Los libros
“La intimidad del mundo en un poema”
A pocos días del 60º cumpleaños del poeta, director del Instituto Cervantes, colaborador de infoLibre y antiguo coordinador de Los diablos azules, publicamos esta reseña crítica de su último libro, A puerta cerrada.
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A puerta cerradaLuis García MonteroVisorMadrid2017A puerta cerrada
“El infierno son los otros”, dijo Jean-Paul Sartre en su obra de teatro existencialista titulada A puerta cerrada (Huis clos) y puesta en escena por primera vez en mayo de 1944, justo antes de la liberación de París durante la Segunda Guerra Mundial. Y aquí Luis García Montero replica ese título con una biografía moral y reflexiva que lleva como leitmotiv el axioma complementario: también “el infierno soy yo”. Curiosa aventura de autoanálisis la de este libro homónimo que huye del maniqueísmo y extiende el tono introspectivo de sus dos últimos poemarios, Un invierno propio (2011) y Balada en la muerte de la poesía (2016).
El tono aforístico del primero y la prosa lírica en el segundo ratificaron una voz que establecía una alternancia emotiva entre el ácido sarcasmo, la velada ironía y la desolada meditación. Este nuevo texto —integrado por poemas escritos entre 2011 y 2017— es también un libro tenso, en el cual —en palabras de su editor, Chus Visor—:
García Montero se ha encerrado consigo mismo para buscar con su poesía las raíces de un tiempo de crisis, en el que las estrategias económicas empobrecen a las mayorías y las dinámicas sociales descomponen el sueño democrático y el valor de los derechos humanos. Una poesía seca, descarnada, indagatoria, que persigue en la propia intimidad la ilusión desesperada de que el amor y el acuerdo estén también en nosotros.
Pero ¿qué significa admitir este infierno interior...? Quizás, en la admisión de que somos parte de una sociedad caníbal, se inicie una suerte de redención. Una travesía donde nos atrevamos a admitir nuestras miserias y no solo denunciar las ajenas. Una compañera granadina de generación —Ángeles Mora— también encabezaba uno de sus libros con la réplica a Sartre y abría su poemario Contradicciones, pájaros en 2001 con el título “El infierno está en mí”. Decía allí: “El infierno no son aquellos otros/ [...]/ el infierno soy yo./ Mi nombre es el desierto donde vivo./ Mi destierro, el que me procuré./ No me he reconocido en este mundo/ inhóspito”.
García Montero indaga en la conciencia de la crisis, no solo de un tiempo biológico –la madurez del adulto que se acerca a sus seis décadas de vida—, sino de un tiempo histórico localizado en España y expandido a un planeta cruzado por guerras étnicas, oleadas de refugiados expulsados de sus tierras, enfrentados a la xenofobia o a la muerte, fundamentalismos religiosos e imperialismos armados. El infierno empieza en uno mismo y esa es la cantera donde hurga un poeta con conciencia crítica que se atreve a bucear en sus causas para interpelarnos.
Por otro lado, quien esté familiarizado con la extensa obra del poeta, reconoce la compleja simbología que contiene la imagen de la “puerta”. Desde sus ensayos a memorables poemas, “la puerta de la calle” es la imagen que vincula la esfera pública con la privada, la casa y la calle, la plaza y la alcoba: “La [puerta] de mi dormitorio conduce hasta la calle” afirma ahora otra vez, resaltando esa cualidad de gozne y bisagra. Esa puerta expresa la necesidad del sujeto de dar el paso de ida y vuelta, siempre recursivo, en ese umbral decisivo que nos permite entender nuestra intimidad vinculada a la de los otros y traer las voces públicas y sus conflictos a nuestra habitación propia. Todo un alegato a favor de la ruptura de esa ancestral dicotomía nacida en el romanticismo, que redujo la voz del artista a un reino interior incontaminado, abandonando los asuntos de la polis a los expertos de la política y sus intereses y prebendas.
García Montero apuesta aquí a descubrir “la intimidad de un mundo en un poema”. En este sentido, es clave el texto titulado “Las puertas cerradas”, cuya compleja simbología le permite afirmar, por un lado, que “en las puertas cerradas/ hay una obligación que llamamos futuro”, y por el otro que “una puerta cerrada es el pasado/ al que nunca podrá volver la noche”. Metáfora espacial de la puerta que se abre y se cierra, pero aquí en términos temporales (futuro y pasado), que le permite un aserto fundamental de su presente: la certeza de “Vivir a los dos lados de una puerta”.
¿Qué significado tiene titular un poemario con el cierre de esa puerta que lo abría antes a la otredad del mundo? Es una forma de reclusión voluntaria para hacer balance, poner las cartas sobre la mesa, meditar en el ámbito de la soledad... Por eso titula su primer poema “Entretiempo”, para admitir que, en “estas horas tardías”, “quiero mi habitación, aunque la casa / sea un árbol enfermo”, para explorar la memoria y sus ilusiones pasadas, para auscultar el futuro aun con sus banderas plegadas. Otra vez ese “invierno propio” de su libro de 2011, que terminaba con una magnífica imagen, otra vez, de la puerta emblemática: “Tal vez nos vamos de nosotros mismos,/ pero queda una luz, un grifo abierto,/ la sombra de una puerta mal cerrada”. Y en este “cuarto propio”, a la manera de Virginia Woolf, el poeta cierra la puerta, se retira a cuarteles de invierno para preservar la piel de las fieras y de las inclemencias del afuera.
Pero cabe también recuperar esta expresión de la puerta cerrada en el último texto que cierra su Balada en la muerte de la poesía en 2016, cuando lamenta su progresiva aniquilación en un mundo hostil, donde “la gente huye de sí misma, mira hacia otro lado”, y el yo medita el saldo final: “Ahora sufro su muerte, callo y me siento solo. Y pesa el reloj, y son frías las paredes de la casa”. Pero al final, una torsión habilita el reencuentro de esos jirones del yo; el poeta apuesta hacia delante y reanuda su oficio: “A puerta cerrada abro un cuaderno”. Y su tinta reescribe lo tachado por la sociedad; le permite un tenue renacer desde una genealogía que le devuelva sentido a su duelo. Evoca imágenes de Otero, Guillén, Alberti, Salinas, Cernuda, Gil de Biedma, González, Rosales, resucitando esa poesía que el mundo dio por muerta y enterrada: “Oigo la música de una verdad fieramente humana, observo sus circunstancias, me busco y empiezo a escribir estos retornos de lo vivo lejano, este largo lamento, esta desolación de la quimera, estos poemas póstumos, estas palabras sin esperanza con convencimiento, esta casa encendida, esta balada en la muerte de la poesía”.
Leyendo eel último libro de García Montero podemos preguntarnos si ese afuera hostil es solo España, o la sociedad globalizada y anómica. ¿O es también su adentro? Magnífico ejemplo de esta trama es el poema “Vigilar un examen” que, con guiños autobiográficos, nos presenta a un profesor que recorre su vida mientras toma un examen de historia española, donde sospecha un final fracasado de “suspenso general”. Se trata de “la triste historia/ del joven español que se hace viejo”: desde aquel “niño que fui” “marcado con yugos y sotanas”, al “adolescente” que buscaba la verdad para llegar a ser “el joven descarado/ que ya no tiene miedo”. Y la historia arriba a su presente “de persona mayor/ doctorada en antiguas esperanzas”. No solo duele “envejecer” frente al espectáculo de “la corrupción, la falta/ de pudor en los jefes de la tribu”, sino que admite además con amargura ser “víctima y responsable/ de un amargo suspenso general”. ¿Esta confesión es acaso una suerte de claudicación de sus anteriores banderas, de su vocación de intervención crítica en la sociedad? No lo creo, porque desde la desolación también se puede reivindicar la fe en ciertos valores éticos y estéticos que no caducan, sostenidos por el frágil acto de la escritura. Como afirma en “Indulto”: “Con su equipaje pobre para viajar contigo, / más real que el silencio y la carroña,/ incompleta, sin tiempo, mal doblada,/ la poesía te indulta”.
Otra reivindicación del poemario reside en los sentimientos que vinculan al sujeto con los otros. El valor de la amistad frente a amigos que enferman o mueren (“Marcapasos”, “El silencio y el ruido”). O el amor como un “Crédito ilimitado” que le extiende una garantía en el futuro: “Espero que tus ojos estén allí conmigo, / que puedan recordar la historia de este abrazo”. O como aparece retratado en ese excelente poema titulado “La fiesta”, donde traza una micro-historia. El hablante se reconoce ajeno y se aísla, en una fiesta de amigos, perdido en su pasado, sin entender a los seres del presente que lo rodean. No es solo necesidad de huida y búsqueda de soledad lo que lo mueve a abandonar la fiesta. Es la urgencia por volver a una casa, a una habitación propia pero compartida: “Saber que alguien me espera/ da sentido a la luz, / ayuda a defenderme de mí mismo, / igual que los poemas que me importan”.
La extrañeza del yo se expresa abiertamente en este libro: “Yo me convierto en un desconocido” (“Oficio”) dice; sus múltiples rostros lo acosan a preguntas: “¿Adónde vas?”, “¿Quién eres tú?”, “¿Estás ahí?”. La respuesta es categórica: “son mis desconocidos, mis huellas en la arena” (“Interrogatorio”). Este proceso de reconocimiento de un yo pasado y desconocimiento del yo del presente vuelve a desplegarse en la imagen de la puerta que abre y cierra a la vez sus diversos rostros: “Sucedo al otro lado de una puerta/ que me hace sentir lo que no soy”, para sentenciar finalmente: “Es cosa del invierno y la poesía” (“La tarde”). Son sus espacios de lucidez e indagación, a puerta cerrada.
El tema del doble adopta diversas figuras en su poemario. Por ejemplo, en la salvaje animalidad del lobo, que asimila la lucha, del odio a la venganza, en poemas como “Aparición del lobo”, “Pensamientos del lobo”, “La vigilancia del lobo”, “El lobo melancólico”, “Las infecciones”, “El lobo se despide” o “Caminos de ida y vuelta” donde remata: “Fuera de mí, / dentro de mí, / el lobo es un camino de ida y vuelta”. Esta alegoría del lobo es una más de las expansiones de un yo que se atreve aún a rebelarse, que busca morder, que duda y se interroga sobre “el tiempo/ y el compromiso de un poema” (“Poética”). El lobo es una amigable analogía que va perdiendo su ferocidad a medida que representa el yo que se rebela.
En fin, los poemas van registrando momentos y situaciones donde se medita sobre el paso del tiempo, la soledad inevitable, la vida y la muerte entrelazadas: “Son cosas de la edad” (dirá en “Respiración”), “Hoy es ayer para decir mañana” (en “La recompensa”, 96), “Yo rompo lo que soy/ para poder estar conmigo mismo” (“En un libro de Cernuda”) o “Es otra la verdad: temo quedarme solo/ encerrado en un sótano que no encuentra la orilla” (en “El significado de la sal”, 87). Meditar a puerta cerrada en una desolación que viene con la edad significa atreverse a calibrar el saldo de esos antiguos valores y creencias juveniles, aniquilados por un mundo presente que nos es tan ajeno. Porque “Es otro nuestro tiempo”, ha repetido muchas veces García Montero, citando a Gil de Biedma. Pero la vida nos ata a este presente con la memoria de ese pasado que nos inundó de luz, aunque ahora vislumbremos un porvenir signado por la carencia, las limitaciones, las pérdidas. Por eso elige el ensimismamiento en una habitación cerrada, alejada del ruido que desorienta, de las palabras altisonantes de la mala política, de los rostros superficiales, de la frivolidad de un mundo que resulta cada día más ancho y más ajeno, como decía Ciro Alegría.
Hay en estas páginas un profundo diálogo de asentimientos y réplicas con los yos que ya no somos, sin saber cuál es el que se adueñó de nuestro presente. Ese desconocido que nos habita sin pedirnos permiso es un extraño; no nos reconocemos en su espejo, porque aun sentimos que somos aquel que fuimos y ese reina en nuestro interior. Por eso el poeta ensaya al final del libro distintas formas de ir diciendo adiós. Los dos últimos poemas son a mi juicio los más hermosos de este poemario, a pesar del tono de réquiem casi terminal que los atraviesa. “Ensayo de mi propia despedida” es un balance de una vida apasionadamente vivida donde nos sentimos reflejados. El saldo entre ganancia y pérdida, cerrar y abrir la casa, el bar, las botellas, la ciudad, es sin duda amargo, porque “cambia la llave de los años” (107). Otra vez la imagen de una puerta con una cerradura desconocida. Las razones son inevitables: “Lo mío se hace ajeno poco a poco. / Es el hijo que vive/ convirtiendo en recuerdo lo que fue mi verdad” y “cada despedida” significa “una separación/ o un viaje sin retorno”. El “Epitafio” final sentencia lo que este personaje atesora como sus valores primordiales: la libertad del ciudadano, la paternidad responsable, el amor de los seres queridos, en fin la redención para un poeta que “aquí sigue sin prisa/ ante ningún altar,/ padre de mundos libres,/ poeta y perdonado”. Valores y palabras que convierten a Luis García Montero en uno de los poetas más hondos y entrañables de la poesía escrita en español, a ambas orillas del Atlántico.
*Laura Scarano es poeta e investigadora en Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. Laura Scarano