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Sofismas monárquicos

El uso de sofismas es común en muchos de aquellos españoles que se proclaman de boquilla republicanos para acto seguido dar vivas a ese buen rey Felipe VI que tiene la gentileza de invitarles a sus saraos. El pasado sábado, Arturo Pérez Reverte me decepcionó al emplear uno de los más socorridos en una entrevista en La Sexta Noche. ¿Se imaginan ustedes a Zapatero, Rajoy o Aznar en la Jefatura del Estado?, dijo. Ante esa posibilidad, que a él le desagrada, el académico se declaró partidario de que la siga ejerciendo Felipe VI, al que calificó de “buena persona”.

Recuerdo que ese argumento falaz fue puesto en circulación por el felipismo en los años 1990 para acallar cualquier debate sobre la forma –monárquica o republicana– del Estado democrático español. ¿Es que quieres que Aznar sea el presidente de una tercera república?, te decían para intentar meterte miedo en el cuerpo. Vamos a ver, tanto ayer como hoy existe un apriorismo en esa pregunta: el de que una nueva república española tenga que ser presidencialista como la francesa o la estadounidense. ¿En qué augurio de Nostradamus está escrito que solo puede ser así? Bien podrían seguirse los ejemplos de las repúblicas alemana, portuguesa e italiana y tener un jefe del Estado no elegido por votación popular directa, sino por una mayoría cualificada del Parlamento. Un presidente de la república sin poder ejecutivo, limitado a inaugurar congresos y exposiciones.

Aquí suele venir de inmediato otro argumento cuñadista: si el presidente de una nueva república española va a limitarse a eso, ¿para qué cambiar? Ya tenemos a alguien, el Borbón, que no hace otra cosa. Pues, miren, hay tres razones, como mínimo, para cambiar. La primera: ese presidente sería fruto de una elección –parlamentaria de seguir los modelos alemán, italiano y portugués–, no de una fecundación. La segunda: tendría un mandato limitado, no ocuparía la jefatura del Estado de modo vitalicio. Ningún Aznar, Zapatero o Rajoy se quedaría en la Zarzuela hasta su muerte o su abdicación voluntaria, y, desde luego, no le pasaría el cargo a sus hijos. La tercera: no sería irresponsable e inviolable como lo son Juan Carlos I y Felipe VI. Si cometiera alguna tropelía, podría ser depuesto y hasta juzgado y condenado.

Y ello por no hablar de la torpeza cometida hace un año por Felipe VI al meterse en política hasta el cuello con su alocución televisiva sobre la crisis catalana. El monarca podría haber seguido el ejemplo de su pariente la reina de Inglaterra, que se negó a opinar sobre la crisis escocesa, pero no lo hizo, optó por asumir con fervor el discurso de Rajoy, Rivera y Susana Díaz, riñendo a los millones de contribuyentes que no lo comparten pero sí pagan los sueldos y los gastos de la Casa Real. ¿Alguien se puede extrañar de veras de que media Cataluña no ame a Felipe VI? ¿A qué atribuyen los cortesanos el que también fuera de Cataluña aumenten las voces que piden un referéndum sobre la forma del Estado?  ¿A los hackers rusos? ¿Al todopoderoso Maduro?

De la monarquía borbónica –restaurada, recuérdese, por deseo de Franco– se pregonaba que era ejemplar y, además, muy útil para la unidad y estabilidad de nuestro país. ¿Ejemplar? ¿Qué decir entonces del escándalo Urdangarín? ¿O de las presuntas relaciones económicas, amén de sentimentales, de Juan Carlos I con Corinna?  ¿O de las peleas familiares en vivo y en directo de la casa de Borbón? ¿O de la amistad de Felipe y Leticia con el compiyogui López Madrid? En cuanto a lo de la utilidad de la monarquía, no parece que esa institución esté sirviendo de mucho para frenar el ascenso del independentismo en Cataluña. Ni que sea extraordinariamente apreciada en el País Vasco.

Soy de los que creen que una república federal sería bastante más útil para combatir los separatismos. Y sí, he dicho una república federal. Como la existente en Alemania, un país al que no parece irle mal, ¿verdad? ¿Y cómo propone usted, señor Valenzuela, llegar a esa república federal? Pues, evidentemente, de modo pacífico y democrático, a través de un referéndum popular, que, de ser ganado por el republicanismo, abriría un proceso constitucional.

¡Pero eso sería la guerra, señor Valenzuela! ¿La guerra? ¿Por qué? La identificación de república con guerra civil en el imaginario de tantos españoles es uno de los frutos más persistentes del lavado de cerebro franquista. El 14 de abril de 1931 no fue fruto de ninguna guerra civil; lo que trajo la guerra civil a las tierras de España fue el golpe de Estado de los fascistas, los clericales y los monárquicos del 18 de julio de 1936. Aquello sí que fue sedición, rebelión y traición.

Al final, el cuñadismo monárquico siempre termina sacándose de la manga otras dos cartas tan falsas como una moneda de tres euros. Una dice que la forma de Estado no es ahora la principal preocupación de los españoles. ¡Claro que no! Lo que angustia a la mayoría de los españoles es llegar a fin de mes con sueldos de mierda y subidas constantes de los precios. Lo que les indigna es la corrupción política y empresarial, la parcialidad de los jueces, los abusos de los bancos y cosas así. Pero, entonces, ¿por qué se aprestan los cortesanos a darnos la vara con el 40 aniversario de la Constitución vigente? A ninguno de ellos se le ocurre reconocer que ese aniversario nos la suda a la mayoría.

¿Es este un país libre? ¿Puede sugerirse que tal vez una república federal fuera la clave de bóveda del comienzo de la solución de no pocos de los muchos males patrios? Los políticos, los institucionales, los socio-económicos, los éticos y culturales, los territoriales… Fíjense en que he escrito el comienzo de la solución, no la solución de un plumazo. Hago esta precisión porque otro truco barato del argumentario cortesano es el que dice que la república no sería la solución mágica de todos nuestros problemas. ¡Menuda obviedad! No hay ninguna fórmula mágica en esta vida. Pero eso no impide que el médico te prescriba otro tratamiento para tu enfermedad si el actual no funciona.

La segunda de las últimas cartas afirma: “No es el momento”. ¿No es el momento para debatir civilizadamente sobre la forma de Estado como ya lo están haciendo miles de universitarios españoles? ¿Por qué? Un progresista jamás debería decir que no es el momento para hablar de cosas que pueden hacernos avanzar por el camino de una mayor libertad e igualdad. Con esa actitud, la humanidad jamás habría podido escuchar las voces pioneras que proponían abolir la esclavitud o reconocerles sus derechos a las mujeres.

Que Felipe VI sea “buena persona” no es razón suficiente para que él y su familia vivan de nuestros impuestos sin haberse presentado a una oposición o una elección. Mis más de seis décadas de ciudadano español me han enseñado que este país está repleto de buenas personas.

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