Un nuevo musical para un nuevo siglo: la importancia de que ‘Moulin Rouge’ sea tan hortera

Nicole Kidman y Ewan McGregor en 'Moulin Rouge'

Antes de querer arremeter abiertamente contra Estados Unidos en Dogville, Lars von Trier ya había iniciado la operación hasta cierto punto —e igualmente sin querer pisar el país, por su miedo a volar— al terminar su Trilogía del Corazón de Oro. El cineasta danés ideó Rompiendo las olas y Los idiotas a través del martirio y la creencia de que la bondad no podía prosperar en nuestro mundo sin ser aplastada, continuando con esta propuesta en Bailar en la oscuridad, solo que siendo aquí un poco más ambicioso, desafiando lo que pudieran esperar de él. Y es que Los idiotas había sido rodada según los principios del Dogma 95, teorizado por Thomas Vinterberg y el propio Von Trier en torno a un movimiento de vanguardia que Bailar en la oscuridad contradecía de cabo a rabo.

El Dogma 95 promulgaba películas baratas y realistas, carentes de violencia espectacular o música no diegética. Y ahí teníamos a Von Trier dirigiendo todo un musical con la estrella islandesa Björk. Un musical, también, lleno de violencia traumática, consagrado a las desgracias de una inmigrante checa en EEUU que se estaba quedando ciega. El único alivio que podía experimentar Selma venía de imaginarse a sí misma como protagonista de un musical, según lo mucho que le gustaba Sonrisas y lágrimas. Pero no era suficiente para sobrevivir a la tragedia que iban a abatir contra ella. De esta forma, Von Trier podía satirizar la hipócrita cultura estadounidense, que durante tanto tiempo había maquillado su violencia capitalista y geopolítica con un reluciente cine musical.

Un cine musical canónico que, recordemos, en el año 2000 estaba prácticamente desaparecido. Por eso, Von Trier se permitió esta burla estertórea, y por eso el mismo Hollywood le aplaudió por ello —I’ve Seen It All fue nominada al Oscar a Mejor canción original—, mientras la idea del cine musical como fantasía para huir del sufrimiento quedaba implantada en el imaginario cotidiano. Algo parecido a Selma le sucedió a Meryl Streep años después, viendo una representación de Mamma Mia! que le hizo olvidar, por unas horas, su shock por los atentados del 11 de septiembre. Desde entonces haría todo lo posible para convertir aquel musical de ABBA en película.

En 2008 lo consiguió y a Mamma Mia! le pasó algo peculiar: se había originado como consuelo para el 11-S, pero a su estreno haría lo propio con respecto a la incipiente crisis económica. Sin dejar de ser llamativo, por otra parte, en qué había quedado el cinismo de Von Trier. El danés había sancionado el musical hollywoodiense como una farsa que nos alejaba de la realidad. En respuesta, Hollywood había adquirido conciencia sobre ello, y a continuación había procedido a celebrarlo.

El musical más allá de Hollywood

La noción de farsa no era en absoluto novedosa para el género. Incluso en su vertiente más clásica, los números musicales tejían una compleja relación con la trama, siempre ejerciendo como exaltaciones emocionales de algo que los personajes no podían expresar si no era cantando o bailando. Tan inmerso como ha estado siempre en la subjetividad de dichos personajes, el musical se permitió ser algo más ambicioso a mediados de los 70, como hemos ido viendo, y lidiar entre Cabaret y The Rocky Horror Picture Show con la performance, el desvío narrativo o la revelación de unos sentimientos genuinos que las circunstancias de alrededor pugnaban por coartar.

Si estos elementos se intensificaban el resultado podía llegar a ser disonante, incluso esquizofrénico. La emotividad o la diversión de cada número, en ruidoso contraste con la “normalidad” de la trama que lo enmarca. Fue justamente esta divergencia de tonos lo que fascinó a Baz Luhrmann del cine de Bollywood, una vez lo descubrió en 1993. El cineasta australiano había recogido de forma idiosincrática el estilo de las películas estadounidenses de los años 80 —su debut, El amor está en el aire, no es más que Dirty Dancing con bailes de salón—, para toparse en su viaje a India con una forma mucho más libre y acorde a sus deseos de concebir el género.

Del poder expresivo de Bollywood Luhrmann recuerda pensar lo fácil que debía ser aprender hindi —lo había entendido todo sin conocer ni una palabra del idioma—, y preguntarse si sería posible hacer algo parecido en casa. Es justo lo que intentó en Romeo + Julieta, que sin ser un musical como tal sí practicaba un exhibicionismo dramático y un ritmo apabullante muy del gusto de Bollywood. Luhrmann se convirtió en algo así como el embajador de esta industria en Hollywood cuando reunió a Claire Danes y Leonardo DiCaprio para recitar a Shakespeare en modo circense: un gesto felizmente reconocido desde India, como prueba el guiño directo a Romeo + Julieta en una de las comedias romántico-musicales más exitosas de la época, Algo sucede en mi corazón.

El caso es que Luhrmann conformó su estilo gracias a absorber el desprejuicio bollywoodiense sin renunciar a una estética mediada por el videoclip de los 80, que apenas una década después pugnaba por parecer hortera y kitsch. A Moulin Rouge se le considera, de hecho, un musical para la Generación MTV: sus versiones de Madonna, Queen y Nirvana así lo prueban, si bien sería insuficiente reducir la película a una regurgitación tardía de aquella época. Porque Moulin Rouge también adaptaba La dama de las camelias, se sumergía en un juego metarreferencial a través de una obra de teatro ficticia y añadía una canción clásica de Marilyn Monroe a su repertorio, de la comedia del 53 Los caballeros las prefieren rubias.

Moulin Rouge trascendía las etiquetas, importando las turbulencias de Bollywood a su realización —vertiginosa incluso hoy, cuando la generación Z vive anclada en un frenético tráfico de imágenes— y apañándoselas para que algo tan habitualmente considerado vulgar como el jukebox musical —musical integrado por temas no originales— tuviera respaldo académico, pues en 2001, un año después de Bailar en la oscuridad, Moulin Rouge era candidata al Oscar a Mejor película. La propuesta de Luhrmann no difería tanto de la de Von Trier a tenor de su posmodernismo desatado, pero este era mucho más luminoso y optimista. La Academia tuvo claro cuál prefería.

Del musical multiusos al antimusical

Todo empieza con Moulin Rouge. Si pretendemos destilar el musical hollywoodiense del siglo XXI en una sola imagen, seguramente esta se parezca mucho al elefante donde se subían Nicole Kidman y Ewan McGregor para marcarse un popurrí de radiofórmula. De aquí se extrae, de hecho, la vigencia del jukebox musical, que contemporáneamente a Moulin Rouge ya estaba echando raíces en la escena de Broadway —la versión original de Mamma Mia! data de 1999— para tejer una inevitable alianza con artistas consagrados. Poco antes del éxito del film de Meryl Streep había tenido lugar un ensayo con la música de los Beatles, en Across the universe, de Julie Taymor.

Y años más tarde, en 2013, Amanece en Edimburgo quiso plantear el musical más escocés posible partiendo de la música de unos ídolos nacionales, los Proclaimers. Su número final, dedicado cómo no a 500 Miles, consistía en una coreografía multitudinaria, que requería que buena parte de los vecinos de Leith acudieran a bailar. A la estela de Mamma Mia, el jukebox musical conectó con una necesidad de fiesta colectiva en medio de una crisis económica global, al tiempo que también se mostraba proclive a un viraje individualista. Porque la auténtica importancia de Moulin Rouge estriba en haber propuesto un musical multiusos, absolutamente maleable y alérgico a tradiciones firmes. Un musical puramente cinematográfico, despegado de la ortodoxia de Broadway.

Así es como el musical post-Moulin Rouge se fusionó con un género tan a priori alejado de él como el biopic

Así es como el musical post-Moulin Rouge se fusionó con un género tan a priori alejado de él como el biopic. Era inevitable por cómo el género había acogido entre sus brazos a los artistas —los proyectos dedicados a su música no son otra cosa que artilugios promocionales—, aunque lo curioso es que la cosa fue más allá de films como Rocketman o la reciente Better Man. Ambas películas, encargadas por Elton John y Robbie Williams para explicar su biografía a través de canciones, poseen un interés enorme —la primera por su imaginativa ejecución, la segunda por estar protagonizada por un mono CGI—, y sin embargo se quedan cortas para analizar la mutación de ese musical multiusos, que de repente podía tejer homenajes a figuras algo más inquietantes.

El mismo Michael Gracey que dirigió Better Man ya había triunfado en 2017 con El gran showman, que blanqueaba la vida de P.T. Barnum como gran responsable del espectáculo moderno —si entendemos este como la deshumanización y la explotación de la diferencia—, poco antes de que sufriera un trato parecido… Willy Wonka. Cierto, Willy Wonka nunca ha existido, pero no deja de ser sintomático que Hollywood quisiera convertir en vida ejemplar la trayectoria del villano de Charlie y la fábrica de chocolate, maquillando su codicia y crueldad con el encanto de Timothée Chalamet, la puesta en escena del director de Paddington y un puñado de canciones melosas.

El escapismo es el sentimiento central del musical contemporáneo

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Sin duda, el biopic de millonarios sin escrúpulos —se dediquen a la música o no— supone la faceta más descorazonadora de la resaca Moulin Rouge, aunque volviendo a los planteamientos de Bailar en la oscuridad —y recuperando la necesidad del musical como escape— nos hallamos con expresiones muy provectas para el género dentro del cine de autor. Al fin y al cabo, y por mucho que se bañe en referencias al Hollywood clásico, el uso que hace La La Land del número musical es similar: una evasión para los sinsabores de nuestra vida cotidiana, sepultada a estas alturas del siglo XXI por el sentido común neoliberal que tanto ha alienado a Damien Chazelle.

El escapismo es el sentimiento central del musical contemporáneo. La asunción de que todo lo que nos rodea es deprimente, y de que solo podemos lidiar con ello a través de fugas efímeras. Es lo que buscaba McGregor en Moulin Rouge, al fin y al cabo, para consolarse de la muerte de su amada. Tiempo después, una película tan extraordinaria como Annette recuperaría esta idea fusionándola con la joven tradición de musicales comandados por la creación de los artistas —en este caso, las composiciones de los Sparks—, para que desde el marco pandémico, en 2021, Leos Carax pudiera pasar lista de sus demonios internos. Con un distanciamiento tan obtuso, eso sí, como para negar la posibilidad de que esos pasajes musicales pudieran transportarnos a lugares mejores.

Como nos enseñaba Bailar en la oscuridad, el escapismo está condenado al fracaso. Y en la tercera década del siglo XXI eso lo sabe tanto un autor francés de la talla de Leos Carax como un director oportunista del sistema de estudios que se ha encontrado, sin comerlo ni beberlo, al frente de una IP superheroica. Joker: Folie à deux, de Todd Phillips—una película no menos extraordinaria que Annette— es el sombrío final del camino. Un antimusical que se lamenta por cómo nos han absorbido nuestras máscaras mientras transmite con sus covers de viejos estándares estadounidenses —roncos y rigurosamente poco satisfactorios— una sensación ominosa. La de que la magia del cine musical, que ha bañado la cultura de masas durante un siglo, no ha sido más que una broma.

PLAYLIST MEDIO SIGLO DE CINE MUSICAL 4

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