La crisis de lo común: cuidemos la escuela pública como si la fuésemos a perder

Compartir con mis hijos conversaciones sobre el día a día de sus clases es gratificante. Lo hemos hecho muchas veces, en las idas y venidas del colegio o el instituto sobre todo, y este inicio de curso seguimos haciéndolo. Cuando somos padres o madres, a medida que crecen vamos escuchando de sus bocas no solo anécdotas sobre sus profes o sus relaciones con amistades que se repiten o renuevan, sino también sus impresiones sobre diferentes asuntos escolares que parecieran sólo temas de adultos. 

Por un lado, empiezan a ser conscientes en cierto modo de la estratificación educativa que supone la división pública-privada; crean así determinada conciencia en torno a la distinción que propicia el que haya dos formas de escolarización paralelas, diferenciadas, a pesar de que el bien —el derecho a la educación— sea el mismo para todos. De alguna manera, hay algo que nos les cuadra demasiado, y con razón. Por ejemplo, ya nos empiezan a decir: ¿por qué es gratis para unos y para otros es de pago? ¿Es mejor el privado? ¿Por qué se separan unos y otros? En cierto modo, con estas reflexiones están siendo conscientes de la crisis de lo común. 

De esa manera, me he dado cuenta de que, de forma bastante precoz, los más pequeños relacionan ir a un centro público con la gratuidad. Empieza a desarrollarse la idea de que lo privado es lo que conlleva un coste, lo que vale más. Este pensamiento es compartido y repetido hasta la saciedad en el mundo adulto, a pesar de la falacia que encierra. ¿Qué hay detrás de esta conciencia tan arraigada sobre el escaso valor que le damos a los bienes y servicios compartidos? ¿Por qué la escuela pública, podríamos decir que situada en el territorio de lo común, ha visto deteriorado su valor social? ¿Por qué ha quedado relegada a la poca estima y, por lo tanto, al descuido habitual, para ciertas posiciones ideológicas? 

Mantenía Foucault que los discursos tienen la capacidad de crear realidades. La tesis repetida de que lo comunitario o lo que tiene gestión pública tiene menor valor en términos monetarios frente a lo privado caza con la mentalidad capitalista que gesta al individuo como artífice exclusivo de su éxito o su fracaso, traducible en términos económicos o de utilidad. 

A mi juicio, tiene también mucho que ver con la crisis de los comunes de la que habla César Rendueles en su último libro: Comuntopía. Comunes, postcapitalismo y transición ecosocial (Akal, 2024). Y todo ello porque, en cierto modo, detrás de la crisis de lo común se encuentra la crisis de lo público: la parcela de aquello que nos une tras un mismo fin y que parece salir a la luz sólo ante grandes tragedias que sí tienen respuesta comunitaria, como ocurrió hace pronto un año con la Dana de Valencia.  

Aceptar esa lógica neoliberal perversa que parte de la idea de que la fórmula de la privatización mejora la vida de los ciudadanos “libres” destruye valores sociales compartidos. Neutraliza, además, la importancia de la cooperación para la búsqueda de soluciones a problemas que son colectivos: para qué vamos a colaborar con quienes nos rodean si los logros son individuales y se cotizan según su precio o valor de mercado. 

En la sociedad del “sálvese quien pueda”, donde priman criterios de rentabilidad, nos costará entender la relevancia que tiene la democratización y la autogestión de los servicios públicos para el estado de bienestar. Habremos, en esta vieja batalla, elegido no solo otra forma de estado — una teoría del Estado diferente—, sino otra forma de vida, basada en que el bien individual prima y, por lo tanto, tiene que ser el territorio en el que nos movamos.

Cuando por ejemplo vemos la diferencia en el estado de las instalaciones de los edificios públicos frente a los privados, muy palpable en las infraestructuras educativas, nos damos cuenta de la magnitud de este problema crónico. En Sobreviviendo al siglo XXI (Debate, 2023), Pepe Mújica le cuenta al activista mexicano Saúl Alvidrez cómo se había inmiscuido en el proceso de construcción de una escuela en una zona rural de producción hortícola, con un modelo de enseñanza en torno a la plantación de verduras. Se trata de que en él, con el tiempo, los jóvenes fueran cogiendo el relevo a esos lugareños ya mayores que eran los que siempre habían trabajado la tierra. 

Este tipo de experiencias escolares comunitarias, que se entrelazan con muchas acciones dentro de lo que hoy llamamos Aprendizaje-Servicio, comunidades de aprendizaje o escuelas democráticas, desarrollan en los niños y adolescentes un sentimiento de pertenencia, de apego hacia lo común, que puede abrir las puertas a una renovada ecología del compromiso. 

La verdadera actitud regeneracionista de lo común está en dignificar lo que tiene valor porque es de todos, para aprender a cuidarlo de la única manera posible: cuidarlo como si lo fuésemos a perder

Como mantenían Marx y Engels en el Primer Manifiesto Comunista (1848), “el capital no es un patrimonio personal sino una potencia social”. La concepción de los servicios públicos como producto colectivo, que nace de esa “actividad común de todos los individuos de la sociedad", si seguimos citando este texto crucial, debe recuperar su protagonismo en la esfera de la conversación social. La conciencia, por ejemplo, de que los impuestos son parte de ese producto colectivo que nutre de salud al sistema de los bienes compartidos, debe arraigar en esa idea de protección y cuidado hacia lo que es de todos. Y la escuela pública es uno de los pilares de ese patrimonio social.

La crisis medioambiental, en cierto modo, tiene parangón con la crisis de la escuela como institución compartida, de todos. Una pieza más de la quiebra ecosocial que estamos viviendo. 

En nuestra manos está modificar esa narrativa del deterioro de los espacios de lo común. El escenario postapocalíptico que se plantea desde algunos medios de comunicación replicadores de fakes,  así como desde determinadas posiciones de ideologías reaccionarias que los espolean, es perfecto para la expansión de los radicalismos que fracturan la imagen de lo común. Así se nutren las posiciones ultraconservadoras basadas en el egoísmo y la competitividad; así se ahonda en esa crisis de la desigualdad que no hemos sido capaces de superar en ningún momento de la historia.

Pero el germen de la reforma de este pensamiento está en la escuela, y es ahí donde radica la esperanza. Está en revalorizar la educación pública como espacio pleno de lo común, favorecedor de la mezcla social y el enriquecimiento de todas las personas que aprenden y progresan en el escenario de la diversidad. La verdadera actitud regeneracionista de lo común está en dignificar lo que tiene valor porque es de todos, para aprender a cuidarlo de la única manera posible: cuidarlo como si lo fuésemos a perder.

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Albano de Alonso Paz es catedrático de Lengua y Literatura, profesor y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza.

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