Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
En un mundo más equitativo, la universidad debería ofrecer una representación equilibrada de la composición de la sociedad en todos sus ámbitos: origen, características cognitivas, género, clase social, etc. Sin embargo, no es así, y determinadas políticas avivan esta desigualdad que representa el final del camino en un recorrido educativo que no actúa como nivelador en muchos casos, sino que incrementa la desigualdad.
Los efectos más sangrantes de las apuestas políticas sobre el sistema universitario los podemos ver por ejemplo con la decisión (revocada por una jueza) del gobierno norteamericano de Trump de prohibir la inscripción de alumnado extranjero en programas académicos, laboratorios de investigación, clínicas o cursos de Harvard.
He querido referirme a una situación drástica y con consecuencias directas para volver los ojos aquí y preguntarnos si el alumnado migrante tiene la presencia que debiera corresponder en nuestras universidades públicas. Igual ocurre con los estudiantes con discapacidad, o aquellos cuyas familias, por ejemplo, tienen sólo estudios primarios o de rentas bajas. Si profundizamos, los datos son desalentadores, y la PAU no sólo no los corrige sino que ahonda en esta desigualdad que tiene origen estructural, desde muy temprano. Si usamos el concepto acuñado por Rittel y Webber a inicios de los setenta, podríamos referirnos a este como un “problema retorcido” (wicked problem): un problema complejo, incrustado en las vértebras del sistema y que nadie parece querer ponerle remedio.
El armazón educativo reglado favorece desde el arranque del recorrido educativo a las clases más pudientes, como defienden sociólogos como Dubet. Alimenta también la solidez de un sistema basado en la pervivencia de los privilegios a lo largo de toda la formación académica. La selectividad culmina este recorrido, ya que no logra corregir las desigualdades de partida. A excepción de las adaptaciones de las pruebas a las circunstancias físicas, cognitivas o sensoriales de los escasos alumnos etiquetados como de NEAE que acaban Bachillerato, que hay que reconocer que en general se hacen, pocos sistemas compensatorios se despliegan con unas pruebas de acceso que, en su estructura, no fomenta la deseada nivelación en materia de equidad o justicia social.
Nuestros sistemas preuniversitario y universitario apenas evalúan las características sociopersonales de sus aspirantes, y mucho menos lo hace la PAU. Sí lo hacen, en cambio, muchas grandes universidades de otros países, con el fin de buscar un equilibrio enriquecedor ligado a la cultura, los orígenes y las experiencias vitales de los jóvenes que quieren optar a estudios superiores. Una prueba única para todo el país nunca sería una solución, porque perjudica al alumnado procedente de situaciones estructuralmente más débiles y las brechas por regiones aumentarían (fijémonos por ejemplos en las diferencias de renta per cápita por comunidades autónomas y su relación con el rendimiento académico).
Un orden justo no se logra dando a todos lo mismo. Un examen único no garantizará por sí solo la igualdad de oportunidades. Michael Sandel en La tiranía del mérito (2020), ya aclara que un acceso equitativo a las universidades parte del trabajo y seguimiento de comités de admisión a la hora de fijar umbrales correctos que garanticen diversidad. Aquí, en España, no sólo no se plantea, sino que se ha instaurado como norma la ausencia de plazas en grados y másteres en universidades públicas. Esta situación vicia el sistema en una voraz carrera competitiva donde muchos parten de desventajas diversas. Además, en el modelo actual proliferan como “solución” para los privilegiados económicamente las alternativas que ofrecen las universidades privadas, que blindan el acceso y la culminación de los estudios para quienes lo pueden pagar.
El Bachillerato ha puesto al servicio del cultivo de esta desigualdad sus objetivos académicos y su orientación competencial. Todo el sistema de atención a la diversidad que se intenta desplegar en los centros en la educación obligatoria se diluye en una etapa convertida en un voraz entrenamiento; una competición por la nota que genera ansiedad en estudiantes, familias y docentes, y que tampoco cumple con las supuestas expectativas de los distintos perfiles que acceden a ella, en muchos casos incluso “de rebote”, al no obtener plaza en FP tras la ESO.
Como demuestran las cifras, la quiebra del sistema tiene su culminación en la idea del alto porcentaje de alumnado que no puede acceder a los grados que desea a pesar de obtener buenos resultados en la PAU
Ya en 1º y 2º de Bachillerato nuestros chicos y chicas dejan de estudiar para aprender y mejorar académicamente, y lo hacen para obtener una calificación que los ordene en la carrera de la vida. Y el asunto está en que esa ordenación responde a un desmedido afán certificador que no se corresponde con la madurez intelectual y humana que precisamos para los ciudadanos del futuro, sino más al ansia por superar al otro, de marcado acento neoliberal. Y eso es muy preocupante, más teniendo en cuenta que ni siquiera una parte importante puede matricularse en la primera opción de carrera, por la ausencia de plazas donde solicitan.
Algunas soluciones a este problema complejo podrían pasar por incrementar la colaboración y acompañamiento en el tiempo de los servicios de Información del distrito universitario con los departamentos de orientación escolares, más o menos como ya ocurre con la FP Dual. Se trataría de reformar en los servicios públicos los programas no sólo de seguimiento académico (hacerlos más amplios y continuados en el tiempo) sino también que se avanzara dentro de los mismos en la búsqueda de perfiles diversos en cuanto a las características del alumnado que opta a un grado. Así, por ejemplo podría reforzarse también una posible interacción de alumnado universitario con alumnado de Bachillerato, de forma que los primeros ejercieran una especie de mentoría sobre los segundos.
Igualmente, como resulta a todas luces contraproducente que segundo de Bachillerato se oriente casi exclusivamente a preparar la PAU, en los horarios oficiales de los centros debería quedar claramente definitivo el calendario académico que se fija, por un lado, para la superación de los objetivos curriculares y competenciales de la etapa y, por otro, para una preparación posterior opcional del acceso a la universidad que abarque un margen lo suficientemente amplio de semanas.
Para este podría existir incluso un banco de profesorado de apoyo a disposición de este servicio añadido que garantice que todo el que quiere prepararse para ir a la universidad reciba los apoyos adecuados según sus singularidades, a la vez que obtiene el acompañamiento preciso en la parte socioemocional en cuanto a las carreras a las que se opta y los perfiles de los aspirantes.
No olvidemos nunca que, como demuestran las cifras, la quiebra del sistema tiene su culminación en la idea del alto porcentaje de alumnado que no puede acceder a los grados que desea a pesar de obtener buenos resultados en la PAU. Preguntémonos, en definitiva, de qué sirve entonces la prueba, además de para avivar la combinación entre la indefensión aprendida (no vales, no te lo mereces, no es para ti, no estudias lo suficiente) y una creciente subjetividad individualista y competitiva, que refuerza la peligrosa idea de que siempre en el individuo, en lo personal, se encuentra el origen de todos los problemas y, también, su solución.
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Albano de Alonso Paz es catedrático de Lengua y Literatura, profesor y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza. Divulga sobre educación a través de su blog www.albanoalonso.info
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