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‘El día del Watusi’, de Francisco Casavella

'El día del Watusi', de Francisco Casavella

Mònica Vidiella Bartual

El día del WatusiFrancisco CasavellaEditorial AnagramaBarcelona2016

Lo único sin arreglo en esta vida es la distinta manera en que nos obliga a amarla. Esta afirmación de Fernando Atienza en Los juegos feroces, primer libro que compone la trilogía El día del Watusi, que acaba de reeditar Anagrama, nos acompañará a lo largo de las casi 900 páginas que conforman la novela.

El protagonista, con el encargo de escribir un extraño informe sobre un enigmático personaje, se dirigirá a un anónimo lector y, cual Lázaro de Tormes, relatará el caso de una manera extensa, tomándolo desde el principio para interceder por aquellos a los que la fortuna les fue contraria, y con fuerza y con maña remando, salieron a buen puerto.

Una fecha, el 15 de agosto de 1971, de la que Atienza afirma es el día más importante de su vida, y que los casavellistas siguen celebrando como el día del Watusi, es el génesis de una historia que cerramos el verano de 1995, tras haber presenciado la deriva de unos personajes, de una ciudad y de un país en el que nada era lo que parecía y descubrir que las mentiras no significaba necesariamente descubrir la verdad. Las mentiras generan mentiras y aquellas de origen real se mezclan con una realidad de origen ficticio y dificultan la búsqueda de identidad del individuo moderno.

Así, cuando se publicaron por primera vez las novelas, Los juegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible, entre 2002 y 2003, la crítica estuvo de acuerdo en afirmar que era una novela sobre la Transición española. Sin embargo, ahora que podemos releerla completa y ser conscientes de lo bien que ha envejecido, descubrimos que más que la Transición española, Casavella nos ofrece, de manera magistral, la relación de amor/odio que dicha transición tuvo con los hombres y mujeres hijos de ese momento; que vivieron una infancia mitificando sobre el silencio que se cernía en todo lo que los rodeaba y que crecieron siendo conscientes de que esa mitificación difícilmente los abandonaría, porque los mitos no se sitúan en un tiempo histórico sino en la condición humana.

En Los juegos feroces, Fernando y Pepito el Yeyé, dos niños fruto de un descarnado suburbio barcelonés en el que convivían todos aquellos a quienes la ciudad pretendía esconder, se enfrentarán en un viaje iniciático a una jornada teñida de violencia que marcará el resto de sus vidas y a la que sólo podrán sobrevivir a través de la invención de su propia realidad.

Con el telón de fondo de la Transición, el joven Fernando entrará en Viento y joyas en un mundo decadente donde el dinero y las ambiciones políticas, que Casavella retrata con una lúcida ironía, le mantendrán atado a esa necesidad de inventar el pasado como (en palabras del propio Atienza) bálsamo para aliviar el dolor producido por reinventar de continuo el presente.

En el volumen que cierra el ciclo, El idioma imposible, asistimos a la ascensión social del protagonista, que escondido en la clandestinidad de la noche, sintiendo nostalgia de la nostalgia, se aleja incluso de sí mismo para poder resurgir al final de la novela en su propia cosmogonía.

En una entrañable escena en la que el niño Fernando Atienza asiste a una pelea doméstica de sus vecinos de chabola, tras un momento de felicidad al son de un chachachá, su madre le pide llorando que vuelva al minuto anterior; y el Fernando adulto, recurrirá a ese segundo para certificar que, como él cree, somos invencibles en el desastre.

Casavella en su novela mira donde nadie mira, o quizá deberíamos decir, donde nadie quiere mirar. Y es capaz, como Elsa, personaje femenino magníficamente dibujado por el novelista, de no deleitarse en los fuegos artificiales de la verbena de San Juan, sino de observar el comportamiento de los vecinos mientras estos los contemplan. Mirar a la gente que mira. Y eso es literatura. Y la literatura hay que celebrarla.

Y es así cómo, entre escenas salpicadas de ternura, de crudeza, o de sarcasmo, Casavella nos invita a la celebración, nos envuelve con su prosa ágil e inteligente y con su habilidad para crear ambientes, y nos hace bailar al compás de una música que nos acompaña durante toda la novela, con el deseo de no dejar de hacerlo. Como el Watusi.

*Mònica Vidiella Bartual es profesora de Literatura.Mònica Vidiella Bartual

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