ECONOMÍA INTERNACIONAL

El fiasco del 'Doing Business' sobre Chile: la ideología y los intereses que guían los informes del FMI y el Banco Mundial

La directora del FMI, Christine Lagarde, en Davos.

El economista jefe del Banco Mundial, Paul Romer, dimitió el pasado jueves, apenas 10 días después de que rectificara en su blog unas declaraciones a The Wall Street Journal en las que desvelaba una supuesta alteración por motivos políticos de los datos que sobre Chile publica la institución en su informe Doing Business.

Sus revelaciones –llegó a disculparse con el país austral “y con cualquier otro” por los posibles perjuicios ocasionados– provocaron un auténtico incendio, y no sólo en Chile. Tal es así que el Banco Mundial se ha comprometido a realizar una investigación independiente sobre cómo se elabora su ránking anual, no sin antes desautorizar a Romer. “No es lo que quería decir o creo haber dicho. No he visto ningún signo de manipulación de los datos publicados en el informe Doing Business o en cualquier otro informe del Banco Mundial”, se enmendó a sí mismo el ya ex economista jefe. Lo que sí quería decir, pero no dijo, es que la institución multilateral debería “explicar con mayor claridad” lo que significan las cifras, “por ejemplo, por qué cayó el ránking de Chile” de un año a otro.

Pero ni las explicaciones del Banco Mundial ni la rectificación de su economista jefe han calmado el escándalo en el país austral. El Gobierno de Michelle Bachelet ha pedido una investigación de lo que considera un “escándalo”: que Chile descendiera hasta 20 puntos en la clasificación del informe durante los años en que gobernaba la política socialista y subiera después cuando presidía el derechista Sebastián Piñera.

No es la primera vez que Doing Business y otros informes, tanto del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional (FMI) como de la OCDE, han levantado polémica. “La economía es ideología con ecuaciones”, le gusta decir al también controvertido Yanis Varufakis. Y en el caso de las grandes instituciones multilaterales, las acusaciones sobre el sesgo de los estudios y políticas que apadrinan vienen de lejos. El premio Nobel Joseph Stiglitz, que fue economista jefe del Banco Mundial entre 1997 y 2000, habla una y otra vez en El malestar de la globalización sobre la “ideología del FMI”. El fondo, explicaba en 2002, cuando se publicó el libro, “enfoca los problemas desde la perspectiva y la ideología de la comunidad financiera y desde luego ambas se alinean estrecha, aunque no perfectamente, con sus intereses”. El motivo, según el Nobel, estriba en que muchos de sus empleados clave proceden del mundo de las finanzas y, tras haber “servido eficazmente a esos intereses”, dejan el FMI para integrarse en puestos “bien pagados” en entidades financieras.

Según Stiglitz, esa ideología es el fundamentalismo del mercado, la creencia en que cuanto menos intervenga el Estado, más eficiente y próspera será la economía. Una fe, añade, que en el FMI sostienen “con tanta firmeza que apenas precisan confirmación empírica” y que lleva a sus técnicos a rechazar por la vía rápida las pruebas que la contradicen. Por ejemplo, el fondo está “obsesionado con la inflación”, pero desdeña el desempleo, “y sus recomendaciones reflejan esas perspectivas particulares”.

Aunque no todo tiene una carga ideológica. El mismo Joseph Stiglitz airea los procedimientos rayanos en la chapuza con que el FMI elaboraba sus informes. Antes de visitar un país –recuérdense los hombres de negro que viajan a España–, sus expertos redactan un borrador de informe, un “texto estándar” (boilerplate), que repite, párrafo tras párrafo, otros informes anteriores. Sólo cambia el nombre del país. En algún caso, asegura, el procesador de texto falló y el documento se publicó con errata incluida. “La visita sólo pretende matizar el informe y sus recomendaciones, así como detectar errores de bulto”, admite.

Los negocios, mejor sin regulación

El caso es que Doing Business lleva tiempo siendo un informe bajo sospecha. El Banco Mundial lo elabora desde 2002 y le han llovido críticas constantes. Para empezar, porque sólo tiene en cuenta aspectos regulatorios para medir la facilidad con que se hacen negocios en los países. De forma que se puntúan al máximo los bajos impuestos y las regulaciones laborales o ambientales laxas, considerados como estímulos de la inversión extranjera. Por el contrario, se obvia la corrupción o la protección social.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) pidió ya en 2007 al Banco Mundial que modificara el informe, debido a los “serios problemas conceptuales y metodológicos” que había detectado en los indicadores utilizados sobre el mercado laboral. Así, Doing Business cataloga como coste cualquier regulación laboral, prima la flexibilidad externa –los despidos– sobre la salarial, penaliza la negociación colectiva, favorece a los países sin indemnizaciones por despido y castiga a los que pagan prestaciones de desempleo. “El índice se basa en una visión miope del mercado laboral”, concluía la OIT.

En su última edición, España está situada en el puesto número 28 de 190 países donde es más fácil hacer negocios, por detrás de Letonia o Georgia. Esa clasificación es la media de un conjunto de índices. El que mide la facilidad para abrir un negocio sitúa a España en el número 86; la adelantan Albania, Burkina Fasso, Liberia o Madagascar. Y el que considera los permisos de construcción la deja en el número 123, tras Armenia, Belice, Bután, Comoras o la República Democrática del Congo.

Quien fue su economista jefe lamenta que ser considerado “un instrumento de los gobiernos occidentales y los sectores financieros y empresariales de los países” lastre la eficacia del Banco Mundial, nacido al igual que el FMI de los acuerdos de Bretton Woods tras la segunda guerra mundial.

Para Javier Santacruz, economista e investigador de la Universidad de Essex (Reino Unido), el problema de Doing Business y de otros informes como el PISA (Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes), que elabora la OCDE, es que “intentan extraer resultados muy contundentes, muy claros, con muestras muy pequeñas”. Con el añadido de que con ellos se hace luego política económica, “y eso es muy peligroso”, advierte. Santacruz suma a la lista de informes con problemas de fiabilidad el que firma la ONG Oxfam Intermón sobre desigualdad y el del banco Credit Suisse sobre riqueza en el mundo. El primero, porque considera “rico” a todo el que posee más de 100.000 euros en activos, “no en renta neta”. “Con sólo tener un piso por ese valor, un español ya es rico”, rebate. Y el segundo, porque no resta la inflación de la evolución de la bolsa. “Desde 2009”, apunta, “la bolsa de EEUU ha crecido un 400%”.

Errores cargados de ideología

Además, Javier Santacruz coincide con Stiglitz en que la economía ha sido reemplazada por la ideología en muchos de los informes de las grandes instituciones internacionales. Lo corrobora Alejandro Inurrieta, que trabajó en el gabinete del secretario de Estado de Economía David Vegara y no duda de que estos documentos “son informes de parte, manipulados políticamente por los gobiernos”. A juicio de Juan Laborda, profesor de Economía de la Universidad Carlos III, hasta los errores cometidos, y reconocidos, por estos organismos multilaterales tienen su “trasfondo ideológico”. Se refiere Laborda a las tres ocasiones, al menos, en que el FMI ha tenido que corregir sus propias directrices durante la última crisis económica mundial. Primero con la austeridad. Después con Grecia. El último año, con los salarios y los impuestos.

Fue en enero de 2013 cuando el entonces economista jefe del FMI, Olivier Blanchard, admitió que sus expertos se habían equivocado en los cálculos y utilizado un multiplicador fiscal de 0,5 en lugar de 1,5. Es decir, por cada dólar recortado en un presupuesto público, la economía nacional perdía dólar y medio, en lugar de sólo medio dólar. Habían infravalorado el perjuicio de las medidas de austeridad en los países a los que recomendaban aplicarlas. Y habían instado a España, Portugal y Grecia, por ejemplo, a adoptar políticas demasiado severas que habían provocado un mayor deterioro de sus economías. “Los pronósticos subestimaron significativamente el aumento del desempleo y la caída de la demanda interior con la consolidación fiscal”, confesó Blanchard en su propio informe.

Cinco meses después, el FMI volvió a entonar el mea culpa por sus “notables fallos”, esta vez en el rescate a Grecia. Sus técnicos pronosticaron que la economía griega se contraería un 5,5%, pero lo hizo un 17% sólo hasta 2012; previeron que el paro aumentaría un 15%, en cambio se disparó hasta el 25% en tres años. También la deuda pública creció muy por encima de lo que predijo el FMI. Tres años más tarde, el auditor interno del fondo, la Oficina de Evaluación Independiente, fue incluso más allá y admitió que las presiones políticas de los países de la UE le habían llevado a salvar a los bancos sacrificando a la economía griega. “No hubo un intento riguroso de articular un plan convincente para restaurar la sostenibilidad de la deuda en Grecia más allá de un programa de financiación oficial, del ajuste fiscal y las reformas estructurales”, reprocha el auditor, quien critica que se usaran “análisis superficiales y mecánicos”. Advierte incluso de que, en algunos casos, ni siquiera le fue posible saber quién en el FMI “tomó las decisiones” ni pudo “encontrar documentación de asuntos sensibles”. Años antes de que estallara la crisis y Grecia fuera rescatada, Joseph Stiglitz ya apuntaba en su libro que el FMI trabajaba con denuedo para asegurarse de que “los prestamistas del G-7 [los siete países más ricos del mundo] recuperaran su dinero”, más que para ayudar a la supervivencia de las economías nacionales.

Más adelante, lo que ha hecho el FMI ha sido rectificar antiguas recomendaciones. En 2013 pidió a España una bajada de sueldos del 10% durante dos años, junto con un recorte en las cotizaciones a la Seguridad Social y una subida del IVA. Era su fórmula para crear empleo en un país entonces sumido en lo peor de la recesión. Según calculaba, el PIB subiría cinco puntos y el empleo, otros siete hasta 2018. También reclamaba al Gobierno un endurecimiento de la reforma laboral: despidos más baratos, el contrato único, menos discrecionalidad para los jueces en materia laboral, desregular la negociación colectiva… Dos años después, en un informe sobre los efectos de la devaluación salarial en España, Irlanda, Portugal, Italia y Grecia, el FMI constató que la bajada de sueldos en esos cinco países había sido perjudicial porque contrajo las economías de toda la zona.

Finalmente, en 2017 el FMI ha sorprendido a muchos recomendando subidas de impuestos a los más ricos y alabando los beneficios de la renta básica universal contra la desigualdad y la pobreza.

Modelos anticuados y pretensión de infalibilidad

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Javier Santacruz cree que la culpa de estas equivocaciones hay que atribuirla a los supuestos para los modelos de predicción que utiliza el organismo. “Son los mismos que hace 30 años y la economía no funciona ahora igual”, explica, “por lo que se crean sesgos que, además, son siempre procíclicos [empujan en la misma dirección que el estado de la economía]”. Tanto el FMI como el Banco Mundial, recuerda, se han regido desde los años 90 de acuerdo con el decálogo del llamado Consenso de Washington: liberalización comercial y financiera, mínima intervención del Estado y estabilización macroeconómica. Y no parece que las directrices vayan a cambiar, lamenta el economista.

Pero aparte de la ideología, Joseph Stiglitz subraya un factor adicional que impide a los organismos multilaterales reconocer y enmendar sus frecuentes errores de cálculo: la “infalibilidad institucional”. “El FMI no se ha preguntado nunca por qué sus modelos subestimaron sistemáticamente la gravedad de las recesiones, o por qué sus políticas son siempre excesivamente contractivas”, resume.

Otro premio Nobel, Paul Krugman, arremetió en su día contra dos colegas, los economistas de Harvard Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart, después de que se descubriera que el umbral que habían calculado para la deuda pública era producto de un error. En 2010, la idea de que, cuando la deuda de un país superaba el 90% de su PIB, el crecimiento económico se derrumbaba fue acogida con entusiasmo por los expertos, gobiernos e instituciones que defendían los recortes del gasto público. Rogoff y Reinhart admitieron un error en las tablas de Excel que utilizaron. Krugman dice que, además, “omitieron datos” y “emplearon unos procedimientos estadísticos poco habituales y muy cuestionables”. Pero lo que el premio Nobel reprocha con más dureza es que los cálculos de la pareja de Harvard se presentaron como un “hecho incuestionable” gracias al “intenso deseo de los legisladores, políticos y expertos de todo el mundo occidental de usar la crisis económica como excusa para reducir drásticamente los programas sociales”.

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