'Los sindicatos y el nuevo contrato social. Cómo España salió del ERTE'

Unai Sordo

Los sindicatos y el nuevo contrato social. Cómo España salió del ERTE, el nuevo libro de Unai Sordo, aborda algunos aspectos relacionados con la política y la actividad sindical entre finales de 2019 y 2022. En el contexto del mayor drama social, económico y de salud pública vivido en el último siglo, el autor –secretario general de Comisiones Obreras– hace un repaso de asuntos tan candentes como la consolidación y nueva subida del salario mínimo interprofesional, la utilización de los ERTE, la revalorización de las pensiones o la aprobación de la reforma laboral. A lo largo de esta obra, Sordo relata el cambio que ha sufrido la actividad sindical en este marco de crisis sanitaria, pues los agentes sociales se han constituido "como un referente ineludible en la pandemia, y como el principal anclaje de legitimidad complementaria a los poderes ejecutivo y legislativo de nuestro país”. infoLibre publica a continuación la introducción del libro, editado por Catarata.

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Introducción

El 13 de marzo de 2020 terminé una entrevista en el programa matinal de RTVE y partí de inmediato en coche hacia Bilbao. Llegué a primera hora de la tarde. El tiempo justo para descansar, dar una vuelta por el Casco Viejo y regresar a casa a preparar maletas para una temporada. Al día siguiente, sábado, había que volver a Madrid junto a mi compañera, que habitualmente reside en Euskadi. Pronto iba a comparecer Pedro Sánchez para anunciar el decreto de un estado de alarma que nos restringiría durante un tiempo indeterminado la movilidad.

El día anterior por la tarde, jueves, habíamos mantenido una videoconferencia con buena parte del Consejo de Ministros, incluido el propio presidente del Gobierno, las vicepresidencias (entonces Calvo, Iglesias y Rivera) y varios ministerios (Díaz, Escrivá, Planas, M. J. Montero, Maroto y probablemente alguno más que no recuerdo). La misma mañana del 12 de marzo las organizaciones CCOO, UGT, CEOE y CEPYME habíamos enviado al presidente del Gobierno y a la ministra de Trabajo una propuesta para una regulación exprés de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo.

La intención de la propuesta era prever una modificación legal en la regulación de esta fórmula de reducción o suspensión de jornada, de manera que se incentivara su uso para evitar la sangría de despidos que —previsiblemente— se precipitarían si la parálisis de la actividad civil y económica se confirmaba. Este acto de previsión, tan poco habitual en España, era un precedente inédito de una situación que nos desbordó como un tsunami. Porque, en efecto, ni en los peores augurios podíamos pensar que aquella herramienta de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo, regulados e incentivados en un tiempo récord en el siguiente Consejo de Ministros, iba a terminar por afectar a más de medio millón de empresas y a más de tres millones y medio de personas trabajadoras en nuestro país.

En todo caso, la singularidad de la situación era un entremés de lo que venía. Una pandemia global con unos efectos demoledores sobre la población en términos de personas contagiadas, fallecidas, y con una parálisis de la actividad que provocó la mayor caída de la economía en tiempos de paz.

La legislatura se había iniciado con buen pie en materia de diálogo social con el acuerdo para subir el SMI a 950 euros. Apenas habían transcurrido dos meses y medio desde la repetición electoral y el inmediato acuerdo para llegar a un Gobierno de coalición entre el PSOE y el grupo confederal de Unidas Podemos. Aquella mañana del 12 de noviembre, justo cuando íbamos a iniciar una Ejecutiva Confederal, recibí una llamada de Pablo Iglesias adelantando lo que pocos minutos después hacían público él mismo y Pedro Sánchez: el acuerdo para un gobierno de coalición.

El anuncio de los miembros del Gobierno ya en el mes de enero provocaba un cierto terremoto. Por un lado se separaban las carteras de Trabajo y Seguridad Social. Por otro se presentaba a una ministra de Trabajo que, procedente del espacio político de Izquierda Unida y del PCE, había sido una de las artífices de una expresión política como En Marea, de fuerte impacto electoral en un determinado momento, así como de no menos fuerte declive electoral en otro. Era, obviamente, Yolanda Díaz, que asumía una cartera mermada de las competencias en materia de pensiones, pero de un indiscutible calado político, pues tenía que emprender el desmontaje de la reforma laboral del Partido Popular. José Luis Escrivá se hacía con una cartera de la importancia de la de Seguridad Social tras dejar la AIREF, donde habíamos tenido varios encuentros en los años anteriores. Entre sus puntos clave, a su vez, la corrección de la reforma de pensiones del año 2013, especialmente el llamado IRP (Índice de Revalorización de Pensiones), y el factor de sostenibilidad. La agenda sufriría un brusco cambio apenas dos meses después.

A finales de enero se había alcanzado un acuerdo aparentemente sorprendente para elevar el SMI a 950 euros. Sorprendente podía parecer por la rápida incorporación al consenso de CEOE y de CEPYME sobre una cantidad que daba continuidad al objetivo declarado de situar para España un salario mínimo que cumpliera con los compromisos con los que el Comité Europeo de Derechos Sociales entiende cumplido el artículo 4 de la Carta Social Europea sobre remuneración equitativa, y que eleva al 60% del salario medio de cada país.

Creo que las organizaciones sindicales fuimos clave en garantizar que ese espacio de diálogo social se abriera paso. Es evidente que cualquier pronunciamiento por nuestra parte apostando por más acción unilateral del Ejecutivo, un espacio de interlocución preferente con los sindicatos y la aplicación inmediata del programa de gobierno, siendo legítima, hubiera dinamitado desde el minuto cero el marco de concertación. En lugar de usar ese ventajismo hicimos pedagogía entre tirios y troyanos sobre el “estabilizador automático” que podía suponer un marco tripartito en un contexto que ya se preveía complejo y crispado políticamente hablando. Solo exigíamos una garantía previa: no conceder a nadie (léase CEOE) derecho de veto.

'Trabajo y capital en el siglo XXI. Mutaciones, consecuencias, alternativas'

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En torno a la primera subida del SMI fue tomando cuerpo el papel del diálogo social que en un futuro próximo iba a ser el gran contrapunto al mensaje fuerza con el que la oposición interpretó el sentido de la legislatura: el cuestionamiento no ya de la acción de gobierno, sino de su legitimidad. Y eso tomó tintes dantescos en una pandemia entonces impredecible, en la que el espíritu de Núñez de Balboa movió los jugos gástricos de una panoplia de derechas donde el motín forma parte genética adosada al nervio reptiliano.

La última fase de la negociación sobre la reforma laboral pivotó de forma casi exclusiva sobre el artículo 42 del Estatuto de los Trabajadores, el que regula la subcontratación. Es la tarde del 22 de diciembre, miércoles. Varias horas de reunión fueron un intercambio de propuestas con distintas redacciones. La pugna era sobre si en la nueva regulación del 42 se definía taxativamente qué convenio de aplicación corresponde a las empresas subcontratadas.

Cada coma y cada letra se discute y se pelea. Me preguntaba un día una periodista de laboral: “¿Pero cómo podéis estar tantas horas ahí? ¿De verdad da para tanto?”. Vaya si da, compañera.

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