¡La banca siempre gana! Helena Resano
De todos los debates abiertos por el asesinato de Charles Kirk, quizás uno de los más tangenciales, pero no por ello menos agudo, nos remite a las circunstancias en las que el asesino fue identificado y detenido. Y es que, según nos cuentan las crónicas, Tyler Robinson fue delatado por su propio padre, Matt. Cuando le preguntó a su hijo si era el autor, el chaval --un mormón capaz de creer en mentiras pero incapaz de decirlas-- confesó su delito y el padre lo entregó a la justicia para que lo maten. El hecho es tan desgarrador que sorprende que en el homenaje que la derecha más devota ofreció a Charles Kirk, una suerte de mártir camino de ser el próximo ‘santo subito’, nadie advirtiera que el único comportamiento canónicamente evangélico en todo este drama fue el de Matt Robinson quien, a la altura del mismísimo Yavé, acababa de entregar su hijo a la muerte para que la sociedad expíe sus pecados sobre su cadáver. El episodio nos cuestiona los límites de los afectos respecto a los delitos y las penas, y abre un debate interesante que, muy posiblemente, ofrecerá matices diferentes según la orilla del Atlántico desde la que se enfoque. Las cosas se ven distintas desde aquí, aunque no estén del todo claras las razones de esta diferencia.
Es probable que si esta desgraciada familia Robinson fuera española, Matt no hubiera entregado a su hijo de ninguna de las maneras. De hecho, la ley le habría amparado para no hacerlo: en España, el padre o la madre que, tras enterarse de que su hijo ha cometido un asesinato, lo encubre y esconde, dándole dinero o trasladándolo a hurtadillas al extranjero, no comete ningún delito; no será castigado. La razón de esta exculpación, que se extiende a la pareja, hijos, hermanos, abuelos, nietos, suegros, yernos, nueras y cuñados del delincuente, no se encuentra en la vigencia de los afectos sino únicamente en la existencia del vínculo. Esto es importante.
Desde tiempos inmemoriales la legislación penal española, tanto procesal como sustantiva, ha levantado un alcázar en torno a la institución familiar, entendiendo que la familia estaba literalmente por encima del bien y del mal. La propia evolución social, en especial la lucha contra la violencia de género, ha abierto significativas grietas en la barbacana, pero los muros de este jardín prohibido siguen siendo poderosos: un progenitor no puede formular acusación contra su hijo, salvo por delito que haya sufrido en su persona; tampoco será obligado a declarar en contra de su hijo si no quiere hacerlo, privilegio de silencio que también se le reconoce a toda la larga lista de familiares que he mencionado.
Sin duda, la empalizada más llamativa la encontramos en los delitos patrimoniales, donde la familia queda en el extrarradio del derecho penal: el hijo que estafe a su padre o a su madre, o el progenitor que estafe a su hijo, no serán castigados. Por una sorprendente errata a la hora de redactar el actual código penal --una simple coma puesta donde no debía-- esta disposición absolutoria se extiende desde 1996 a los hermanos aunque no vivan juntos, de tal manera que los hurtos, estafas y apropiaciones indebidas quedarán sin castigo cuando la víctima sea hermano del autor. Pero espere que tenemos más: si usted convive con la familia de su cónyuge, puede sisarles impunemente el joyero a sus suegros, porque también le alcanzará la exención de pena, pero no toque las joyas de sus cuñados, téngalo en cuenta, que los lindes de lo que conforma una familia son férreos pero evanescentes. Dejar sin castigo estas conductas perjudica a la víctima, parece obvio, pero nuestro Tribunal Supremo defiende la impunidad porque, dice, castigarlas “perjudicaría la posible reconciliación familiar” (sic). Ya ven ustedes; si para que una familia se lleve bien hay que dejar de aplicar la ley, pues no se aplica y punto.
El derecho exculpa al hijo que encubre al padre no valorando el amor que siente por él sino más bien por el hecho objetivo del parentesco
Todos estos privilegios se amparan formalmente en los lazos de sangre que unen a los miembros de una misma comunidad familiar, constituida en sí misma en una estructura cerrada regida por un catálogo propio de principios diferenciados. Sin embargo, como digo, lo curioso de este tratamiento jurídico es que se funda no tanto en los principios diferenciados que el cariño y la convivencia van urdiendo en la familia sino más bien en la estructura misma: el derecho exculpa al hijo que encubre al padre no valorando el amor que siente por él sino más bien por el hecho objetivo del parentesco que les une.
De esta forma, cambiando la perspectiva pero manteniéndonos en el mismo escenario, resultará llamativo que nuestra legislación penal desprecie por completo el valor de la amistad, que no aparece mencionada ni una sola vez en nuestro código penal. Aquí es donde se advierte que la laxitud o la comprensión que ofrece la ley respecto a ciertas conductas que afectan a familiares no ofrece un asidero material en el afecto, amor o compromiso propios de la ‘philia’ aristotélica, convertidos todos ellos en elementos irrelevantes. No parece justo. Si el derecho penal valora, por ejemplo, el ánimo de lucro o avaricia como un elemento que convierte en ilícita una conducta, o agrava su reproche, sería lo propio que también valorase en sentido contrario la generosidad, la amistad o, simplemente, la lealtad que mueve un comportamiento para decidir si es o no delictivo.
Tal vez el único oasis en este páramo lo encontremos en las causas de abstención judicial, que asumen que un juez no puede juzgar a un amigo suyo. Es completamente lógico, porque su vínculo con el acusado le impondría una embarazosa carga difícil de lidiar; pero ese detalle que tiene la ley con el juez no lo tiene con el resto de los intervinientes en el pleito: el juez puede escaquearse, pero el testigo que sea íntimo amigo del acusado no podrá hacerlo. Tiene la obligación de declarar bajo juramento, aunque sea en contra de su amigo, asumiendo la violencia moral de perjudicarlo, sin que la ley le conceda el privilegio del silencio que le reconocería si, por ejemplo, la acusada fuera su suegra. Probablemente declarar contra el acusado rompa la amistad entre ellos y perjudique “su posible reconciliación”, pero en este caso al derecho no le importa; su amistad con el acusado no vale nada ante la ley.
Para la ética la cosa será bien diferente. Si mi mejor amigo llama a mi puerta a medianoche pidiéndome refugio, mientras en la lejanía se escuchan las sirenas de la policía persiguiéndolo, yo le abro la puerta y lo escondo en el armario. Y lo haré no como gesto desinteresado, sino como un deber al que me obliga la amistad.
Resulta tentador traer al final del argumento la diferencia entre moral y ética que nos proponía Pedro Vallín (‘Aunque los hombres sean malos’) y que quizás explique, en colofón muy aventurado, el comportamiento de Matt Robinson, un estadounidense encadenado por severas normas de una moral impermeable a la sana crítica de la ética. Y es que las enseñanzas de la moral, en su repertorio de respuestas preestablecidas, nos dirán que dejar un asesinato sin castigo es malo, así que Matt actuó correctamente al entregar a su hijo, al igual que yo haría mal al abrirle la puerta a mi amigo. Por el contrario, la perspectiva ética, entendida como estructura analítica de reflexión y pragmatismo, nos dirá que quien traiciona el amor de un hijo o defrauda una amistad es un ser despreciable. Porque es verdad que Yavé entregó su hijo al sacrificio, pero no olvidemos que Judas Iscariote arde en el infierno por delatar a un amigo buscado por delincuente.
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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.
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