La educación como raíz de la dignidad: infancia migrante y derecho a residir

¿Puede estudiar la enseñanza básica en España crear arraigo a un menor inmigrante no acompañado? La respuesta jurídica es inequívoca: no basta por sí mismo. La escolarización, aunque imprescindible para la inclusión social de cualquier persona, no genera automáticamente un derecho de residencia permanente ni una regularización.

Eso es lo que nos estamos encontrando últimamente: casos de repentino traslado de menores desde Canarias a diferentes puntos de la geografía nacional. No se tiene en cuenta que su matriculación y permanencia durante años en un centro educativo público, mientras están con su autorización de residencia temporal, pueda representar un signo de arraigo. 

Los llamados en el lenguaje administrativo “menores extranjeros no acompañados” cuentan con un régimen específico: si son acogidos o tutelados por los servicios de protección de menores, se les concede el mencionado permiso de residencia provisional. La norma establece que esta residencia es efectiva desde el momento en que el menor queda bajo tutela, autorización que es independiente de la escolarización. De hecho, muchos, a su llegada en pateras, permanecen un tiempo sin escolarizar, y otra gran parte de ellos (hasta un 90% según estadísticas oficiales) permanecen sin documentación regularizada.

El arraigo socioformativo, regulado por las leyes, exige al menos dos años de residencia continuada, lo que resulta difícil de acreditar para muchos menores recién llegados. Por ello, la vía ordinaria de residencia para los jóvenes migrantes no es el arraigo, ya que aunque tengan edad para ello la mayoría no encuentran trabajo para quedarse, sino la propia residencia derivada de la tutela.

Aunque la norma es clara, la ética nos obliga a mirar más lejos. Nos llama a propiciar una mirada revisionista a toda esta cuestión, siempre en beneficio del interés superior de estos chicos y chicas, tal y como establece la Ley de Extranjería.

Cuidar a un menor migrante es cuidar la dignidad colectiva, como principio para la cohesión social. Escucharlos sí es un derecho, y su participación en la construcción del sentido del arraigo comunitario es una prioridad como sociedad.

La educación básica no es un mero trámite administrativo: es un derecho universal de la infancia, también de esta infancia que siempre parece ser menos. Que un menor migrante se siente en un pupitre español significa que está aprendiendo una lengua, una cultura y unos códigos de convivencia. Además, está tejiendo vínculos invisibles que la ley no siempre reconoce. Un tejido del que, además, con un enfoque respetuoso con la diversidad cultural, también se enriquecen nuestras comunidades educativas, con sus culturas, sus lenguas y sus códigos para entender el mundo.

Decía Hannah Arendt que “la educación es el punto en el que decidimos si amamos lo suficiente al mundo como para asumir la responsabilidad de él”. Escolarizar a un menor migrante es asumir esa responsabilidad: no solo les estamos enseñando a leer o escribir, sino que les estamos garantizando un valioso lugar en la comunidad. Algo que en muchos casos en su país de origen no pueden tener. Y eso es lo que logra nuestra escuela pública, como difícilmente puede conseguir otra institución: crear un vínculo, un arraigo, un sentido de pertenencia forjado en el contacto diario con otros estudiantes y sus profesores.

El riesgo de este conflicto moral y legal sin resolver es que la infancia migrante quede atrapada en una paradoja: su arraigo puede ser reconocido como estudiante (y los docentes lo podemos constatar en muchos casos), pero no como posible residente. Para valorar este arraigo jamás se le pregunta a la escuela: la ley es tajante y concede residencia por tutela, no por escolarización. Sin embargo, cada joven que estudia en España, provenga de donde provenga, está ya ejerciendo una forma de ciudadanía simbólica: participa en la vida común, se forma en nuestros valores democráticos, aporta riqueza cultural o social desde que comparte espacios y convive con sus iguales.

La educación reglada, aunque marcada de forma necesaria por las leyes, tiene una dimensión humana relacionada con la equidad y la justicia social que debe ser tenida en cuenta para resolver este dilema. La escuela, una vez más, no está concebida como frontera, sino como raíz del compromiso en la unidad y la convivencia entre pueblos: un modelo que debiera ser espejo para el resto de un mundo occidental que vive sumido en el individualismo.

Aunque estudiar no genera automáticamente un “arraigo” legal, sí crea un arraigo humano que nos interpela como sociedad para buscar soluciones a problemas de nuestra era. Defender los derechos de la infancia migrante significa garantizar que la escuela proporcione estabilidad vital, protección efectiva y un horizonte de futuro para estos chicos y chicas a los que no se les pregunta sobre sus inquietudes vitales, humanas, emocionales, laborales o educativas.

Porque sí: hay que preguntarles a ellos, a sus entornos y a los centros escolares donde han estado matriculados. Y estas respuestas tienen que ser tenidas en cuenta a la hora de valorar en qué casos trasladar y en qué casos es conveniente que prosigan sus estudios. Esta es la dimensión ética de todo este problema, y no debemos perder su sentido, porque es lo que nos distingue como seres humanos.

La protección de la infancia entiende más de cuidados que de trámites, aunque los que nos dedicamos a educar sintamos lo contrario. Cuidar a un menor migrante es cuidar la dignidad colectiva, como principio para la cohesión social. Escucharlos sí es un derecho, y su participación en la construcción del sentido del arraigo comunitario es una prioridad como sociedad. Un sentido que nos invita a cuestionarnos sobre cuáles son las grandes debilidades del sistema a la hora de proteger a quienes más lo necesitan. En la raíz de la dignidad humana puede y debe estar el arraigo escolar como nuevo interrogante para la consecución del tan ansiado derecho a residir.

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Albano de Alonso Paz es catedrático de Lengua y Literatura, profesor y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza.

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