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Ficciones e intimidades de un Borges pudoroso

Ficciones e intimidades de un Borges pudoroso

Hay tantas anécdotas sobre Borges que resulta casi imposible diferenciar las verdaderas de las que son meras leyendas. Sirva como ejemplo la siguiente: una tarde, un hombre se acercó al escritor argentino y le espetó, seguramente con cierto reparo, “¡qué pena que usted sea invidente!”; a lo que Borges, que despreciaba la manera eufemística de hablar, decía, propia de los argentinos, respondió jocoso: “No, soy ciego, no me quite el don de la videncia”. El ingenioso sentido del humor y el inmenso talento del que hacía gala en todo momento el personaje acabaron fagocitando a la persona; al Borges tímido, reservado con su vida privada, que escribía con una letra delicada y minúscula hasta que se quedó ciego cuando llegó a la cincuentena. Quizás por ese mito en el que se ha convertido uno de los autores argentinos de mayor renombre, el objetivo principal de la exhaustiva exposición El infinito Borges, que acaba de inaugurar Casa América en Madrid, sea la de ofrecer una visión global de su obra, pero también de su controvertida personalidad.

“La obra de Borges no es especialmente extensa si se la compara con otros autores”, explica Claudio Pérez que ha comisariado la muestra junto a Raúl Manrique, “sin embargo, su originalidad es tal que la convierte en infinita”. En sintonía con esta aparente boutade, El infinito Borges, que se podrá ver hasta el 22 de mayo, es una de las exposiciones más completas que se han hecho hasta la fecha del autor de El Aleph. Elaborada íntegramente con los fondos del Museo del Escritor, en ella se pueden ver primeras ediciones, libros de su biblioteca personal, artículos en prensa, toda su bibliografía, fotografías, cuadros de su hermana Norah… La mitad de los 300 objetos que la componen salen por primera vez a la luz en esta exposición, agrupados en diferentes bloques temáticos: su familia, su amplísima obra en colaboración, su pasión y trabajos cinematográficos, sus traducciones, su relación con España.

Los Borges Acevedo llegaron a la Península Ibérica en 1919, después de su paso por Ginebra, donde diferentes oftalmólogos intentaron aliviar, sin éxito, la incipiente ceguera que padecía el padre de la familia. Una enfermedad que posteriormente afectó también al escritor. Lo que iba a ser una estancia relativamente breve en Europa se alargó a cinco años tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Así, la familia peregrinó por Barcelona, Madrid y Sevilla antes de instalarse definitivamente en Palma de Mallorca. De esa época, la exposición, que coincide con los 30 años de la muerte del escritor, incide en la estrecha relación que Borges y su hermana Norah establecieron con los ultraístas españoles: Guillermo de Torre, que acabó casándose con Norah, Rafael Cansinos Assens; y con otros autores como Ramón Gómez de la Serna o Valle-Inclán. Aunque Borges acabó desligándose años después del pensamiento ultraísta y rechazando su producción de la época, como El tamaño de mi esperanza (1929).

Adrogué

Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) tenía la costumbre de fechar y firmar a lápiz en el dorso de la primera página todos los libros que compraba. De su paso por España se conserva un precioso ejemplar de tapas granate de Wine, water and song. Poems by G.K. Chesterton fechada en Granada en 1919. De ascendencia británica, el argentino fue bilingüe prácticamente desde niño y estudió alemán por su cuenta, llegando a dominar la lengua germana con sobrada soltura. Claudio Pérez destaca su formación autodidacta —sólo asistió a la escuela hasta Bachillerato—, que comenzó a cultivar gracias a la completísima biblioteca de su padre. Se dice, otra anécdota a medio camino entre la verdad y la fábula, que a los cuatro años el escritor ya sabía leer y escribir.

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El trayecto que han diseñado los comisarios repasa, por tanto, las diferentes etapas creativas de Borges, pero muy especialmente el impacto que tuvo en él la enfermedad herediaria y degenerativa que fue dejándole ciego poco a poco. Su pérdida de visión se ve reflejada en los autógrafos (firmó cientos), que evolucionaron del trazo firme en sus primeros años de popularidad a otros mucho más desdibujados, que eran repetidos por Borges de memoria. Sobre su enfermedad escribió mucho y dictó conferencias, incluso llegó a colocar como autores en colaboración a quienes le ayudaban con la transcripción de su obra. “A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en ese mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego”, decía en una de sus innumerables colaboraciones en prensa.

Tímido, exigente —“Nunca consideraba definitivos sus textos”, cuenta el comisario de El infinito Borges— y con una insaciable curiosidad, cuando se quedó sin fuerzas, Borges decidió que moriría en Ginebra. El premio Cervantes de 1979 no quería que su agonía se convirtiese en un circo en Argentina. Dice Claudio Pérez, que compartió una bonita amistad con Borges durante los últimos años de su vida, que las actitudes más polémicas del escritor (sobre todo las que tenían que ver con asuntos políticos) encuentran su explicación en el tono mordaz de muchas de sus declaraciones. “Decía lo que pensaba, no le importaba lo políticamente correcto”, subraya Pérez.

Sin embargo, pese a que defendía su pensamiento con cierta vehemencia, Borges se equivocó cuando profetizó su suicidio en 1983. En una columna fechada en marzo de ese año describió cómo iba a ser su muerte, situándola exactamente el 25 de agosto de 1983. Decía: “Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices”. Así, Borges falló al intentar predecir su muerte y también cuando defendió con pasión su don de la videncia, aquella tarde que se cruzó con uno de sus lectores, quién sabe si de verdad o no.

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