la ley, pero indispensables para el propio sistema con su economía de frontera y su atracción de patrimonios espurios.

Las islas piratas eran hubs de un capitalismo temprano porque allí se comerciaban esclavos, ron, armas, tabaco y joyas. Eran ilegales, pero fundamentales para la circulación global de mercancías. Las ciudades F1 son hubs del capitalismo tardío porque circulan capitales opacos, blanqueo financiero, turismo de lujo, todo tipo de crímenes y prestigio simbólico. Son legales en lo formal, pero en realidad funcionan como zonas francas morales, fiscales y políticas. La única diferencia real es que los puertos corsarios eran un intersticio clandestino y frágil, a punto de ser tragados por el Estado, o sea por la ley, mientras que las superciudades de neón hoy no son trastienda sino escaparate, no son rescoldos sino meta. Lo que ha cambiado no es la función, sino el grado de oficialización, porque antes eran oasis tolerados y ahora son celebrados y ansiados.

En fin, una lista a la que (oh, caramba) quiere unirse el Madrid del ayusismo. Y lo va a hacer, como todas las antedichas, sin construir un circuito de automovilismo, entendido como una infraestructura permanente y funcional a cualquier competición deportiva de la especialidad, sino haciendo a los coches perseguirse por debajo de sus hoteles y rascacielos. Podéis apostar a que la zona se va a llenar de neones, leds y luces indirectas de mil colores para la ocasión.

Por supuesto, esto tiene una afectación al deporte de la que estaría bien escuchar hablar alguna vez —aunque sea una sola— al periodismo deportivo, pues debemos suponer que estos divertidos profesionales, además del farias y el palillo, conocen la materia de la que hablan y viven, pueden explicarnos cómo y por qué el deporte se ha transformado en una feria posnacional en la que ya no hay hinchas locales o vinculados a una fábrica, ni orgullo nacional o local, que apoyan equipos o escuderías, sino consumidores globales y élites invitadas en una hoguera de las vanidades ridícula y decadentista.

La F1, que nació como cumbre del ingenio tecnológico industrial europeo es hoy lo contrario, un espectáculo postmoderno en lugares sin tradición automovilística donde lo importante no es el coche ni el piloto, sino la foto del skyline de turno (indistinguibles unos de otros, por otra parte), el hotel de siete estrellas y la alfombra VIP, que se ha extendido del padock a los boxes y, de estos, a la parrilla. Como apunte, el actual presidente de la Federación Internacional de Automovilismo lleva una kufiya y es príncipe, así que nadie puede sorprenderse de que a Carlos Sainz estuviera a punto de costarle la vida una tapa de alcantarilla mal puesta en una calle de Las Vegas.

El fenómeno está ocurriendo en todos los deportes. Al calendario del snooker se ha unido el Golfo Pérsico con el Másters de Arabia Saudí merced a la sola autoridad del soborno (a World Snooker y a los participantes, con los premios), exactamente el mismo mecanismo con el que Qatar consiguió celebrar un Mundial de fútbol o el irrespirable Golfo Pérsico ha logrado acoger finales de distintas competiciones balompédicas europeas, amén de que ya ninguna industria ni marca patrocina a los equipos importantes de fútbol, todos ellos entregados al lavado de cara de los jeques, sea con propaganda literalmente nacionalista de la dictadura en cuestión (Qatar) o mediante la publicidad de sus aerolíneas de bandera (Emirates) o sus petroleras (Aramco, contracción de Arabian-American Oil Company).

Por cierto, dicho sea entre paréntesis, una de las razones para incentivar la transición energética es también acabar con el poder de las teocracias de petrodólares, responsables de aplastar la espectacular modernización que el Islam había experimentado en el tránsito del siglo XIX al XX, y someterla a la bota castrante del fanatismo de la ortodoxia suní. La mayor parte del mundo musulmán había abrazado una precaria pero convencida modernidad y estaba fuera del influjo de semejante versión medievalizante de su religión (incluido todo el Magreb y todo el sudeste asiático) hasta que les fue impuesta, en el último medio siglo, por el dinero del petróleo. Las Torres Gemelas las tiraron los petrodólares, y la duda es si de forma directa o indirecta.

Ciclismo geopolítico

Pero regresemos a los sufridos de la ruta, a la serpiente multicolor, y volvamos al uso, entre analfabeto e inmoral, que este oficio de impostores está haciendo de los verbos “politizar” y “despolitizar” (sea la Vuelta Ciclista o el Poder Judicial). Al igual que nuestros ojos ya no verán jamás a una marca de papel higiénico, de caldo de pollo, de conservas, de galletas, de aceite de oliva o de cacao soluble patrocinar a uno de los grandes equipos globales de fútbol, el pelotón internacional de las grandes vueltas está hoy gobernado por la nueva versión del “ciclismo geopolítico”, donde la vieja propaganda estatal ha sido sustituida por el sportswashing de los petroestados y (oh, caramba, carambita, carambirubí) también de Israel.

El Golfo Pérsico es el dueño del pelotón, con el dominador “UAE Team Emirates”, el caso más paradigmático, financiado íntegramente por Emiratos Árabes Unidos, y que funciona como vitrina de modernidad, progreso tecnológico y turismo de lujo del país en cuestión. Los propietarios nunca han escondido que la finalidad es reputacional y nacionalista: “Mostrar al mundo quiénes somos”. Bahrain Victorious es un equipo patrocinado por el reino de Baréin, emirato tan envuelto en denuncias por represión de la disidencia y violaciones de derechos humanos como todos los demás. El nombre mismo es un grito propagandístico: “Baréin Victorioso” como marca. Qatar no tiene equipo propio de primer nivel en este momento, pero ha sido socio estratégico de ASO (organizadora del Tour de Francia) y durante años ha patrocinado pruebas ciclistas por todo el mundo y se llevó el mundial de ciclismo de 2016 a Doha.

No hablamos de equipos deportivos, sino de embajadas con ruedas, de lobbys sudorosos, una forma de construir relato global sin la molestia de parlamentos, elecciones o adhesiones a los derechos humanos. Por eso es tan llamativo que Israel tenga ahora un equipo, algo que no se le ocurriría a Suiza o Portugal, pero que necesita aquel que tiene que salvar su reputación combatiendo la verdad con propaganda. Israel Premier Tech se lanzó con una narrativa sionista de apertura, incluida la idea de promover Israel como destino turístico, mostrar la “startup nation” y normalizar su imagen en Europa. Exactamente los tres cometidos que persiguen las dictaduras árabes comprándose equipos de fútbol, supercopas o grandes premios. El gran golpe de esta campaña de blanqueamiento de la ocupación fue en 2018, cuando el Giro de Italia arrancó en Jerusalén, algo inédito y profundamente político, que por supuesto supuso que el Gobierno israelí comprara a la organización de la carrera con muchísimo dinero.

La idea era la de siempre, exhibir modernidad tecnológica y blanquear la política de ocupación de Palestina. Pero en el contexto actual, donde Israel es visto cada vez más como aquello en lo que se ha convertido, un Estado apartheid, un Estado paria o un Estado fallido, el equipo opera como contrapeso simbólico, como ariete del sionismo, como reconocen los propietarios del equipo.

En el contexto actual, donde Israel es visto cada vez más como un Estado apartheid, un Estado paria o un Estado fallido, el equipo opera como contrapeso simbólico, como ariete del sionismo

No deja de ser llamativo ver a Israel sentarse en la misma mesa que los petroestados teocráticos del Golfo (enemigos seculares), pero cabe recordar que Tel Aviv normalizó relaciones con esos países mediante los Acuerdos de Abraham de 2020. El modelo de Israel es hoy el de las dictaduras teocráticas árabes en términos políticos y reputacionales, lo que nos permite concluir que en los Acuerdos de Abraham Israel se acercó, en todos los sentidos políticos y civilizatorios, al Golfo Pérsico y no al revés. Y en el ciclismo se refleja esa alianza: todos explotan el mismo escaparate europeo, todos usan la épica deportiva como barniz. Israel, antaño presentado como “la única democracia de Oriente Medio”, ahora aparece alineada con regímenes autoritarios de libro y la paradoja (o la prueba de cargo) es que en el deporte ya no se distinguen: la bandera israelí ondea en el mismo pelotón que la de Emiratos o Baréin, todos con idéntica lógica propagandística, donde ya no ondean las banderas nacionales de los Estados occidentales (cabe recordar que, antes de la profesionalización, los únicos equipos que podían competir en las grandes vueltas eran los nacionales).

La visibilidad es brutal. El Tour de Francia, la Vuelta, el Giro tienen audiencias globales de cientos de millones y, para un Estado, patrocinar un equipo ciclista es mucho más barato y más eficaz en términos de imagen que invertir en diplomacia convencional. Así que, si en los años cuarenta la Vuelta era un juguete del franquismo, hoy los equipos son instrumentos de soft power para regímenes que buscan respetabilidad internacional y lavar la abundantísima sangre de sus billetes y de sus políticas. El caso de Israel revela su mutación como Estado, porque ya no compite en la liga de las democracias liberales, sino en la de las monarquías autoritarias del Golfo.

Bien, a todo esto, que es completamente transparente y conocido, no es periodismo de investigación, y que es patente cuando asistes a cualquier etapa de la Vuelta, el Giro o el Tour, es a lo que debería prestar atención el periodismo deportivo de los medios solventes si se va a permitir opinar sobre si las protestas desvirtúan la Vuelta o si la carrera esta “politizada” y hay que “despolitizarla”.

Pero no me lo tengas en cuenta, Juanma, que yo soy de los que creen que este oficio se levanta sobre las bellísimas crónicas deportivas de Norman Mailer, no sobre los tuits pagados de Vito Quiles.

Más sobre este tema
stats