Cultura

La primera línea del año

¿Cómo empezar con buen pie una novela? La web Masterclass hace algunas recomendaciones.
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El artículo, de 2013, se titulaba Why Stephen King Spends 'Months and Even Years' Writing Opening Sentences, y en él, el autor citado explicaba precisamente por qué le lleva meses e incuso años fijar las líneas iniciales de sus novelas. “Hay todo tipo de teorías e ideas sobre lo que constituye una buena línea de apertura. Es algo complicado y difícil de hablar porque no pienso conceptualmente mientras trabajo en un primer borrador, solo escribo. Ser científico al respecto es como intentar atrapar rayos de luna en un frasco”, aseguraba. “Pero hay una cosa de la que estoy seguro. Una línea de apertura debe invitar al lector a comenzar la historia. Debería decir: Escuche. Entra aquí. Quieres saber sobre esto”.

Y un poco más adelante: “Cuando comienzo un libro, escribo en la cama antes de irme a dormir. Me acostaré en la oscuridad y pensaré. Intentaré escribir un párrafo. Un párrafo de apertura. Y durante un período de semanas, meses e incluso años, lo redactaré y lo reformularé hasta que esté feliz con lo que tengo. Si puedo hacer bien el primer párrafo, sabré que puedo hacer el libro”.

Supongo que algunos escritores que me leen se sentirán identificados, mientras que, para otros, esa afirmación no será sino otra historia para no dormir del maestro del terror. Pero ninguno negará que enfrentarse a “LA PRIMERA LÍNEA” es apenas menos difícil que afrontar “LA PÁGINA EN BLANCO”, dos de los miedos consustanciales al oficio de escritor.

Lo que quizá menos sepan es que la preocupación por esa frase inaugural es relativamente reciente, al parecer, data de finales del XIX. En 1867, un reseñista prestó atención a las primeras palabras de una obra de Anthony Trollope, Nina Balatka, que son estas: “Nina Balatka era una doncella de Praga, de padres cristianos, y ella misma cristiana, pero amaba a un judío; y esta es su historia”. El lector, aseguró el crítico, es “cautivado por la belleza de su estilo y no se resistiría a leer el libro entero”. Así fue como todos empezaron a fijarse en esa oración primordial, según contó Andrew Heisel en un artículo lleno de información sobre este tema que hoy nos ocupa.

Aprovecho este punto para decir que si de mi texto solo les interesan las frases memorables en sí, pueden recordar unas cuantas visitando esta página donde están las cien mejores frases iniciales de la literatura universal seleccionadas por American Book Review, lista encabezada (en una elección más que discutible) por una de las más sencilla de todas: “Call me Ishmael”, que es como Herman Melville abre su Moby Dick.

Y, si quieren salir del ámbito (casi) estrictamente anglosajón, pueden hacer click en este enlace que les llevará a un blog donde, espoleado por los estadounidenses, Alejandro Gamero censó exclusivamente inicios en castellano, los dos primeros, los de El Quijote y Cien años de soledad. “De los diez principios inolvidables que hay en mi lista los ocho primeros me los sé de memoria. Pedro Páramo y La familia de Pascual Duarte no son precisamente santos de mi devoción, pero tengo que reconocer que sus frases iniciales –‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo’ y ‘Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo’– se han ganado pleno derecho a figurar en la lista”.

En el principio estaba el comienzo

Lo obvio es que, con la atención de los críticos o sin ella, todas las obras literarias tienen una frase inicial. “Si tuviera que comenzar en este mismo instante a escribir una novela erótica, ¿con qué primer párrafo lo haría?” preguntaron a José Carlos Somoza. Y él contestó por elevación: “Eso es algo bastante difícil de contestar. La primera frase de una novela es, casi siempre, lo más difícil de todo”.

Tan difícil que, según Terry Eagleton (Cómo leer literatura), es, tal vez, “lo más parecido que podamos encontrar al acto divino de la creación”. Aunque, en rigor, solo hay un libro donde eso es cierto: la BibliaBiblia. Empieza diciendo: “En el principio, creó Dios los cielos y la tierra”, y Eagleton asegura que tiene una resonancia magnífica, que es simple y autoritario al mismo tiempo, y que, si bien el sintagma “en el principio” se refiere, “por supuesto, al principio del mundo”, desde el punto de vista gramatical, sería posible interpretarlo como el principio del mismo Dios, lo que implicaría que la creación del mundo sería lo primero que habría hecho; y que como “el principio de la Biblia trata sobre el principio. La obra y el mundo parecen coincidir por un instante”. Luego, ese instante registra réplicas porque cada vez que un escritor empieza a escribir, se comporta como quien crea un mundo. De ahí la importancia de hacerlo bien.

“Me parece importante que la primera frase de una novela agarre al lector, tenga su interés y, si es posible, que sea una síntesis del tema central”, dijo Juan Marsé cuando un periodista le preguntó por la primera frase de El embrujo de Shanghai, que es esta: “Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos”. La duda residía en si revelar de algún modo en ese párrafo introductorio lo que viene a continuación, dar pistas, es una estrategia acertada: “Parece que no iba desacertado –responde Marsé–. La derrota forma parte de la vida del hombre, vamos abocados a perder esa guerra finalmente, que es la de la vida”.

Muy parecida es la duda que le plantearon a Richard Ford a propósito de Canadá, cuyo inicio es este: “Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después”. Ford defendió su estrategia: “Bien, lo anuncié en la primera frase, pero leíste el libro hasta el final, ¿no es así? Pues por eso lo hice. También es porque cuando revelas una parte tan importante del argumento en la primera frase es como si lanzaras el guante al suelo, frente a ti, y tuvieras que batirte contigo mismo”.

Curiosamente, el estadounidense advierte a los aspirantes a escritor sobre el riesgo en el que incurres si tienes una primera frase muy buena, “porque luego tienes que continuar con una segunda y una tercera frase que tienen que superarla de algún modo. Pero en el caso de Canadá me dije, voy a lanzarme ese guante y a ver qué soy capaz de hacer. Si no te sale bien, siempre puedes borrarlo”.

Estrategias para un inicio sobresaliente

¿Cómo empezar con buen pie? La web Masterclass, en la que dan clases maestras algunos grandes de la literatura (anglosajona), recomienda:

1. Indica tu tema. Anna Karénina, de Lev Tolstói, empieza con uno de los comienzos más citados de la literatura universal: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”, que establece el asunto que nos va a ocupar: familias disfuncionales. Jane Austen, en Orgullo y prejuicio, despega así: “Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”. Hay ahí mucha ironía, pero habla ya de la conveniencia social de un matrimonio socialmente ventajoso, tema que explora a lo largo del libro.

2. Empieza con un detalle curioso. Un ejemplo clásico es 1984, de George Orwell: “Era un día frío y luminoso de abril y los relojes estaban dando las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en un esfuerzo por escapar al desagradable viento, pasó a toda prisa entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no lo bastante rápido para impedir que se colara tras él un remolino de polvo y suciedad”. Desde el minuto cero los lectores comprenden que hay algo inusual; además, el número trece trae una serie de connotaciones ominosas y sobrenaturales, marcando el tono desde la primera escena.

3. Fija la voz de tu protagonista. Como hizo J.D. Salinger en El guardián entre el centeno: “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso”.

4. Presenta tu estilo narrativo. Siguiendo el camino indicado por Nabokov: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre”.

5. Transmite lo que está en juegoTransmite lo que está en juego. A la manera de García Márquez en Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Una apertura que destripa parte de la intriga (el viaje del coronel terminará frente al pelotón de fusilamiento) pero que nos anima a leer el resto para descubrir la historia de fondo.

Usar el nombre de Auschwitz… ¿en vano?

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6. Prepara la escenaPrepara la escena. Al igual que hizo Sylvia Plath en La campana de cristal: “Fue un verano raro, tórrido, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York”. Aquí, dicen los maestros de Masterclass, “Plath usa una combinación de detalles sensoriales (el sofocante calor del verano) y eventos mórbidos (la ejecución de los Rosenberg) para presentar una escena de apertura que es incómoda y claustrofóbica, proporcionando un telón de fondo siniestro para la confusión y el tedio de nuestro narrador en primera persona”.

Todo ello es muy útil, pero no es menos cierto que, a veces, basta con decir algo sencillo, casi inane, para marcar nuestra memoria lectora de manera indeleble. Si leo: “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”, todos sabrán que estoy empezando Memorias de África, de Isak Dinesen (aunque quizá algunos lo sepan por haber visto la novela); si leo: “Soy un hombre invisible”, ¿qué libro puedo tener entre las manos si no es El hombre invisible, de Ralph Ellison?; y, aunque la historia de la literatura está llena de madres muertas, si leo: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”, todos evocamos a El extranjero, de Camus.

Son ejemplos clásicos, un puñado entre cientos posibles. Pero, al llegar al último párrafo de este texto sobre primeras frases, déjenme que les diga que quizá lo que todo escritor desea es reunir el coraje del que hace gala Italo Calvino: “Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de verano un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo enseguida, a los demás: ‘¡No, no quiero ver la televisión!’ Alza la voz, si no te oyen: ‘¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!’ Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: ‘¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!’ O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz”. Qué seguridad, que manera de hacer callar.

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