Si el cielo no se desploma sobre nuestras cabezas, volveré a Yale
Si el cielo no se desploma sobre nuestras cabezas, volveré a la universidad de Yale en octubre de 2025. La hipótesis sobre el derrumbamiento de los ladrillos del cielo ya no parece tan hiperbólica después de que un villano mucho peor que los villanos de los tebeos haya ocupado el sillón presidencial de la Casa Blanca. Abraracúrcix temía que el cielo se desplomara sobre nuestras cabezas. Cuando me suba al avión en octubre de 2025, experimentaré la sensación real de que eso puede suceder. Ya nada es hiperbólico; si acaso, no nos llegan las palabras.
No nos llegan para hablar de Gaza. No nos alcanzan para hablar de los espacios limpios de miseria: Gaza será un resort con las piscinas del azul de las inteligencias artificiales, y en la T4 del aeropuerto Adolfo Suárez nadie dormirá en el suelo ni hará nido con sus piojos. La miseria y el dolor no serán erradicados, sino exterminados. Como las chinches que traen los miserables de la T4. “Llévate un repelente”, me dijo un alma caritativa. Cuando vuelva a Yale, pasaré los controles e iré con tres horas de anticipación al aeropuerto para sumar tres horas más de temor y cansancio al control de la frontera estadounidense. Temblandito llegaré. Temblandito. Importan las palabras. Se quedan cortas.
Volveré a Yale y volveré porque una vez ya estuve allí. Me invitó Jesús Velasco, un chairman vallisoletano. Un chairman es un hombre de la silla, un catedrático, un decano, un presidente, una autoridad. Me alojaron en un hotel muy confortable, The Residence o The Student, no me acuerdo bien… Yo no podía conectar la wifi a mi teléfono y sentí el pánico de quedarme incomunicada. Tengo que aprender más de teléfonos, pero no me da la gana. La recepcionista era una diosa tecnológica que solucionó mi problema.
Por la noche, uno de los camareros hispanos que atendían el bar me contó que había conseguido entradas para ir al concierto de Joaquín Sabina en el Madison Square Garden. Yale no está en Nueva York, sino en New Haven. Un chófer me había recogido en el aeropuerto George Kennedy para llevarme a New Haven en una limusina. Todavía me llegan al móvil los anuncios de las ofertas de la empresa de transportes. El conductor se desvió de la ruta para hacer un recado y pensé: “Me han secuestrado camino de la universidad de Yale”. Quizá este pensamiento brotó porque el chófer no era latino ni anglosajón. Sin embargo, el desvío no conllevó ningún riesgo para mí. Como mucho, el chófer cometió una falta de profesionalidad que me compensó con un dulce.
Aprendo muchas cosas sobre mi racismo y mi clasismo en la visita a Yale. También sobre mi condescendencia y mi incapacidad para imponerme cuando no quiero alguna cosa. Debería haberle dicho al conductor de Bangladesh: “No, de ninguna manera, estoy cansada. Quiero llegar a New Haven cuanto antes”. Pero no sé ser clienta ni hacer reclamaciones. Quizá no reclamé por el color de la piel del chófer o por ser yo la que paga. Por no parecer autoritaria. Soy racista. Soy mema. Lo aprendo camino de Yale.
Pasé dos o tres noches en The Residence. No lo recuerdo, del mismo modo que cada vez me cuesta más recordar la cara de las personas con quien me voy encontrando en la vida. Quizá es que son demasiadas, pero la verdad es que no recuerdo la cara del chófer ni reconocería los rostros de quienes acudieron a mis clases y cenaron conmigo y me acompañaron para que no me sintiera completamente extraña. Aunque me gusta pasear sola. Y lo hice por las calles del centro en el que se alzan los edificios emblemáticos de la universidad de Yale.
Misteriosas construcciones con patios, jardines, claustros y la promesa de algún pasadizo secreto. Una impresionante biblioteca emerge como la nave nodriza de una flota extraterrestre. Dentro de la mole, el conocimiento —arriba y abajo, alrededor, por todas partes— está enjaulado. El conocimiento es un pájaro que necesita de jaulas para ser accesible. El aire antiguo se rompe con la masa compacta de esta biblioteca que, a diferencia de las caras que me hicieron compañía, no olvidaré. En Yale aprendo que soy un poquito inhumana.
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En la plaza central de New Haven vi el árbol con la copa más amarilla del mundo. Más tarde me aclararon que era un ginkgo biloba, el árbol que pone huevos. En este viaje me di cuenta de lo poco que me he interesado por la botánica y lo muy arrepentida que estoy de esa falta de curiosidad. La mancha amarilla fosforecía contra el cielo y el gris de los edificios. Las hojas caídas de los árboles, sobre el pavimento de New Haven, daban la impresión de ser confeti. Como si se hubiese celebrado una fiesta. Los colores de una naturaleza a punto de pudrirse eran vivísimos y, a la vez, parecían dibujados. En la medianera de un edificio admiré un mural dedicado a Meryl Streep, alumna ilustre de Yale. En un pequeño auditorio disfruté gratuitamente un concierto de música de cámara. Intérpretes del conservatorio tocaban instrumentos de cuerda.
Mientras caminaba por la calles de New Haven, me paré en un punto. Había detectado una línea que era mejor no traspasar. A partir de esa línea, los árboles perdían el esplendor amarillo y los rincones, su empaque académico. La gente esperaba el autobús bajo una marquesina y su aspecto era el de un mundo que había retrocedido hacia la primera mitad del siglo XX. Figuras sin lustre, un poco sucias, como las de los miserables del aeropuerto de Madrid. Tiene fama el memorable cementerio de New Haven. Volví sobre mis pasos para visitarlo justo antes de traspasar la línea que no debía traspasar. Los cementerios no son peligrosos. Son turísticos. En New Haven, constaté que siempre soy y seré una turista. Las turistas estamos siempre un poco muertas. Nos falta arrojo.
En el Departamento de Español y Portugués, hablé de la escritura. Comimos bollitos. Bebimos café. Pasamos un rato agradable. Muchos estudiantes eran españoles o latinoamericanos que disfrutaban de un beca. No asistió a mis charlas el alumnado anglosajón, pero también es cierto que yo no sé hablar inglés, una carencia que agigantó el cúmulo de mis ignorancias durante este viaje. En uno de mis paseos por New Haven, me detuve para leer una pancarta colgada de una ventana en la Facultad de Arquitectura: “It´s not complicated: it is genocide". Estaba en inglés, pero la entendí perfectamente. Importan las palabras. Se quedan cortas.