TINTALIBRE
Celebrar sin complejos la muerte de Franco
Alguna de las aprensiones más hondas que padeció hasta el final de su vida el escritor y periodista Manuel Vázquez Montalbán tuvo que ver con la idea sobre Franco y el franquismo que iba a cuajar en una sociedad crecida en la opulencia del neocapitalismo occidental y la desinformación histórica. ¿Qué precio iba a pagarse por la riqueza creciente que nos llevó a 1992, por la mejora sustancial de las condiciones de vida de la mayoría, por la consolidación de un Estado del bienestar gestado a deshora y cuando ya la mayoría de democracias europeas iban de retirada de la socialdemocracia porque empezaba el ciclo neoliberal empujado por Reagan y Thatcher a principios de los ochenta? Según temía Vázquez Montalbán, las enciclopedias neutralizarían al régimen con la exquisita equidistancia de los historiadores inmaculados (o sea, sin mácula): etapa histórica gobernada por Francisco Franco que mejoró las condiciones de vida de los españoles y condujo al advenimiento de una democracia constitucional.
Me lo invento: la frase no era esta, pero la idea sí. No había que andar exagerando todo el día con la matraca victimista: el franquismo fue un régimen con sus luces y sus sombras, algunos excesos y algunas flaquezas, pero básicamente logró en cuarenta años conducir a los españoles desde unas condiciones de vida de pobreza, miseria y atraso hacia una sociedad en condiciones de sumarse a los circuitos del capitalismo global e ingresar en el orden del Occidente contemporáneo sin renunciar a cultivar sus especificidades: los toros, el flamenco, la playa, la sangría y la paella. Tampoco había que ponerse demasiado suspicaz ni autoflagelarse con el propio pasado todo el tiempo, sobre todo en la tranquila mansedumbre de una democracia consolidada: todas las naciones han tenido etapas más oscuras que otras, todos los Estados han vivido episodios poco memorables y tampoco es cuestión de andar todo el día echando mierda encima de tantos y tantos españoles respetables, bien educados, católicos, corteses, moderados y benditamente neutrales.
Hemos tenido ilustres portavoces de ese justo sentimiento, ya tirando a veteranos y con memoria biográfica de la época franquista: Jaime Mayor Oreja no lo veía de otra manera, a confesión propia, del mismo modo que Esperanza Aguirre, y presumiblemente su heredera Díaz Ayuso, acaba de ratificar en un libro reciente que toda exageración es mala y en el justo medio está la virtud: el franquismo tuvo sus cosas buenas, eso no se puede negar, y es bueno compartir esas impresiones con los jóvenes que han estado sometidos por tierra, mar y aire al martillo neocomunista del antifranquismo liderado por Sánchez, haciendo volar en helicóptero los restos de un hombre que tuvo sus cosas buenas, muchas, y tuvo algunas malas. Hay que terminar por fin con este vicio tan español de zaherir el pasado, siempre metiendo el dedo en el ojo de los momentos menos vistosos o virtuosos en lugar de engrandecer un pasado lleno de destellos y relumbres. El porcentaje de votantes de Vox que añoran el franquismo es ínfimo, aunque sea ruidoso, pero tampoco están lejos de esta misma visión normalizada de una larga etapa donde hubo de todo, como en cualquier país, pero al menos entonces, en esa larga y fecunda etapa del franquismo, no había duda con lo que había que hacer con los inmigrantes ni con el papel de las mujeres ni con la escoria social que encarnan los gays, las lesbianas o los trans, aunque fueran realmente invisibles bajo el franquismo porque había muchos, muchos menos que en esta etapa de disipación: no es creíble que se escondiesen de la policía porque la policía tenía cosas más importantes de qué ocuparse.
Al paso alegre de la paz
Dicen muchos que los chavales hoy no están informados y hasta vuelven a cantar a coro en el cole el Cara al sol, y dicen que lo hacen sin saber demasiado bien lo que cantan, o que solo saben que cantan un himno que pone de los nervios a los rojos y rojillos, incluido el Gobierno actual. Está claro que en su imaginario el franquismo es la némesis del sanchismo, y aquí paz y después gloria: ¿por qué no va a aceptar un adolescente medio la obvia equivalencia entre la dictadura comunista bajo la que vivimos con la dictadura anticomunista bajo la que vivieron sus abuelos? Es tan simple el mecanismo como un vídeo irresistible de TikTok, y a ver quién le lleva la contraria al chaval mientras entona emocionado volverán banderas victoriosas / al paso alegre de la paz. ¿Quién puede estar en contra de las banderas victoriosas y el paso alegre de la paz?
De hecho, que había rojos en la España de Franco es relativamente cierto porque todos, todos, no pudieron irse tranquilamente al exilio, a menudo con una mano detrás y otra delante, por sorpresa e improvisadamente, como a veces es mejor hacer las cosas: sin planificar viaje, sin saber dónde iban a vivir, sin contacto alguno con los familiares y amigos que se quedaron en España, sin haber reservado ni una habitación de hotel, ni un apartamento, ni un piso ni un empleo ni a veces un mínimo destino geográfico. Eso fue hacer las cosas por aventura, y además tampoco todos tenían por qué haberse ido porque Franco ya avisó: quien no tuviese las manos manchadas de sangre podía volver sin miedo, y así lo hicieron muchos, muchos. Es verdad que decenas de miles de los que volvieron, o de los que no se fueron, ni eran comunistas ni nada extravagante: eran sólo republicanos que preferían un régimen democrático en lugar de una dictadura de inspiración limpiamente fascista. Y que a muchos les esperase un proceso de depuración universal en el que perdieron la autorización para ejercer sus oficios durante muchos años –pastelero, arquitecto, profesor, maestro, ingeniero, médico, juez…–, y a veces a perpetuidad, solo indica que tuvieron que adaptarse a las nuevas circunstancias y en el fondo es otra forma de la aventura insólita y estimulante de experimentar la derrota cuando pierdes una guerra. ¿Que el régimen no activó el menor plan de reconciliación y persistió en la persecución, algunos dicen incluso exterminio, para evitar que la los rojos levantasen la cabeza o incluso intentasen resurgir del miedo y el error? Pues sí, es verdad, pero también es natural que Franco no quisiera arriesgarse a que se le sublevasen los sobrevivientes de la guerra, y ahí está el maquis para demostrar que no es una fantasía, sino que existieron núcleos residuales de guerrilleros en defensa de la República. De hecho, tuvieron el cuajo de esperar al desenlace de la Segunda Guerra Mundial para ver si la victoria aliada contra los fascismos nazi-italianos creaba el hueco o las condiciones para una rebelión masiva que sacase a Franco de la jefatura del Estado y derrocase al régimen. Normal que Franco fusilase a destajo y sin muchos miramientos a los detenidos o que crease los centenares de campos de concentración que fueron convirtiéndose en campos de exterminio a medida que pasaban los años, pero eso tampoco es exactamente culpa suya: la población reclusa seguía dentro en condiciones un poco apuradas, quizá sí, y es lógico que algunos acabasen muriendo. Tampoco hay nada de extraño por ese lado.
Por lo demás, todo el mundo está de acuerdo en que gracias a la pulquérrima moral católica y la eximia preparación de los expertos economistas del Opus Dei, el país prosperó de forma espectacular en los años sesenta: crecía a un ritmo del 7% (¡7%!) y estos benditos benefactores lograron dejar atrás la miseria espantosa de la posguerra autocrática, cuando Franco quiso gobernar al país como una especie de cuartel autosuficiente, aunque faltase de todo (pero lo que faltó de veras fue la tarjera de racionamiento unos 12 años después de terminada la guerra: otro ejemplo de prosperidad incontestable). Ya los estoy oyendo: la persecución de cualquier atisbo de disidencia seguía siendo feroz, implacable, y no solo para los comunistas, que son los que se llevaron la palma de las incomodidades que se suelen padecer habitualmente en la cárcel –llamarlo torturas suena a evidente exageración– y algunos residieron durante años (y, cuidado, a cargo del Estado) en los penales de toda España.
Vacaciones y Seat 600
Pero no es esa una visión demasiado ecuánime de lo que de veras sucedió en la segunda mitad: en realidad, Franco tuvo la magnanimidad de dejar circular, de forma lógicamente controlada, algunas de las ideas diferentes que los jóvenes iban gestando desde el interior, les dejaba leer incluso algunos textos traducidos del extranjero, ese lugar inhóspito y por definición antiespañol, con evidentes intenciones difamatorias y hasta contrarias al buen sentido, la inspiración católica y misericordiosa del régimen. Atizar ideas democráticas o simplemente antiespañolas cuando el país crecía al 7% (¡7%!) parece evidente que es un contrasentido y un reflejo antipatriótico flagrante: quién podía asegurar que con democracia.o cualquier otro régimen imaginable distinto de la mansa dictadura de Franco hubiese seguido impertérrito, año tras año, ese índice de crecimiento. ¿Quién asegura que las compras a plazos y a crédito, la masiva fabricación de utilitarios como los Seat 600, las cortas pero felices vacaciones en la playa y hasta las escapadas a Francia o incluso más lejos hubiesen podido vivirlas los españoles de a pie si hubiera saltado por los aires Franco, como algunos terroristas tuvieron intención de hacer, no una sino varias veces? Transigir con el asesinato de un ser humano –y menos aún un ser humano Jefe de Estado– hubiese sido inimaginable en una sociedad que podía tener sus defectos pero que prosperaba a ojos vista, y a la vista estaba que cada vez se parecían más los jóvenes españoles a los jóvenes europeos: algunos se permitían incluso besarse en la calle, otros llevaban los pelos por los hombros, muchos dejaron de afeitarse para exhibir barbas de resonancias revolucionarias, y nadie fue a cortárselas de cuajo, como a lo mejor hubiera sido conveniente, a la vista del futuro que esperaba.
Por lo demás, y a medida que se acercaba Franco al final de su vida, resulta cada vez menos explicable la inquina que algunos tenían por la figura de un abuelo pacífico que había amansado el país sin recurrir a bombas ni a atentados ni a violencia alguna ilegal porque ahí estaban los tribunales, incluido el TOP: para impedir los desmanes de algunos fascistas irredentos que pudieran quedar agazapados entre las buenas intenciones de un Movimiento que iba directamente hacia la democratización orgánica de sí mismo, o entre los periodistas, tantos, tantos de ellos escrupulosos informadores pese a las dificultades del tiempo, pese a una censura ya inexistente (pero que había cumplido un servicio necesario ante tanta mentira como circula), pese a las campañas internacionales contra Franco (el fusilamiento de Julián Grimau, como todo el mundo sabe, fue solo el último acto de la guerra civil), sin internet –acordémonos y comparemos los medios con los que cuentan hoy los periodistas–, sin hacer caso (salvo algunas veces) de las instrucciones que emanaban del ministerio de Información –con ese Fraga Iribarne enérgico, hiperactivo, indómito titán del bien común al frente–, aprendiendo a sortear las dificultades del día a día con astucia y prudencia y a veces incluso una audacia de la que mucho debería aprender este periodismo de hoy, tan adocenado, tan turbiamente manso, tan silencioso y apegado al poder sanchista que no rechista nadie, todos a una, y sin apenas disidencia antigubernamental de nadie. Al menos con Franco, algunos levantaban la voz, aunque alguien pudiera saltarle los dientes de una sola hostia: hasta los rojos eran entonces más valientes de lo que lo son hoy la mayoría. Con Franco todo era distinto, de hecho, y casi parece que era como debiera ser, ¿no?
Y se suele olvidar, pero yo no lo olvido: al Rey Juan Carlos I lo nombró Franco su sucesor, y bien que hizo: fue el parapeto necesario para que los fascistas no siguieran haciendo travesuras nostálgicas de otros tiempos ya en la década de los setenta y sirvió para que los españoles –todos, juntos, unidos– visualizasen una era de adelantos que estuvo fundada, en realidad, en la paz que trajo Franco: próspera, virtuosa, sana y hasta europea como el mismo rey, que hablaba varios idiomas.
Solo por eso ya valdría la pena celebrar la muerte de Franco, porque dotó de vida oficial y pública, legal, al rey de España. Igual sí, igual lo que conviene hoy es menos conmemorar la muerte de un dictador que celebrarla con todas las letras, sin el menor asomo de culpa cristiana y sin complejos hipócritas.