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El rincón de los lectores

Luisa Carnés: cuarenta años de cuentos

Luisa Carnés y su hijo Ramón Puyol a mediados de los años cuarenta.

Hasta hace muy poco tiempo apenas sabíamos nada de Luisa Carnés (Madrid, 1905-Ciudad de México, 1964), pues ni siquiera su militancia en el PCE, ni tampoco su vinculación sentimental en el exilio con el poeta y periodista Juan Rejano (1903-1976) había ayudado a que se le prestara atención a su obra periodística y literaria. Sea como fuere, quien pretenda entender su trayectoria vital e intelectual debería tener en cuenta tanto su origen humilde y su condición autodidacta (hija de un barbero, tuvo que empezar a trabajar a los 11 años en una sombrerería) como su deseo temprano de convertirse en escritora (publicó su primer cuento a los 19 años) y de utilizar su obra para denunciar los abusos del poder, además de para defender con su testimonio a los desfavorecidos. Asimismo, también debe tomarse en consideración su militancia comunista, su condición de derrotada en la Guerra Civil, la estancia en un campo de internamiento en Le Pouliguen (Francia) y el exilio en México, sin haber podido volver nunca a España.

La existencia de Luisa Carnés debió de empezar a cambiar en 1928, cuando consigue entrar a trabajar como mecanógrafa en la CIAP, donde permaneció hasta que la gran empresa editorial quiebra en 1931. Con anterioridad, había logrado aproximarse al mundo intelectual del momento, a lo que también debió de contribuir su relación sentimental con Ramón Puyol (1907-1981), dibujante, escenógrafo, autor de cubiertas de libros y cartelista (suyo es el célebre cartel republicano con el ¡NO PASARÁN!), así como padre del hijo que tuvo en junio de 1931. Es probable que fuera él quien propiciara su militancia comunista, e igualmente posible que conociera también en la CIAP a Juan Rejano, responsable de la secretaría literaria de alguno de los sellos de la empresa, en la que Puyol desempeñaba el cargo de director gráfico. Junto a este y al poeta cordobés coincidió también en el periódico Frente rojo, editado primero en Valencia y luego en Barcelona durante la guerra, en el que Carnés publicó su cuento “Una estrella roja” que trata de la fascinación que siente un chico por la URSS. Con estas referencias no pretendo restarle ni un ápice de importancia a sus méritos literarios, sean cuales sean, pero sí intentar entender lo mejor posible el contexto en el que surgió y pudo desarrollarse su trayectoria literaria.

 

Por lo que sabemos, entre finales de 1935 y comienzos de 1936, tras diversas crisis sentimentales, Luisa Carnés se fue a vivir sola con su hijo. Tampoco conocemos con precisión cuándo se afilió a las Juventudes Comunistas y al PCE, aunque entre el triunfo del Frente Popular y 1937 formara ya parte de la organización, y en mayo de 1936 colaborase en Mundo obrero. Así, cuando estalla la Guerra Civil la autora contaba 31 años y tenía tres libros en su haber, entre ellos la novela Tea Rooms. Mujeres obreras (1934), que ha cosechado cierto eco en estos últimos años. Pero  desde 1930, compaginaba el periodismo y la literatura, colaborando en medios importantes como La Voz, donde aparecieron quince cuentos suyos, Crónica, Estampa, la elegante revista La Esfera o Ahora.

Si nos atenemos a la cronología, debería haber formado parte de los denominados prosistas del 27, en concreto de aquellos escritores que mostraron un mayor compromiso social dentro del movimiento de rehumanización literararia que se produjo en los años treinta. No parece, sin embargo, que tuviera vinculación con este grupo heterogéneo de autores, ni tampoco con las escritoras más destacadas del momento, como Ernestina de Champourcín, Josefina de la Torre, Concha Méndez, Carmen Conde o Rosa Chacel, la más sólida de todas ellas. Sí consta, por el contrario, que sus primeros valedores fueron José Francés y José García Mercadal, quienes le ayudaron a publicar su primer libro, Peregrinos de calvario (1928).

En mayo de 1939, vinculada ya sentimentalmente a Juan Rejano, preso entonces en Argelès, solicita información sobre su paradero, a efectos de un posible reagrupamiento familiar. El caso es que Luisa Carnés y Juan Rejano coincidirán pronto en México, adonde consiguen llegar por caminos diferentes: ella en el vapor holandés Veendam, que atracaría en Nueva York para continuar luego el viaje en autobús hasta la capital mexicana, donde finaliza su periplo el 27 de mayo de 1939; y él en el Sinaia, desembarcando en Veracruz el 13 de junio de 1939. La escritora contaba entonces con 34 años, nacionalizándose mexicana dos años después, como hicieron otros muchos exiliados aprovechándose de las facilidades que les proporcionó el gobierno. A partir de entonces se ganó la vida como periodista tanto en las publicaciones del país como en las propias del exilio republicano, sobre todo en aquellas vinculadas al PCE, llegando a dirigir Mujeres españolas entre 1951 y 1957, órgano oficial de la Unión de Mujeres Antifascistas de México, donde se recogieron su cuentos “El pilluelo” y “La chivata”. Este último podría compararse con su novela corta “La hora del odio”. Pero hasta 1961, Luisa Carnés no pudo dedicarse en exclusiva a la literatura, aunque murió pronto, tras un accidente de circulación ocurrido en 1964.

Su cercanía a Juan Rejano debió de facilitarle la publicación de su obra en la revista Romance, los cuentos “Gris y rojo” (se trata de una nueva versión de “Rojo y gris”, publicada en 1932) y “Los mellizos”, que salió de las prensas en la misma fecha, y sobre todo en la Revista Mexicana de Cultura, suplemento literario dominical del diario El Nacional, que el poeta cordobés dirigió entre 1947 y 1957, y luego entre 1969 y 1975, pues Carnés llegó a publicar en este medio 16 cuentos, siendo la revista en la que más se prodigó. Tendría interés cotejar las distintas versiones de esos últimos relatos citados, pues nos ayudaría a entender cómo trabajaba la autora. Carnés y Rejano coincidieron también en otras publicaciones vinculadas al partido, como Problemas de España (1947-1952), Nuestro Tiempo (1949-1953) y España y la Paz (1951-1955), esta última dirigida por León Felipe.

Si nos centramos en la edición que nos ocupa, editada por Espuela de plata (Renacimiento) y compuesta por dos tomos, el primero está dedicado a la narrativa publicada hasta 1939, que incluye algunos cuentos infantiles, y el segundo a los relatos que vieron la luz en el exilio, cuyo título, Donde brotó el laurel, proviene de uno de los pocos cuentos cuya acción transcurre durante la guerra, pues se relata un hecho heroico que acontece en la defensa de Madrid. Por tanto, Luisa Carnés estuvo publicando cuentos a lo largo de 40 años, entre 1926 y 1964, en los que compuso, al menos, 68 relatos, los aquí reunidos, aunque un buen puñado de ellos hubiera permanecido inédito hasta esta meritoria edición. Sin embargo, no todos los recogidos me parecen estrictamente cuentos, pues también hay fábulas (“El rescate del río”), estampas (“Calle del pueblo en domingo”, con hechuras de microrrelato, y “El gigante de sal”), crónicas (“La muralla” y “Aquelarre” se presentan subtitulados como tales), e incluso un alegato –más que una narración— contra la guerra y a favor de la paz (“Momento de la madre sembradora”). Se trata, en conjunto, de cuentos realistas que a veces rayan el tremedismo, como ocurre en “El pilluelo“, teñidos siempre por la preocupación social, que van ganando en complejidad y ambición a lo largo de su estancia en México. La profesora Francisca Montiel Rayo, en su atinado prólogo, ha llamado la atención sobre la ilación que se genera entre ellos. Así, por ejemplo, el cuento “Prisión de madres” está relacionado con “La chivata” y “El mandato”.

Una de las singularidades de estos relatos es que, a diferencia de los de otros narradores del exilio, ella sí se ocupó de los indígenas mexicanos (como también lo hicieron Sender, Moreno Villa, Max Aub, Eugenio F. Granell, José Ramón Arana o Serrano Poncela, por solo recordar unos pocos nombres), adoptando su léxico, con lo que pudiera tener de artificioso dicha operación, según puede observarse en algunos de los denominados cuentos mexicanos escritos a partir de 1946, de lo que sería buen ejemplo “La muralla”. Esta cierta mexicanización de la escritura nos lleva a pensar que Luisa Carnés estaba convencida de que sus lectores serían los propios exiliados, o los mexicanos, y no los españoles de la Península, como así ha debido ser hasta el presente, aunque al fin y a la postre sus destinatarios hallamos sido nosotros. El problema con el lenguaje, el cual se aprecia sobre todo en los textos anteriores a la Guerra Civil, es que a veces carece de naturalidad, como si escribiera con la ayuda del diccionario; mientras que en ocasiones reproduce la fonética del lenguaje oral, tiende a la jerga, se burla con buen criterio de las expresiones de moda o cae en usos espurios.

Además de la temática, que centra la atención de Antonio Plaza en la introducción, habría que atender también a otros aspectos no menos relevantes, tales como el punto de vista, la estructura y los principios y finales de los cuentos; su composición —en suma— y estética. Así, “El poeta que se ha quedado atrás” presenta dos desenlaces distintos; resultan precipitados los finales de “El hijo del dramaturgo” y de “Una mujer fea”; aparte de previsible el desenlace de “Los mellizos”; y me parece que “Contrabando” ganaría suprimiéndose su último párrafo. No menos llamativo me parece cómo adelgaza los párrafos (I, 90, 154, 155, 225, 296; y II, 27 y 211). Otras veces tiene tendencia a caer en el costumbrismo, en el psicologismo barato y en el uso de metáforas tan rebuscadas como poco afortunadas (“manos liriales”, I, 165; “trajes vernales”, I, 169; “charquizuelos”, I, 276); se muestra tendenciosa en cuentos como “En el tranvía”, “Las dos Marías” y, en el extremo opuesto, en narraciones como “En casa” y “Això va bé“, todos ellos panfletarios, de escasa entidad literaria; o degrada a los personajes, aunque sin la brillantez y sutileza de Valle-Inclán (I, 242). Además, merecería estudiarse el uso que hace de los retratos de sus personajes, los rasgos o características en los que se detiene (I, 180, 183, 184, 213, 251 y 255; y II, 129, 175, 269, 325, 395 y 418).

 

Si tuviera que escoger algunos cuentos de este amplio conjunto, me decantaría por “El hombre que sembró bondad” (1927), un cuento que la autora publicó a los 22 años, donde se relata la historia de un ser bondadoso que recibe un anónimo que le amarga la existencia, pues da crédito a la acusación de que su mujer tiene como amante a su mejor amigo, a quien nombra en sueños, de modo que acaba matándola en medio de un delirio por el que este cuento realista termina convirtiéndose en fantástico. “Una casa en ruinas” (1931) destaca por la personificación de la casa y por su forma singular: los brevísimos párrafos, la utilización del verso y de los topoi propios de la lírica; así, por ejemplo, las repeticiones y el ritmo marcado de la frase o la reiteración de motivos tales como el recuerdo del eucalipto del convento, medianero de la pobre casa, o el temor de las madres a que sus hijos se acerquen a las ruinas. Quizá la tercera parte del cuento, en la que se explicitan los sentimientos del narrador, resulte innecesaria, por lo que hubiera sido mejor suprimirla. “Los mellizos” (1932 y 1940) apareció primero en La Voz y luego corregido en Romance, versión que se nos porporciona aquí, de manera que debería haberse incluido en el segundo volumen. Se cuenta la historia de dos mellizos, uno de los cuales nace cojo, adoptando su hermano esa misma discapacidad. A lo largo de su existencia, relatada a través de las distintas edades y ritos de paso correspondientes, hacen siempre vida juntos, pero en soledad, por lo que cuando se acerca la hora de la muerte, ante el temor de que uno de ellos se quede solo, deciden suicidarse en el momento en que el hermano mayor enferma. En ese instante trágico, cumplen con dos ritos habituales: la carta al juez y tirarse por el Viaducto... En suma, me parece que el cuento tiene dos carencias: el previsible desenlace y la tendencia a degradar a los personajes, sobre los que carga demasiado las tintas, mediante metáforas y comparaciones (“figuras de cera escapadas del barracón de alguna feria“, “muñecos románticos, caídos de una vieja caja de música”, “el relieve grotesco de los mellizos”, “el agrio limón de su tez”, “el cirio quebradizo de sus cuerpos”, I, 241, 242, 244 y 246). Esto en cuanto a las narraciones publicadas antes del exilio.

De los relatos posteriores a la guerra prefiero “La mujer de la maleta” (1945), quizás uno de los más logrados. En él se narra la huida hacia Francia de tres mujeres tras la derrota, quienes –como ocurre en los cuentos tradicionales— aparecen identificadas por lo que portan: un saco, una cesta y una maleta. El narrador se centra en el personaje que da título al cuento, en el aspecto físico de “la extraña mujer de la maleta”, que nos va presentando troceado: su cara que parecía de palo, la mirada, la nariz, los labios, las manos, los ojos de cristal... (II, 27). Una de ellas recuerda que a su hijo lo mataron en Somosierra; otra, que a su padre lo fusilaron en Burgos; y finalmente acaban desprendiéndose de lo poco que tienen, como si no pudieran con su presente, ni tampoco con su pasado. Solo la mujer de la maleta calla y continua caminando, como si no le pesara la carga que lleva, por lo que la atención de sus dos compañeras, y la de los lectores, se posa en el contenido de la maleta, cuyo misterio solo se resolverá en la conclusión del relato, tras haber cruzado la frontera francesa. Una vez más, me parece que el párrafo final del cuento sobra, por innecesario, pues remacha demasiado el clavo del sentido, que resulta obvio.

Entre burlas y veras “Los corazones y el chop suey” (1947) se basa en el malentendido que surge entre Lupita, archivera en una empresa, y Felipe, el contador y su jefe inmediato, dada la atención que este viene prestándole al vestido de verano que ella se pone para ir a la oficina, con un estampado de corazones rojos atravesados por finos dardos... “El espíritu del mayor Fonseca” (1948) se centra en la relación que entablan cuatro personajes, uno de ellos fallecido —quien da título al cuento— y que arrastra una leyenda negra con las mujeres, su hijo don Pepe, la vieja celestina doña Chagua y la joven Estela, muy apegada a su madre. El caso es que esta consigue librarse de los amores que le profesa el joven rico, don Pepe, hechizada por el mar y por las viejas leyendas, entre el delirio y la lucidez, trasladándose a trabajar a la capital.

En “La pareja de la avenida Juárez” (1954), otra de las mejores narraciones, dos ancianos —en los que se detiene la mirada del narrador, un profesor de francés— mueren atropellados por un autobús en la capital mexicana. Pero el cuento trata también de la gran ciudad y de sus gentes, del paso del tiempo, con la omnipresencia de los “relojes asesinos”. En “La mulata” (1960), Chucho, un joven indio, “el amador puro”, confiesa —¿ante un juez, un alguacil?— por qué ha matado al patrón de Elsa, su amada que ya no le corresponde, “niña áspera y esquiva, de piel oscura”, fascinada por el dinero, la ropa y la bisutería, convertida en vendedora de tabaco y chucherías en un cabaret, en amiga de su jefe, tras huir de Playa Brava, el lugar en que los jóvenes habitaban, y andar el indio tras ella, en su búsqueda.

Si bien podrían comentarse muchos otros detalles de estos relatos, contentémonos con unos pocos: en “Anestesia” (1947) aparece la que quizá sea la única reflexión metaliteraria que hallamos en todos estos cuentos: “cuál es más real, si la vida que contemplamos con nuestros ojos o la que nuestra imaginación crea bajo la frente... Si ambas son igualmente idénticas... Y no puede uno hallar respuesta”; “En casa” (1949 y 1950) quizá no tenga un gran valor literario, y en el desenlace caiga en la cursilería, pero sí posee interés testimonial (podría afirmarse lo mismo de “Prisión de madres”), pues una mujer recuerda las dificultades con que se encontró al salir de la cárcel, tenía entonces 33 años, cuando todo el mundo le daba de lado y solo una especie de ángel de la guarda comunista la acoge, encontrando en la figura de Pasionaria, una madre, y en el PCE su nueva casa, “entre verdaderos españoles”, pues la libra de la miseria y de la prostitución. Se trata, por tanto, de un cuento de tesis y homenaje.

Del resto de sus relatos, quizá destaque el tratamiento narrativo con el que dota a nuevas realidades: el peso cada vez mayor de la política y de la cultura estadounidense en el mundo, en México. Así, “El soldado” (1963) es una narración antibelicista que parece inacabada, en la que denuncia la guerra del Vietnam, la cual había estallado un año antes. En “El señor y la señora Smith” (1963) se ocupa del segregacionismo en los Estados Unidos, asunto que había tratado también en un artículo sobre la violencia del Ku Klux Klan. El conflicto surge cuando un negro y una rubia, Dana y Betty, se enamoran y casan, uniéndose dos soledades, aunque no tengan más remedio que cambiar de lugar para poder sobrevivir. Pero tras quedarse ella embarazada, acaban matándolo a él de una paliza. En “El prófugo” (inédito) un hombre que ha sido expulsado de su trabajo narra su existencia como cesante, perseguido y prófugo; aunque también llamen la atención las quejas sobre la imposición del modelo de vida norteamericana. Quizá la mayor carencia que apreciamos en las narraciones de Luisa Carnés sea que a veces ponga la literatura al servicio de sus ideas políticas, cayendo en la simplificación de los conflictos y en la demagogia, como vuelve a ocurrirle en “Aquelarre. Crónica de nuestro tiempo” (inédito), donde cuestiona la fascinación por la cultura popular americana.  No quiero concluir sin llamar la atención sobre “Acabado“ (1964), un cuento singular, narrado por un automóvil, que nos cuenta su relación con los cinco dueños que tuvo.

Naturaleza, historia y música

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Desde que en el 2002 Antonio Plaza Plaza preparase la edición de El eslabón perdido, este investigador nos ha ido descubriendo a esta singular autora en la que apenas nadie había reparado (Sanz Villanueva, una de las pocas excepciones, la cita en 1984 en su Literatura actual), rescatando textos inéditos y otros de revistas de difícil consulta, editándolos y proporcionándole al lector el contexto necesario para poder entender mejor sus narraciones. Ese me parece que es su mayor mérito. No puedo compartir, en cambio, algunos de sus juicios de valor sobre la literatura de la época, ni tampoco las razones que esgrime sobre la marginación de la escritora, pues, en México, Luisa Carnés no llega a publicar ningún libro de cuentos y las revistas en los que aparecieron no resultaban de fácil consulta. ¿Cómo podían acceder a ellos los lectores, los críticos, los investigadores? De hecho, la obra de otros muchos narradores del exilio republicano, pienso ahora en el conjunto de la narrativa breve, tampoco ha sido debidamente considerada, incluso habiendo publicado libros de cuentos. Es el caso de, por ejemplo, Clemente Airó, Álvaro de Albornoz, Luis Amado-Blanco, José Carmona Blanco y Juan Espinasa Closas, por no hacer una lista demasiado extensa. Ninguno de ellos tuvo la fortuna de encontrar todavía a su María Isabel Cintas, la revalorizadora de Chaves Nogales, ni a su Antonio Plaza Plaza.

*Fernando Valls es profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.Fernando Valls

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